¡Ay, mamá, que me come el tiburón!
“Oh, Dios mío.” “Oh, me estoy quedando sin aire.” “Oh, ahí viene un tiburón enorme.” Esas son las líneas de diálogo más repetidas durante los poco menos de noventa minutos de proyección de A 47 metros. Lo cual resulta más que lógico si se tiene en cuenta que la historia transcurre en el fondo del mar, en aguas infestadas de escualos sedientos de sangre y carne humana. Descendiente directo de las producciones de bajo presupuesto de los años 40, 50 y 60, el largometraje del británico Johannes Roberts no se toma demasiado tiempo para poner en marcha la excusa narrativa y el prólogo resulta, en más de un sentido, apenas un escollo para llegar al núcleo de la cuestión, con dos o tres apuntes psicológicos de la protagonista como pinceladas de color. Recientemente separada de su novio, Lisa (la otrora estrella de la música teen Mandy Moore) parece estar pasándola más que bien junto a su hermana menor durante unas vacaciones en un remanso paradisíaco de las costas de México (en realidad, locaciones de República Dominicana). Pileta, tragos, playa, descanso y la posibilidad de un fugaz romance con algún lugareño.
Es así, luego de una noche de parranda –registrada con esa cámara ralentizada que tan bien queda en las publicidades de bebidas refrescantes– que las chicas deciden, no sin alguna reticencia, participar de una variedad de turismo de aventura aparentemente típica en el sitio, a pesar de su rotunda ilegalidad: encerrarse en una jaula de metal y ver in situ y bien cerquita a los tiburones blancos que navegan por esas aguas. Sin fallos no habría película y a poco de descender algunos metros bajo el nivel del mar la estructura que sostiene el aparato se viene a pique con las dos pasajeras a bordo. De allí en más, el menú de opciones es bien reducido: nadar hasta la superficie a toda velocidad, con riesgo de embolia cerebral asegurado; intentar hacerlo lentamente, con la certeza de que los enormes peces dentados se harán un festín; o bien esperar a que alguien allí arriba las socorra –el capitán interpretado con pachorra por Matthew Modine, por ejemplo–, con la esperanza de que los tanques de oxígeno no se acaben antes de que eso ocurra.
Los problemas de A 47 metros como entretenimiento puro y duro no son escasos, comenzando por el hecho de que el doblaje de los personajes –algo casi obligatorio, dadas las condiciones de rodaje– termina resultando bastante artificial y agotador, particularmente cuando las voces describen con innecesarias palabras lo que las imágenes dejan en claro de manera patente (“Oh, me quedan 40 bares”, exclama una de las aventureras, situación que se repetirá con diversos y siempre menguantes valores). Pero el más duro de sobrellevar es la falta de tensión dramática en varios pasajes que la piden a los gritos. A diferencia de Miedo profundo, de Jaume Collet-Serra, otro “film de tiburón” reciente que hacía del espacio físico reducido y el terror animal constante una de sus virtudes, aquí el suspenso no está tanto construido como dado por sentado por las condiciones de la trama. El chiste se cae de maduro y quizás no debería hacerse, pero lo cierto es que 47 Meters Down se queda sin aire mucho antes que cualquiera de sus escafandristas. A pesar de ello, ya está asegurada una secuela, titulada –previsiblemente– 48 Meters Down.