En esta época de series, sagas y universos expandidos, es un alivio encontrar una película que nos recuerde el valor de la brevedad y la síntesis.
La Ciambra es el segundo largo del joven italoamericano Jonas Carpignano. También es el nombre del barrio gitano en Calabria donde viven los protagonistas. Para retratar este mundo, el guión podría haber adoptado una estructura coral, pero en cambio se enfoca en un joven de catorce años, Pio. La trama, entonces, se ajusta al esqueleto de una novela de aprendizaje, o Bildungsroman, y traza el ascenso del adolescente a la adultez.
Ahora bien, en el contexto del barrio gitano –pobre, marginal, permanentemente vigilado por la policía- lo que Pio aprende es cómo sobrevivir por fuera del sistema. Y una de las salidas que encuentra es la que eligió su hermano mayor, Cosimo, que roba autos y se codea con la mafia local, la ‘Ndrangheta.
En este sentido, La Ciambra refuerza el vínculo, trillado y estereotipado, entre marginalidad y crimen (sobre este tema, vale la pena ver el documental Ciudad de Dios: 10 años después, que cuestiona el legado del film de Fernando Meirelles y Kátia Lund). Con la excusa de mostrar una dura realidad, cuya existencia nadie discute, quedan desplazadas otras realidades (e historias y personajes) que no están ligadas a la delincuencia.
Sin embargo, la película de Carpignano, aunque se limita al punto de vista de Pio, evoca un panorama complejo, amplio y de gran riqueza sociológica. Vemos el funcionamiento interno de la familia gitana, cómo se relacionan hermanos, padres, madres y tíos. A través de un amigo de Pio, inmigrante de Burkina Faso, conocemos la situación de los refugiados africanos en la zona. Percibimos, también, las interacciones tensas entre italianos, gitanos y africanos, enrarecidas por la desconfianza mutua y la xenofobia. Obviamente, los gitanos también son italianos, pero la distinción entre unos y otros surge constantemente en los diálogos. La marginalidad se cuela en el lenguaje.
Visualmente, La Ciambra recuerda a uno de los mejores estrenos del año pasado, Good Time: Viviendo al límite, de Benny y Josh Safdie. Ambos films comparten un estilo vertiginoso, impulsado por ritmos electrónicos. Abundan los planos cortos y claustrofóbicos, que jerarquizan el cuerpo del protagonista. El fondo, en muchas tomas, está fuera de foco, como un ruido difuso, siempre presente y nunca inteligible.
La potencia de cada momento importa más que la trama. Tanto en La Ciambra como en Good Time, el final está anunciado desde el principio. Lo que interesa es el camino, porque de ese camino, filmado de cerca, se desprenden otras posibilidades que permanecen latentes. Es fácil imaginarse una secuela o precuela que recorra el campamento de refugiados africanos, el pasaje de Cosimo por la cárcel, la vida de Pio a los treinta años, la rutina diaria del barrio gitano, etcétera.
Los actores de Carpignano interpretan versiones de sí mismos. Pio, en la vida real, también es Pio, residente de la Ciambra. Lo mismo su hermano y su madre. Esta cuota de realidad se nota en la pantalla. Los personajes están enraizados en su contexto, que podría brindar material para un sinfín de narraciones adicionales (de hecho, Carpignano ya trabajó con los mismos protagonistas en otros proyectos y cortos). Pero, como se trata de una película y dura sólo dos horas, nos quedamos con las ganas. Y eso, ante el aluvión de contenido en línea y de narraciones seriales que agotan cada recoveco de sus universos narrativos, es casi una bendición.