Cuando la amistad desafía fronteras
El nuevo film del director de Mediterránea vuelve a sumergirse en el duro mundo de los inmigrantes que forjan nuevas identidades.
En Mediterranea (2015), la ópera prima de Jonas Carpignano, un joven de Burkina Faso iniciaba un largo y peligroso viaje hacia el continente europeo, periplo que culminaba con el arraigo en un poblado de gitanos de Calabria, donde entablaba una relación de amistad con un niño romaní. Aquella película reelaboraba y ampliaba algunos de los conceptos de un cortometraje previo, A Ciambra (2014), ideas que ahora reciben un nuevo tratamiento en el largometraje del mismo nombre, estrenado mundialmente hace casi un año en el Festival de Cannes. No se trata, de todas maneras, de una remake; tampoco de una saga de películas con una filiación narrativa en común, entendida ésta de manera literal. Sin embargo, la visión completa de los dos largos y el corto pone de relieve varias de las obsesiones temáticas del director, nacido y criado en Nueva York pero afincado desde hace muchos años en Italia: las causas y consecuencias de las corrientes inmigratorias provenientes de países africanos; las nuevas generaciones de romaníes, que han abandonado sus tradicionales raíces nómades; la delincuencia como método de subsistencia, fuertemente enraizada en esas comunidades empobrecidas.
El nuevo film –que disfrutó del aporte de Martin Scorsese como uno de sus productores ejecutivos– cuenta por tercera vez con la participación de los actores no-profesionales Pio Amato y Koudous Seihon, quienes interpretan a un adolescente de catorce años llamado Pio y a un inmigrante africano, Ayiva, respectivamente. Con una impronta formal deudora tanto del neorrealismo más clásico como del cine de los hermanos Dardenne, La Ciambra –el nombre con el cual los pobladores designan familiarmente al barrio marginal Gioia Tauro– es un relato de crecimiento, una pintura descriptiva de ciertos ambientes y formas de vida, además de un retrato sobre una amistad que va más allá de cualquier etiqueta. Los miembros del clan Amato viven en una casa de dos plantas de construcción semi precaria, iluminados gracia a la electricidad que toman prestada del tendido general. El abuelo, la madre, el padre y los hijos e hijas viven de algunas changas y, sobre todo, de actividades delictivas varias, en particular el robo de autos. A veces para vencer individualmente sus partes, en otros casos como particular método de secuestro automotor.
Alguna cena familiar puede traer el recuerdo de los feos, sucios y malos de Ettore Scola, aunque si hay algo que al film de Carpignano no le interesa es moldear a sus personajes con la arcilla del grotesco. A pesar de ello, todos –desde el mayor hasta el más pequeño– beben, fuman y manejan vehículos, por más peligroso que parezca ver a un chiquito de seis o siete años detrás del volante. Qué relación existe entre los Amato de la vida real y aquellos que pueden verse en la pantalla permanecerá envuelto en el misterio, aunque es evidente que el realizador utiliza la materia prima de la realidad para construir a los personajes y darle forma a la historia. Un atraco fallido y la detención del hermano mayor de la familia terminan disparando los cambios que comienzan a ocurrir a velocidad crucero en Pio, quien demuestra un enorme coraje y temeridad al cometer algunos pequeños robos y tomar prestada una patrulla policial. En esencia, el muchacho parece determinado a crecer de golpe, a tomar las riendas de la casa, a ser adulto de una vez por todas.
Carpignano construye pacientemente una historia que, al menos durante los primeros dos tercios de metraje, escapa de los lugares comunes dramáticos del cine social estandarizado, prefiriendo en cambio la descripción detallada de los vínculos entre los miembros de la familia, la relación entre Pio y Ayiva (en una escena memorable, el chico es prácticamente adoptado como mascota de un grupo de migrantes de Senegal y Kenia) y también la mutua dependencia entre los Amato y un grupo de mafiosos de la zona, a quienes apodan “los italianos”, transformando su condición nativa en una suerte de particular extranjería. La aparición de lo onírico como alegoría libertaria introduce tardíamente un elemento disruptivo que opaca algunas de las virtudes de La Ciambra, al tiempo que la película se concentra en los conceptos de fidelidad –a la sangre, a las amistades–, permitiendo incluso un pequeño paso de suspenso. En esos momentos la película coquetea con la posibilidad de encarnar en fábula, aunque la última escena termina por dejar completamente afuera esa posibilidad: la vida sigue y es tan real y dura como antes.