De milagros y videojuegos.
A diferencia de películas que hablan de alguna clase de realidad virtual como Matrix o El origen, que son cine que tiene que explicarse a sí mismo constantemente o correr el riesgo de perder a su público, 8 minutos antes de morir es una tragedia que pide ser vivida, experimentada en carne propia. Como siempre, todo termina siendo una cuestión de puesta en escena: el director Duncan Jones nos coloca en el lugar exacto de Colter Stevens, el protagonista que debe cumplir con una misión urgente de la que no se le brinda mayor información salvo que de su éxito depende el evitar un ataque nuclear. Estamos incondicionalmente con Colter, a la par suyo descubrimos pistas, adivinamos posibles culpables, sospechamos de la misión que se le asigna. Pero también, y lo más importante, compartimos con él la incertidumbre acerca de su futuro: a Colter solamente se le informa (y después de pasado mucho tiempo) que el helicóptero que manejaba en Afganistán fue derribado y que el soldado solamente conserva intacta una parte de su cerebro que es la que le permite formar parte de la misión virtual en la que se encuentra. Una imagen terrible lo va a confirmar después, pero la duda se instala definitivamente: ¿Colter está vivo o muerto? Según le dicen los directivos del proyecto, vive, pero solo su cerebro continúa activo porque su organismo es sostenido por mecanismos artificiales. ¿Colter podrá reponerse y vivir plenamente algún día, por fuera del código fuente? O, en el caso de que el deterioro de su cuerpo no tenga vuelta atrás, ¿será posible vivir dentro del código, más allá de los ocho últimos minutos arrancados de la memoria de otra persona a los que el soldado parece estar condenado a habitar eternamente?
La tragedia, que se respira en cada minuto de película a pesar del ritmo y de la tensión dramática, es instilada lentamente de la manera más humana posible a través de Collen Goodwin, el enlace entre Colter y los administradores del código. En un mundo signado por la técnica y la frialdad de los protocolos militares, la cara de Goodwin no puede dejar de reaccionar frente a las preguntas de Colter, y sus gestos (cálidos, sufrientes, femeninos) dejan entrever cada vez con más evidencia la precariedad de la situación del soldado. Un plano terrible pero necesario, dirigido solamente a nosotros, lo confirma más adelante: el cuerpo real de Colter está destrozado, en una cápsula especial solamente se conservan el tronco, un brazo y la cabeza. Esa imagen contiene unas dosis de horror inenarrables; entonces, de golpe sabemos mucho más que Colter y nos colocamos por encima suyo (es inevitable, tenemos información vital que él desconoce) y ese alejamiento marca necesariamente el tono trágico. Ya no somos sus compañeros de investigación sino espectadores ubicados del otro lado de la pantalla, y asistimos a un sacrificio moral que tiene poco de heroico y mucho de resignación y de derrota. Cuando Colter conoce con certeza su posible destino (trabajar eternamente dentro del código fuente luchando contra el terrorismo) toma una decisión: después de terminar su primera misión, elige morir. Pero hay algo más que vemos junto con Colter y que Goodwin y el jefe del proyecto, Rutledge, no alcanzan a vislumbrar.
El código fuente es una herramienta que reproduce los últimos ocho minutos de vida de alguien (extraídos de la memoria de la persona ya muerta) y que brinda la posibilidad, mediante cálculos cuánticos, de habitar ese tiempo y ese lugar y de interactuar con el entorno como si se tratara de la realidad misma. Dentro del código uno puede morir y volver a empezar desde el principio (el minuto ocho) una y otra vez, así hasta el infinito. Es lo que le pasa a Colter cuando trata de saber cómo fue colocada la bomba que hizo estallar un tren que se dirigía a Chicago e intenta descubrir al culpable para prevenir el próximo ataque: la búsqueda del terrorista y del dispositivo nuclear lo llevan a morir muchas veces, como en un videojuego. Y, como en un videojuego, cada muerte carga con el suspenso y la tensión de las anteriores; como si estuviera atrapado en una especie de infierno digital, Colter padece de manera traumática una serie de muertes violentas y dolorosas que solamente acaban por devolverlo constantemente al inicio, donde lo que le espera al final de los ocho minutos siempre será otra muerte similar. Pero no es el cumplimiento de la misión nada más lo que hace que Colter soporte semejante sufrimiento. Lo que él observa (y que sus superiores no ven) es a Christina, pasajera del tren que estalló y de la que el soldado se enamora perdidamente. Entonces, cada intento de desenmascarar al terrorista se confunde con las charlas con Christina, una Christina que, como todo el mundo que rodea a Colter, no es más que la sombra de un recuerdo, una imagen construida matemáticamente de alguien que murió en el atentado. Colter cree poder habitar el código fuente junto a ella, desbaratar el atentado, salvarla y, quizás, compartir una vida virtual juntos.
A pesar de las muchas explicaciones de Rutledge y Collen acerca del carácter de reconstrucción digital del código y del límite temporal e infranqueable de los ocho minutos, Colter no cede en su decisión de salvar a Christina. En una conferencia sobre cine (más bien pobre) dada hace algunos años por Alain Badiou, el filósofo francés aseveraba (de manera mucho más poética que filosófica) que el cine tiene la capacidad de filmar un milagro. Bastante de eso hay en 8 minutos antes de morir, película que se levanta sobre una base material puramente tecnológica pero que tiene una fe, que cree en un más allá esperanzador. Después de salvar el tren y encontrar al culpable (previniendo el ataque nuclear sobre la ciudad real de Chicago) Colter es desconectado por Collen y muere en el acto. Pero ese momento en el que su vida se detiene, dentro del código fuente es experimentado de otra manera, como una pausa, un silencio que corta el aire solamente para reanudarse después como si nada hubiera pasado. Colter no solo salva a Christina y empieza una vida junto a ella, sino que, justo al final del plazo temporal y después de evitar la explosión del tren, una imagen congeladamuestra a los pasajeros (las víctimas fatales del atentado real) riéndose y festejando al cómico del vagón. Esa imagen es recorrida por la cámara en su totalidad y pinta un último cuadro de ellos felices, plenos, vivos. Me acuerdo de Badiou y pienso que hay algo de milagro en términos cinematográficos en ese plano que corre un riesgo enorme de caerse hacia el lado de lo grasa y el exceso de sentimentalismo. Pero por varios motivos (el paneo, los cuerpos detenidos, la fiesta que se improvisa) el gesto de dar otra oportunidad a Colter (esta vez, junto a Christina) y, de paso, al resto de los pasajeros del tren virtual, termina produciendo un momento emotivo fortísimo en el que parece estar respirándose un cierto clima religioso: sabemos que Colter murió y que la vida dentro del código fuente no puede traspasar los ocho minutos, pero sin embargo lo vemos recorrer la ciudad junto a Christina, los dos contentos. ¿Jones se está atreviendo a filmar el paraíso, una especie de más allá al cual se arriba mediante un salvataje en clave virtual? ¿La única forma de llegar a ese paraíso personal, entonces, se cifra en el éxito obtenido en un mundo digital con reglas similares a las de un videojuego? Estas preguntas (podría haber más) suenan pomposas y complicadas, cuando lo que hace el director es bastante más simple. Como Rosellini, como Dreyer en Ordet, Jones filma algo muy parecido a un milagro. Y en los milagros se cree o no se cree, pero no se los cuestiona.