Al agua con el clase B.
Dos hermanas que están de vacaciones en México, deciden hacer una excursión para ver tiburones. Para ello descienden en una jaula de avistamiento para observar y sacar fotos. Cuando la cadena y todo el sistema para elevar la jaula se rompe, la jaula cae al fondo del mar y ambas quedan atrapadas. El rescate es complicado y el oxígeno se agotará pronto. Tampoco pueden salir nadando porque están rodeadas de peligrosos tiburones blancos.
Los tiburones son desde el clásico Tiburón (Jaws, 1975) de Steven Spielberg un material inagotable para el cine. En el cine clase B y en las producciones clase Z, las películas con tiburones son muy comunes y todos los años hay varias. Algunas se destacan más que otras, en el 2016 Miedo profundo (The Shallows) se destacó del resto, como lo hizo en su momento Mar abierto (Open Water, 2003) o Alerta el lo profundo (Deep Blue Sea, 1999). La mayoría tuvo secuelas, como ocurrió en su momento con la película de Spielberg, que derivó en secuelas y decenas de imitaciones. Y no nos podemos olvidar tampoco de la incomparable saga de Sharknado (2013), un puñado de obras maestras del delirio más berreta pero igualmente efectivo.
Si hay tanto material es porque, como se demuestra nuevamente aquí, hay algo en estos animales que produce un tremendo horror en las personas. Convertidos en los peores asesinos del reino animal, los tiburones siempre producen temor y sobresaltos en la platea. Con un poco de ingenio se puede hacer una película digna y entretenida. A 47 metros cumple con creces el objetivo y a pesar de sus trucos y sus vueltas de tuerca entretiene mucho y produce sobresaltos bien ganados.