Hechizo del tiempo
Puesta en marcha la creación, el tiempo resulta irreversible, incluso para Dios. Este es un viejo problema teológico, más lateral que central en la tradición filosófica, un dilema teórico cuya traducción práctica es la reconocible fantasía que cualquier mortal experimenta ante un hecho trágico, no deseado e ineluctable.
La ecuación en 8 minutos antes de morir es comprensible, más allá de si uno tiene conocimientos de mecánica cuántica y cálculos parabólicos: un hombre, un soldado involucrado en una operación militar en Afganistán, despierta en un tren. Los detalles que implica la interacción con los pasajeros constituyen una experiencia fenoménica. Una mujer le habla pero no lo llama por su nombre.
Inquieto, desesperado, irá al baño y al mirarse en el espejo su semblante será otro. Unos minutos después la detonación de una bomba terminará con todo. Así, el hombre despertará en una cápsula y una bellísima militar se comunicará con él para reprogramar su identidad y seguir con la misión, que implica volver al tren y averiguar quién es el responsable del atentado, primero entre muchos que están por venir. Como si fuera Sísifo (o Bill Murray en Hechizo del tiempo ), volverá una y otra vez al mismo escenario hasta descifrar quién es el asesino, es decir que en la repetición tendrá que hallar una diferencia esencial.
¿Una viaje en el tiempo? ¿Una realidad paralela? El capitán Stevens es un cobayo de un científico militar; quizá ya no esté con nosotros aunque su cerebro aún permanece activo entre sus memorias y la simulación de una realidad experimentada en el cuerpo de otro a través de un software denominado “código de origen”. Pero no todo está programado, y tal vez la realidad sea múltiple y abierta.
Más allá de la inconsistencia científica que articula la propia lógica del relato, Duncan Jones, en su segunda película, dispone su material al servicio de una meditación filosófica pop sobre la irreversibilidad del tiempo, la identidad y la soledad (masculina), tópicos que ya estaban en En la luna, una película mucho más consistente.
Tal vez las inclinaciones filosóficas de Duncan sean más afines al paisaje lunar que a los suburbios y la ciudad de Chicago en el contexto paranoico militar del tiempo presente estadounidense: de allí la futilidad política del filme, cuyas repetitivas y geométricas panorámicas iniciales sobre la ciudad son en materia formal el acierto visual de una película cuya idea sobrepasa a su puesta en escena.
El hijo de Bowie es un cineasta interesante. Su legítima curiosidad está por encima de una industria en la que el pensamiento es una interdicción y el entretenimiento un imperativo categórico. La soledad de sus personajes no es muy distinta de la suya.