La nueva película del tailandés Apichatpong Weerasethakul sigue la línea de su obra anterior pese a la presencia de Tilda Swinton como protagonista. Su universo es tan poético y sensorial como el creado en sus películas más conocidas, Tropical Malady (2004) y El hombre que podía recordar sus vidas pasadas (2010). Lo curioso, en este caso, es el recorrido que nos propone el personaje de Jessica, escocesa, habitante de Medellín, de viaje en Bogotá para visitar a su hermana enferma. En esa cadena de desajustes y desplazamientos, el viaje emerge como un elemento crucial, no solo en la búsqueda interior que emprende Jessica sino en la memoria de los viajes pasados que lleva a cuestas.
Todo comienza con un sonido. “Una bola de concreto que cae sobre un fondo de metal en un entorno marcado por el agua de mar”. Esa es la detallada explicación que esgrime Jessica a un joven ingeniero de sonido que intenta rastrear la experiencia sensorial en un banco de efectos especiales para películas. “¿Algo así?”, le pregunta Hernán, mientras mueve las perillas de su consola. “No, un poco más metálico”, insiste Jessica en su español lleno de acentos y musicalidades. La incansable pesquisa para hallar ese sonido persistente en su memoria, que habita en sus noches de insomnio, que aparece en lugares impensados y tiempos inoportunos, es también el impulso de su recorrido, el que la conduce de una plaza al aire libre a un mercado de electrodomésticos, de una sala de sonido a una morgue universitaria. En ese eterno desplazamiento también se producen los encuentros más inesperados, crípticos y evanescentes, contenidos en las miradas y los silencios que Jessica comparte con sus ocasionales interlocutores.
Apichatpong Weerasethakul hace un culto riguroso al trabajo de la puesta en escena: la duración del plano fijo le permiten capturar los latidos del tiempo; el travelling por las calles, la prisa de la vida citadina; el sonido de una sirena, la inquietud del fuera de campo. Tampoco se priva del humor en los momentos más inesperados: la sonrisa de una médica que despliega un folleto religioso, un truco de magia al pasar durante un picnic en la plaza, la maldición de un perro que quiere vengar su accidente. Todo el universo de Memoria se nutre de esos pequeños detalles, de una experiencia cinematográfica que nunca se contiene en el sentido de un diálogo o en el ritmo de una escena. Y la interpretación de Swinton se despliega en sus pequeños gestos, siempre magníficos sin necesidad de primeros planos, intuidos en la posición de su cuerpo, la candencia de su caminar, la convicción de una escucha que no puede compartir.
Jessica transita de un lugar a otro con nuestra mirada a cuestas. ¿Qué es en realidad lo que le pasa? ¿Qué hay detrás de ese sonido misterioso? ¿Es ella la única que lo escucha? Memoria expone los sentidos como un territorio complejo e insondable, que no solo expanden la razón sino que la subvierten. Sentidos que recogen creencias, tragedias ancestrales, dolores cautivos en los huesos y en las rocas. Memoria propone una experiencia intransferible pero al mismo tiempo compartida, como la epifanía de un recuerdo en el que solo creemos hasta que confirmamos que también otros lo atesoran.