Morir mil veces
La mezcla de patrioterismo, alusiones a ataques terroristas y una incipiente necesidad de encontrarle un sentido a la muerte de los soldados de Afganistán resulta inocua e inofensiva frente a esta entretenida e ingeniosa propuesta de ciencia ficción 8 minutos antes de morir.
Pareciera que tras la exitosa serie Lost y en estos momentos desde la serie Fringe, tomar elementos prestados de la física cuántica es una buena excusa para argumentos que lavan -por decirlo de alguna manera- las concepciones filosóficas sobre la finitud y el destino a partir de la creencia –casi religiosa- de la existencia de realidades alternas y universos paralelos donde las coordenadas espacio-temporales no guardan una relación lineal ni cronológica, existiendo bucles o brechas donde confluyen pasado, presente y futuro.
¿Por qué pensar entonces que con la muerte acaba todo cuando cualquiera puede estar viviendo en otras realidades simultáneamente? Esa es la explicación superficial de una de las teorías de la física cuántica que forma parte de la trama del film, protagonizado por Jake Gyllenhaal, quien es sometido a un experimento por el cual gracias a su memoria, que puede registrar los últimos minutos de sus experiencias, revivirá una y otra vez una situación donde deberá en el lapso de ocho minutos -en los que muere y vuelve a vivir- resolver un enigma para salvar de futuros ataques terroristas en suelo americano a un montón de personas inocentes. No diremos más que eso para mantener el atractivo del relato que el director Duncan Jones (Moon -En la luna-) dirige con solvencia gracias al aporte de un buen elenco que cuenta con las participaciones de Michelle Monaghan y Vera Farmiga en los roles femeninos y Jeffrey Wright, entre otros.
Tratándose de un film de ciencia ficción que introduce tanto elementos de la realidad, el melodrama y las chances de redención para dejar todo en orden antes de partir, la insistencia por parte de Duncan Jones y equipo por reforzar cualquier costado humano y emocional le quitan a la historia la frialdad y solemnidad que todo film ‘serio’ debería tener, de a cuerdo a los códigos hollywoodenses.