Nadie la pidió, pero acá tenemos la remake live-action de La sirenita. La trama es la misma de siempre. Ariel, una sirena pelirroja, sueña con escaparse de su hogar acuático, explorar la superficie y vivir entre los humanos. Es como una adolescente a punto de terminar la secundaria. Quiere salir al mundo y conocerse a sí misma. Su padre, el Rey Tritón, no está de acuerdo, pero Ariel lo desobedece. Y bajo las sombras de una gruta perdida, llega a un acuerdo con su tía Úrsula, quien le concede una forma humana a cambio de su voz. Para recuperarla, Ariel deberá besar al amor de su vida, el príncipe humano de una isla ficticia. La remake propone algunos cambios. Eric, el príncipe, ahora es menos anónimo y cultiva sus propias ambiciones personales y conflictos familiares. Úrsula es oficialmente la hermana de Tritón, un detalle omitido de la original. Hay nuevas canciones, compuestas con la colaboración de Lin-Manuel Miranda, que no desentonan. Pero no son suficientes cambios para forjar una identidad propia. Muchas escenas y tomas son calcos de la película anterior. Y esto nos lleva a la comparación directa entre los dibujos originales —con toda su gracia y expresividad— y su pálido reflejo digital. Los peces, tiburones, crustáceos y aves ahora perdieron su gestualidad anatómicamente imposible. Están encorsetados por diseños realistas, restringidos por las limitaciones de su cuerpo. Sebastian, el cangrejo jamaicano que cuida a Ariel, lucha contra la rigidez de su exoesqueleto, observa todo desde pequeños ojos puntiagudos. Los actores de voz y el equipo de animación hacen lo que pueden para darle vida a la taxidermia digital. A veces lo logran. Pero chocan contra el techo expresivo del concepto inicial, la propuesta —artísticamente incomprensible— de reprimir el antropomorfismo animado a través de un verosímil documental arrancado de Planet Earth. Esto nos lleva a preguntarnos: ¿para qué y para quiénes son estas remakes live-action de Disney? Solo tendremos la respuesta en unos quince años, cuando las infancias actuales crezcan y nos digan lo que significaron estas películas para su generación. Como sea, para mí esta versión de La sirenita es intrascendente. La original de 1989 inauguró el renacimiento de Disney luego de una década de fracasos. Introdujo una fórmula que marcaría el rumbo de los próximos años, con números musicales propios de Broadway compuestos por dos veteranos del musical teatral, Howard Ashman y Alan Menken. Todo impulsado por una animación tan dinámica, tan colorida, que significó, en su momento, un salto cualitativo e incluso temporal: al lado de La sirenita, el resto de las películas animadas, en cartelera o en el videoclub, parecían reliquias de un anticuario. Dudo que esta nueva La sirenita logre un efecto comparable. Hoy quienes están transformando el campo de la animación no lo hacen para Disney sino para Sony. La duología de Miles Morales rompió con el paradigma estético de Pixar (como Pixar rompió con el paradigma de La sirenita en 1995, al estrenar Toy Story). Esta remake de La sirenita, en cambio, está muy ligada a la nostalgia de los 80 para darnos algo novedoso en 2023. Lo cual no significa que sea mala. Es una buena distracción de dos horas. El casting funciona. Halle Bailey, como Ariel, es efervescente y divertida. Javier Bardem le da rango emocional al Rey Tritón, a veces imponente, a veces tierno y vulnerable. Y Melissa McCarthy se apropia de Úrsula, un personaje tan problemático como icónico. En los papeles, es una creación transparentemente gordofóbica, su tamaño y sexualidad contrastados con la delgadez e inocencia de Ariel. Pero ya hace tiempo que fue recuperada por el fandom como un ícono queer y hasta de positividad corporal. Es la villana, pero destila más confianza, inteligencia y personalidad que cualquier otro ser acuático. Es la más sensual, la más locuaz y la más real. Queremos ser Úrsula antes que Ariel, y McCarthy lo sabe. No iguala a su antecesora animada, pero tampoco la traiciona. El resto de la película — los diálogos, las escenas de acción, la coreografía de los bailes, la comedia— también funciona. Y hago foco en esta palabra: funciona. Hay algo mecánico en La sirenita. Existe porque debe existir, porque integra un calendario de estrenos, un plan a largo plazo para reeditar todos los clásicos de Disney en live-action. La sirenita, en fin, es un trabajo muy profesional, muy correcto. Hay personas que, tras ver la película y leer mi crítica, me reprocharán: “Yo la pasé bien. Mis hijos la pasaron bien. No hay que buscarle el pelo al huevo”. Y es una reacción válida. Aunque también frustrante, porque supone que una película infantil no puede aspirar a más.
Quantumania tiene un objetivo que cumplir. Por eso ocupa un lugar privilegiado en el calendario de Marvel: es el inicio de la fase cinco. Su rol es allanar el camino para lo que viene. Siendo más precisos, el objetivo de la película es presentar —al menos, en la pantalla grande— a Kang, el villano de los próximos dos o tres años de Marvel. O mejor dicho, los villanos, porque hay miles de variantes de Kang en el multiverso. En Loki ya habíamos conocido a una, Aquel que Permanece; ahora nos topamos con el resto. En particular, con Kang el Conquistador. Nominalmente, Quantumania es la tercera película de Ant-Man y The Wasp. Volvemos a encontrarnos con Scott Lang, su hija Cassie, Hope Pym y sus padres Hank y Janet. Luego de un experimento fallido, los cinco son arrastrados al Reino Cuántico. Y ahí se cruzan al Conquistador, quien solía viajar por el multiverso, aniquilando líneas temporales y existenciales, hasta que sus variantes lo exiliaron a esta dimensión subatómica, fuera del espacio-tiempo. Cada nueva entrega de Marvel es parte de una narrativa interconectada y por eso juega a dos puntas: cuenta su propia historia y contribuye a la trama general. Algunas logran equilibrar la balanza. Pienso en Hawkeye, que introduce personajes memorables —Kate Bishop y Echo— y cierra el ciclo de otro, el arquero del título. Hay suficiente para satisfacer a los eruditos de Marvel, pero la trama puede entenderse sin conocimiento previo. El vínculo entre los protagonistas, entre el maestro Hawkeye y la aprendiz Kate, es el corazón del guion, y se resuelve en seis episodios. Quantumania no corre con la misma suerte. Intenta profundizar en la relación entre Scott y Cassie. Él es un padre ausente, obnubilado por su celebridad como miembro de los Vengadores; ella es una adolescente prodigio, convertida en activista y científica mientras su padre miraba hacia otro lado. Al final, se reconcilian. Pero no se le dedica mucho tiempo a este desarrollo. En cambio, lo que importa es Kang, el futuro de Marvel. Y los actores lo saben. Jonathan Majors, que interpreta a todas las variantes del villano, es el único que verdaderamente se divierte en la pantalla. (Junto a Bill Murray, en un divertido pero breve cameo). Majors entiende la consigna y brinda emociones más grandes que la vida; frases entonadas como en un poema épico; poses dignas de una escultura. Los demás apenas se esfuerzan. Michael Douglas, Evangeline Lilly y Paul Rudd se limitan a leer sus líneas sin errores de dicción. Rudd trae su gracia habitual, pero sin brillo. Michelle Pfeiffer, como Janet, le pone más entusiasmo e intensidad al asunto, quizás porque su personaje, al conectar directamente con Kang, es el más relevante para la trama. Janet estuvo treinta años atrapada en el Reino Cuántico y ya conoce al Conquistador. Incluso fueron amigos antes de enemistarse. Esto le da un peso trágico a su reencuentro. Pero más allá de Pfeiffer y Majors, el resto de la película es protocolar, hecha por obligación. Como si sus creadores, ante el calendario de Marvel y el casillero ocupado por Quantumania, se hubieran encogido de hombros y susurrado, con resignación, “Bueno, hay que filmar esto ahora”. El Reino Cuántico es una bizarreada de colores chillantes, alienígenas con forma de brócoli o de gelatina, robots con cabeza de cañón, jarabes que ofrecen poderes políglotas, amoebas flotantes, todo potencialmente divertido pero mal realizado. Los efectos especiales atrasan diez años. Al lado de lo que logró James Cameron en Avatar: The Way of Water, es una debacle. El problema no es el presupuesto: Quantumania costó alrededor de 200 millones de dólares. No faltó ni dinero ni tecnología sino tiempo. A veces, cuando hablamos de avances tecnológicos, nos detenemos mucho en números brutos de hardware y software, en el potencial de la inteligencia artificial, en la velocidad de los procesadores. Pero el tiempo humano siempre es el mismo: un minuto hoy dura como hace cien años. Y la creatividad humana necesita tiempo para explorar y pulir ideas, más allá de las herramientas. (La inteligencia artificial es más rápida pero menos creativa. Se basa en la síntesis y la probabilidad, e ignora dos características esenciales: la intencionalidad, porque ni piensa ni siente; y el olvido, porque los humanos creamos al olvidar, al hacer malas copias de nuestras inspiraciones). La diferencia entre Quantumania y The Way of Water es una diferencia de tiempo. Cameron es quisquilloso, detallista. El rodaje duró tres años; la pre y posproducción, más todavía. Sus actores aprendieron a bucear y actuar bajo el agua. Kate Winslet llegó a contener su respiración durante más de siete minutos. Sobre este andamiaje real, el equipo de Cameron construyó la superficie digital. Hay una conexión tangible entre los actores y el mundo fantástico que los rodea. En Quantumania, nada de esto sucede. Los actores se notan estáticos, incómodos. Raramente comparten el encuadre, incluso en los diálogos. La cámara los recorta. Están aislados, como si charlaran por videollamada, la estética de nuestra era. El montaje es torpe, a veces incoherente. En una escena, Scott y Cassie se vuelven gigantes para combatir contra las fuerzas de Kang el Conquistador. Se abrazan y hacen chistes sobre su tamaño. Este es un dato importante, porque Cassie está aprendiendo a usar los poderes de su padre. Pero están solos en el encuadre y ante un fondo neutro. No hay punto de referencia visual que indique que son gigantes. El efecto se diluye y se vuelve abstracto. El tiempo de la creatividad no solo es tiempo para crear sino también para planificar. Ese abrazo entre Scott y Cassie requería más storyboarding. La gente detrás de Quantumania es sin duda talentosa. Intuyo que, sin la presión del calendario de Marvel, se hubieran dado cuenta, eventualmente, que esa toma necesitaba algo más, en el fondo o debajo de los personajes, que marque la diferencia de escala entre los protagonistas y el resto del Reino Cuántico. Pero claro: lo que importa, en Quantumania, no es la calidad de la película sino el calendario, el juego largo de Marvel. No las dos horas en la sala de cine sino las semanas y los meses hasta el próximo estreno, la especulación, los video-ensayos en YouTube, los shitposts en Twitter, los memes en Instagram. El cine más allá del cine Las películas de Marvel no están pensadas ya como películas. Están construidas para ser analizadas y debatidas. Más que películas, son espacios o puntos de encuentro. Más que cine, es arquitectura: son salones donde nos sentamos a teorizar bajo la luz tenue de lámparas de filamento. Desde un punto de vista formal, Quantumania sí es cine. El lenguaje es cinematográfico. Pero la forma en la que consumimos la película —como un contenido— se aleja del consumo tradicional del cine. Lo que nos atrae no es lo que sucede en la pantalla. Eso apenas nos importa. Vamos a ver, no una película, sino una sucesión de pistas, guiños y promesas. La función de la película ya no es entretener durante dos horas sino sumar material para redes sociales. Dicho de manera simple: vemos Quantumania para hablar sobre Quantumania. Ver la película es un trámite, un laburo. Todos somos empleados de Marvel. Podríamos decir, usando términos literarios, que el paratexto se comió al texto. Por paratexto, entendemos los elementos auxiliares que rodean al texto principal. Estos elementos pueden estar dentro de los límites de un libro: el prólogo, el índice, el epílogo. Pero también pueden existir por fuera: reseñas en los medios, entrevistas con los autores, gacetillas. Todos estos paratextos dependen del texto principal pero también le aportan sentido. Si llevamos esta lógica al cine, el paratexto de una película de Marvel son todos los videos y comentarios en redes sociales, los avances, los juguetes, las conferencias de prensa, toda la cultura y parafernalia alrededor de la saga. Este contenido no siempre está producido por Marvel. Los fanáticos hacen trabajo ad honorem y ayudan a promocionar las películas. Reaccionan al contenido oficial con su propia contribución extraoficial. Marvel cuenta con esto. (Incluso con esta crítica negativa que estoy escribiendo. Todo suma). Las películas —o sea, los textos principales— funcionan como el combustible de la construcción paratextual. Se invirtieron las jerarquías. Lo auxiliar ahora es la película; lo principal, lo que la rodea. Quantumania es quizás la expresión más obvia de este fenómeno. La vemos, no para disfrutar de ella, como película, sino para especular sobre las próximas fases. Lo más interesante es lo que apunta hacia afuera y para adelante, la guerra entre las variantes de Kang. Y es interesante porque promete, alimenta la imaginación. El disfrute se desplaza. La diversión está en los intersticios entre las entregas. Sentarnos a ver las películas y las series es apenas un requisito para poder participar de la conversación masiva. Dos horas de luces y colores para que luego empiece el verdadero show, que es la espera. Quantumania es una película que esperamos que termine. Su mayor logro es durar solo dos horas.
El primer largo de Malena Solarz retrata una transición: el recorrido de una adolescente hacia la adultez y de un futuro abierto hacia el punto fijo de una pasión artística. Conocemos a Pedro y Sol durante las vacaciones de verano. Acaban de terminar el colegio y ahora —aunque nunca se lo plantean en voz alta— deben empezar a darle forma al resto de sus vidas. Para muchas personas, esta primera adultez tiene algo de post-apocalíptico. Porque hasta ese momento, la rutina del colegio marcaba los límites del mundo conocido. Y de repente, ese mundo estalla y solo queda un paisaje desnudo, un desierto sin detalles que es puro horizonte en cualquier dirección. Hay tanto miedo como entusiasmo: todo es posible, nada es seguro. Sol, una noche, encuentra una vieja grabación (analógica, en un microcassette) de cuando era niña. Le da play y escucha las notas incompletas de una melodía que empezó a componer, muchos años atrás, y que nunca terminó. Se propone, entonces, reconstruir y finalizar esa melodía. Y para lograrlo, le pide ayuda a su profesor de piano. Mientras tanto, su amigo Pedro se anota en un taller de escritura creativa y emprende su propio camino artístico como dramaturgo. Esa es la trama de la película. No hay ni nudo ni desenlace, sino 80 minutos de introducción. Un bildungsroman —género que narra la educación sentimental, espiritual e intelectual de sus personajes, es decir, su devenir adultos— suele respetar una estructura definida, un pasaje de la inocencia al conocimiento. Hay un desarrollo o crecimiento de los personajes. De hecho, el tema principal es justamente la formación de una persona. Y por lo tanto, al concluir la historia, esa persona no es la misma que conocimos al principio. Álbum para la juventud rompe con esta tradición: al final, seguimos con la juventud anunciada en el título. Vemos solo el comienzo, los primeros indicios, de una formación futura: ella como música, él como escritor. El título hace referencia a la obra musical de Robert Schumann, de 1848, que el compositor dedicó a sus hijas. Se trata de un álbum de 43 piezas para principiantes. El punto de conexión más obvio —entre la referencia decimonónica y la película— es la melodía inconclusa e infantil de Sol, comparable quizás con una de esas 43 piezas. Pero el título dispara otras interpretaciones. La idea de un “álbum para la juventud” remite también a un álbum fotográfico, que puede ser analógico o digital: una serie de momentos congelados, de instantáneas, en los que los protagonistas nunca envejecen. El film de Solarz es algo así, una hilación de escenas cortas, de instantes, que congelan a los protagonistas en plena transformación, en un “devenir adultos” que no se concreta, o que se concretará fuera de cámara. Hacer una película donde, como se suele decir, “no pasa nada” es una tarea difícil. Porque siempre es una apuesta por el clima, la atmósfera, la textura de la ambientación, la luz de un atardecer, el sentimiento de un gesto o una frase. Solarz, su director de fotografía Fernando Lockett y su elenco quizás no logran la consistencia poética que requiere este tipo de propuesta. Pienso, como referentes, en La ciénaga de Lucrecia Martel, George Washington de David Gordon Green, Rebeldes del dios Neón de Tsai-Ming Liang. O más para acá en el tiempo, en la naturalidad e inmersión que logra Clarisa Navas en Hoy partido a las 3 y Las mil y una. Todas son películas en las que no pasa nada y, sin embargo, le pasa de todo a sus juventudes congeladas por la cámara, a través de imágenes y sonidos de una potencia estética que no necesita trama que la justifique. Álbum para la juventud, en comparación, a veces es demasiado correcta, se porta demasiado bien. Y aunque está muy capazmente filmada, su lenguaje de cámara tiende a lo expositivo, con tomas que se limitan a mostrar a los personajes en espacios domésticos, sin un tratamiento sorprendente del color, el ritmo o la composición. Pero es una película con ideas claras sobre lo que quiere contar. Y eso no es poco.
Hay dos cosas que son ciertas sobre Amsterdam: es una película que vale la pena ver y que no sabe qué quiere ser. Si miran el trailer, probablemente piensen que Amsterdam es una comedia de época sobre una graciosa banda de criminales. Pero nada que ver: relata el descubrimiento de un complot fascista en Estados Unidos durante los años 30. La conspiración, tramada por banqueros y financistas, habría pretendido derrocar al presidente demócrata Franklin Delano Roosevelt, conocido por sus planes sociales y política progresista, e instalar, en territorio americano, a un dictador de derecha como Mussolini o Hitler. No es un invento de Amsterdam. El guión se basa en un alegato real, que el general retirado Smedley Butler presentó ante el Congreso estadounidense en 1934. Si bien el comité congresional que investigó el tema no pudo comprobar las acusaciones del general, tampoco las desestimó. De hecho, el comité advirtió que, aunque la conspiración no avanzó, sí fue contemplada. (No nos olvidemos que, en 1939, se organizó un festival Nazi en pleno Madison Square Garden. Así que el fascismo estaba más que presente en Estados Unidos). Amsterdam toma este alegato histórico para construir una ficción. Quienes revelan el complot son tres personajes inventados: el doctor Burt Berendsen, el abogado Harold Woodsman y la enfermera, artista y falsificadora Valerie, cuyo pasado y conexiones familiares son un misterio. Los tres se conocen durante la Primera Guerra, cuando Burt y Harold son heridos y caen bajo el cuidado de Valerie. Ahí entablan una amistad que profundizan durante la inmediata posguerra, en el taller bohemio de Valerie en la capital holandesa. Por eso el nombre de la película: Amsterdam es el sueño de los protagonistas, el escenario de sus momentos más felices, su edén. Pero como todo sueño, eventualmente termina y la tríada se quiebra. Burt vuelve a Estados Unidos, donde lo espera su esposa. Harold lo sigue, pero Valerie se borra del mapa. En Nueva York, Burt funda una clínica para tratar los dolores crónicos y problemas de salud de otros veteranos, algo que lleva a cabo siempre al borde de la ilegalidad, probando nuevos y peligrosos analgésicos y narcóticos. También se mantiene en contacto con Harold, quien empieza a desempeñarse como abogado. Así siguen las cosas hasta 1933, cuando los dos amigos reciben un pedido extraño. Resulta que murió el comandante de su antiguo regimiento, un tal Bill Meekins, ahora senador nacional, y su hija quiere realizar una autopsia al margen de la policía. Ella no cree que su padre haya fallecido por causas naturales. Y como Burt y Harold son outsiders y marginales —al ser uno mitad judío y el otro, afroamericano—, ella siente que puede confiar en la discreción de ambos. (Pesa, además, el vínculo personal entre ambos y su padre). Lo cual es clave, porque ella sospecha que hubo un asesinato. Y tiene razón: en la autopsia —que Burt ejecuta con una enfermera y futura amante, Irma— se descubre que Meekins fue envenenado. Acto seguido, la hija del comandante es empujada bajo un auto. Y para no quedar como los principales sospechosos, Burt y Harold tendrán que resolver el doble crimen. Su búsqueda de los culpables los llevará hasta la adinerada familia Voze, cercana a Meekins, y los reunirá con Valerie, quien —para sorpresa de ambos— pertenece a esta dinastía neoyorquina. ¿Qué tiene que ver todo esto con la conspiración fascista que mencioné antes? Tiene todo que ver, porque, luego de muchas idas y vueltas, aparece el hecho histórico entre las piruetas de la ficción. Para guiarnos a través de la trama, hay un cúmulo de estrellas. Un hiperquinético Christian Bale en el papel de Burt, un correctísimo John David Washington como Harold, una vivaz y energética Margot Robbie en el rol de Valerie, y una larga lista de figuras en papeles secundarios, desde Rami Malek hasta Anya Taylor-Joy, Zoe Saldaña, Chris Rock, Mike Myers, Michael Shannon, Taylor Swift y Robert De Niro, como un ex-general condecorado basado en Smedley Butler. Que todos sean tan inmediatamente reconocibles es parte del juego narrativo. Entre los nombres y peripecias, los rostros familiares nos marcan el camino y nos ayudan a entender la trama enrevesada. Amsterdam es ágil y divertida, pero también es frustrante y no termina de cumplir su potencial. A partir de la sinopsis, podríamos imaginar que Amsterdam es un neo-noir, como Barrio Chino, Los Ángeles al desnudo o Huérfanos de Brooklyn, películas que reinterpretan, no solo el género del policial negro, sino también el pasado de los Estados Unidos, a través de un revisionismo histórico que pone entre comillas la historia oficial. Pero Amsterdam no es eso, no se toma nada en serio. El director y guionista David O. Russell apuesta por la comedia y la aventura. Se acerca más al tono de, digamos, un Ocean’s Eleven, donde lo atractivo es ver cómo George Clooney, Brad Pitt, Matt Damon y Julia Roberts, entre otros monstruos, la pasan bien juntos. Lo cual no está mal, pero la trama y los personajes de Amsterdam reclaman algo más, piden otro tipo de tratamiento. Amsterdam es una confusión de tonos y registros. Hay muchas películas en una. Robert De Niro actúa en un drama, Margot Robbie en una comedia romántica, Zeo Saldaña en una tragedia, Mike Myers y Michael Shannon en una parodia, Rami Malek y Anya Taylor-Joy en una de terror, John David Washington en un policial y Christan Bale, pues, actúa en su propia película. Lo cual no está lejos de ser la verdad: Bale y Russell bocetaron la historia de Amsterdam juntos, reuniéndose en barcitos y cafés durante cinco años. Y al ver el resultado final, da la sensación de que Bale existe en otro plano, que aborda su propia interpretación del guión, como si plasmara una contrapelícula frente a la cámara de Russell y su director de fotografía, Emmanuel Lubezki. La cámara, de hecho, es un personaje más, se acerca a los actores, los filma desde abajo, no exactamente en contrapicado, pero justo debajo de la línea de los ojos, como si fuéramos adolescentes observando el extraño mundo adulto al que nos encaminamos. Hay una intimidad claustrofóbica y constante. La cámara da vueltas, recorre las habitaciones, nos presenta detalles curiosos e irrelevantes, como si hubiera probado una de las drogas experimentales del doctor Burt. El guión es vertiginoso. Tira líneas sobre el racismo y la lucha de clases, frases sobre la amistad inquebrantable de los protagonistas, notas al pie sobre el fascismo oculto en la sociedad estadounidense, paréntesis sobre los efectos de la guerra y el abandono de los veteranos, oraciones subordinadas acerca de la Gran Depresión y los años 30, agregados sobre la vida parasitaria del cuco (y esto no es joda), tangentes sobre la bohemia de la posguerra y el modernismo en el arte, y varias cosas más. Todo este festival de temáticas, géneros y registros evita que la película haga anclaje en algo. Todo se vuelve demasiado liviano, incluso lo que no debería serlo. Todo es una farsa, todo es gracioso y resbala. Quizás el objetivo de Russell, al orquestar este quilombo narrativo y estético, sea plantear una postura ante la vida. Sus personajes son sobrevivientes en más de un sentido. Valerie, Burt y Harold sobreviven a la guerra, primero, y a la injusticia social, segundo. Y no se dejan arrastrar por la solemnidad y la tristeza. Avanzan con energía y con ganas. La misma movilidad de la película es, entonces, un reflejo de esta postura, de este rechazo al desgano y a la renuncia. Pero el problema es que no terminamos de sentir el peso que arrastran los protagonistas y que convierte su dinamismo en un esfuerzo heroico. A pesar de todo lo que ellos enfrentan, nunca dudamos de que seguirán adelante. No hay chances de que algo o alguien los detenga porque la trama es irrefrenable. La misma movilidad de la película se vuelve reconfortante. En vez de llevarnos al borde del precipicio, nos mantiene flotando en el aire. La indecisión y fugacidad de Amsterdam se nota hasta en el título. Porque casi toda la trama de Amsterdam sucede en Nueva York. Ahora bien, este titubeo geográfico puede ser un chiste deliberado. Nueva York —y más precisamente Manhattan— antes de ser Nueva York fue New Amsterdam, una colonia holandesa. En la segunda mitad del 1600, los ingleses capturaron la isla y le dieron el nombre que tiene hoy. Podríamos ver, entonces, un paralelismo poético en la historia de tres neoyorquinos que sueñan con Amsterdam, la ciudad de su pasado. Amsterdam, a fin de cuentas, es una película sobre el desarraigo y la nostalgia por el Viejo Continente. Todos los personajes, a su manera, sueñan con Europa: los protagonistas con la bohemia holandesa y sus antagonistas, con el fascismo alemán e italiano. Y la película misma sueña con dos, tres, cinco géneros cinematográficos a la vez, sin echar raíces en ninguno. Tanto los personajes como la película están a la deriva. Hay que concederle lo siguiente a Amsterdam: será despelotada, indecisa, confusa y muchas cosas más, pero no es genérica, aburrida y olvidable. Tiene cosas para decir, quizás demasiadas. Lo cual es infinitamente mejor que no tener nada.
Hace muchos años que Edward Norton quiere hacer esta película. 20, para ser exactos, desde que leyó la novela homónima de Jonathan Lethem, en 1999. Y ahora que lo logró, hay que admitir que realmente puso manos a la obra. No solo interpreta el rol principal, un detective privado con síndrome de Tourette. También es el guionista, director y productor. El resultado es muy digno, aunque también demasiado correcto. Sobra capacidad detrás y delante de la cámara; falta magia y originalidad. La película arranca en los años 50, en Nueva York. Frank Minna (Bruce Willis) lidera una agencia de detectives privados, y sus empleados son todos hombres que él mismo, décadas atrás, rescató de un orfanato. Entre ellos, se encuentra Lionel Essrog (Norton), nuestro héroe. Por obvios motivos, existe un vínculo casi paternal entre Frank y su equipo. Y por eso, cuando Frank es asesinado, Lionel no solo pierde a un jefe sino además a un padre. Su búsqueda de los culpables lo llevará a descubrir una red de crimen, corrupción y racismo institucionalizado que trepa hasta las altas cúpulas de la sociedad neoyorquina. Curiosamente, la novela de Lethem no era de época; la trama ocurría en un contexto contemporáneo, en los 90s. Y sus guiños al film noir, por lo tanto, tenían un aire postmoderno. Norton, al trasplantar la trama a los 50s —la década más identificada con el noir—, vuelve literal y transparente una referencia implícita en el texto. Y al hacerlo, no puede evitar reproducir los clichés y la iconografía del género. Hay fedoras y gabardinas. Hay noches largas en la ciudad. Hay humo y música en los bares, y se escucha un maullido de jazz en cada callejón. Y hay delincuencia desde los bajos fondos hasta el palacio municipal. Esta obsesión por homenajear los clásicos vuelve un poco estéril a Huérfanos de Brooklyn, que nunca marca su propio terreno en el noir, nunca arriesga una estética distintiva. (Pienso, por ejemplo, en cómo Chinatown reconstruyó el noir bajo el sol californiano; o en cómo Blade Runner y Alphaville lo mezclaron —de distintas formas— con la ciencia ficción, tanto a nivel visual como temático). De todos modos, hay mucho para admirar en Huérfanos de Brooklyn. Su representación de los 50s trasciende lo decorativo. Le da espacio a una dimensión política e ideológica, y explora nada menos que los orígenes de la gentrificación moderna. El villano de la trama no es un matón o mafioso cualquiera. Randolph Moses (Alec Baldwin) está al frente de varias empresas públicas relacionadas con la construcción de parques, rutas y puentes, y ostenta un inmenso poder desde las sombras de la burocracia municipal. (Si bien es un personaje ficticio, está inspirado en el verdadero Robert Moses, conocido como el “constructor maestro”, quien fue para Nueva York lo que el Barón Haussmann fue para el París del siglo XIX). No necesitó ser votado por sus conciudadanos; recibe sus cargos directamente del alcalde de turno. Y sus decisiones afectan el tejido urbano, especialmente en los barrios obreros y marginales. Moses es más que un simple ambicioso en busca de dinero. Es un verdadero idealista de derecha. Quiere un país de la acción, no de la reflexión; un país resolutivo, industrioso y —aunque no lo admita abiertamente— blanco. El dinero es solo una herramienta para conseguir sus propósitos y acumular poder. Baldwin está a la altura de su personaje y en ningún momento lo caricaturiza. Del otro lado de la brecha ideológica están Lionel Essrog y Laura Rose (Gugu Mbatha-Raw), una activista afroamericana luchando contra la gentrificación promovida por Moses. Laura, para Lionel, es una de las claves para desentrañar el asesinato de Frank, y por eso empieza a investigarla. La relación entre ellos no tarda en volverse más personal. Y si bien no inauguran un romance, entablan una profunda amistad (con o sin beneficios, no queda claro). Norton, al interpretar a Lionel, camina sobre una cuerda floja. Su imitación de los tics de alguien con síndrome de Tourette está al borde de la parodia o la burla. Si nunca cae en eso, es porque Norton y su película claramente respetan a Lionel. Es nuestra ventana al mundo de la ficción, el personaje con quien nos identificamos. Y su discapacidad no es una característica excluyente; es una más, como también lo son su inteligencia, su memoria, su astucia y su instinto. Es verdad que, por momentos, su discapacidad funciona como comic relief, lo cual es desafortunado. Pero a la vez es gratificante ver cómo Norton reinventa el arquetipo del detective privado, cómo se apropia de un personaje tradicionalmente recio y distante, que cuida sus palabras, y lo transforma en alguien más vulnerable, cálido y humano. Huérfanos de Brooklyn dura 144 minutos y se la ha criticado por esto. En lo personal, considero que sus dos horas y media están justificadas. No noté excesos narrativos. Simplemente hay mucho para contar: sobre Lionel y su lealtad por Frank; sobre Laura y su lucha por preservar la comunidad que la vio crecer; sobre Nueva York y las víctimas del progreso. Y todo esto que cuenta, lo cuenta bien. Lo que se le reprocha a Huérfanos de Brooklyn es que es apenas buena, incluso muy buena, cuando podría haber sido excelente. Creo que Norton, en su afán por llevar adelante el proyecto, fue más como Moses que como Lionel. Desempeñó demasiadas funciones, cuando debería haber delegado. El cine no es solo guión y actuación; es también imagen, sonido, atmósfera, montaje. Y todos estos aspectos, en Huérfanos de Brooklyn, son solo funcionales. La cámara ofrece cobertura: vemos la ambientación, la calle, la oficina; seguimos y entendemos la acción. Lo que no capta la cámara es poesía. Y justamente el noir es de los géneros más poéticos, donde todo depende de un haz de luz que recorta una sombra, y de los rostros que aparecen o desaparecen en el medio.
Estamos ante un oxímoron, una película absolutamente novedosa que no propone nada nuevo. Will Smith —quien aparentemente se quedó con ganas de ser Jason Bourne o Capitán América— es Henry Brogan, un súper-soldado estadounidense que, tras décadas de servicio, termina siendo perseguido por su propio país (o, más precisamente, por un ejército privado contratado por el gobierno). Lo único que le agrega interés a la trama es el gancho comercial de Proyecto Géminis: el asesino tras los pasos de Brogan es su clon; Will Smith contra Will Smith, como anuncian los posters. Y el Will Smith antagonista es más joven que el protagonista, así que el actor de 51 años se enfrenta a su doble de 23. Lo que hace que la película sea novedosa es que el Will Smith rejuvenecido es un modelo totalmente digital. No es Will Smith con retoques, no se le aplicó un sofisticado filtro anti-arrugas en post-producción (como ocurrió, por ejemplo, con Samuel L. Jackson en Capitana Marvel). Este Will Smith de 23 años tiene su autonomía, existe en un disco rígido. No necesita al verdadero actor para moverse. Obvio que está basado en él: se grabaron el rostro y los gestos de Will Smith, y se codificó el funcionamiento de sus músculos faciales. Luego, para hacer ajustes, se trabajó con material de archivo de Fresh Prince of Bel-Air y Bad Boys. Y finalmente, para darle vida a la copia, Will Smith actuó sus escenas ante un sistema de captura de movimiento, como Andy Serkis haciendo de Gollum o de Caesar. Pero, consumado el modelo, cualquier otro actor podría haberse puesto la piel de Smith. El modelo ya existía más allá del original. Hay un evidente paralelismo entre el clon de la trama y el generado con computadoras. En una entrevista para la revista Wired, el mismo Smith expresó: “Siempre me encantó la ciencia ficción. Y lo que me pareció interesante en este caso es que parte de la ciencia ficción de la película se convirtió en ciencia real”. El director Ang Lee, para el mismo artículo, fue más lejos. “Lo que estamos haciendo acá es imitar el trabajo de Dios”, dijo. “La creación de algo que parece vivo, que parece que piensa por su cuenta”. En clave humorística, por su canal de YouTube, Smith sugirió que, ahora que contaba con su propio doble digitalizado —y con 27 años menos, además— podía dedicarse a comer y engordar, y que el Will Smith de Proyecto Géminis se encargue de actuar. Pienso que Smith y Lee deberían haber guionado la trama, porque sus comentarios para la prensa son más interesantes y sugestivos que la película que hicieron juntos. Lo más increíble de Proyecto Géminis quizás no sea su magia digital sino las idas y vueltas de su guion. Nació de la mano de Darren Lemke, a fines de los 90, y desde entonces fue pasando, como en una carrera de relevos, de un guionista a otro, entre ellos Andrew Niccol (Gattaca), Jonathan Hensleigh (Jumanji y Armageddon) y David Benioff (Juego de tronos). Tanto esfuerzo a lo largo de dos décadas, tanta electricidad gastada en notebooks con procesadores de texto, y el resultado es chato y predecible. La relación entre los Will Smiths se desarrolla tal como uno esperaría: deberán aliarse y reconocer al enemigo que tienen en común. (No es un spoiler; está cantado). Y el villano de Clive Owen, el líder del ejército privado y padre adoptivo del clon, repite solo dos tipos de frases: las de un militar sin brújula moral y las de un padre supuestamente afectivo que se limita a decir, una y otra vez, “Yo te quiero, hijo”. Esta dualidad se supone que le da complejidad al personaje, pero es muy esquemática. Smith, en sus dos roles, y Mary Elizabeth Winstead, como una agente que primero espía a Henry Brogan y luego se une a él, hacen lo que pueden. Aportan una intensidad emotiva y psicológica que el guión no se merece. De hecho, el guión es un ancla en el peor sentido, porque no deja que las imágenes cobren vuelo. Ang Lee, como en su anterior película, Billy Lynn’s Long Halftime Walk, filmó Proyecto Géminis a 120 fotogramas por segundo (lo que se conoce como técnica HFR, por High-Frame Rate) para captar una imagen profundamente nítida, que casi deja de ser cine para convertirse en otra cosa, una experiencia sensorial a la vez desagradable e hipnotizante. Percibimos cada poro en los rostros de ambos Will Smiths (lo cual, hay que admitirlo, evita que nos convenza el modelo digital, porque todavía no hay CGI que resista semejante nivel de definición). Eso sí, para apreciar el efecto hay que ver la película en un cine que la proyecte en el formato pretendido por el director, lo cual no siempre es posible. Sin embargo, el uso que hace Lee del HFR, en Proyecto Géminis, es menos atractivo que lo que logró en Billy Lynn’s Long Halftime Walk. En aquel caso, retrató el circo mediático alrededor de un pelotón de soldados recibidos como héroes en Estados Unidos tras su paso por Irak. Y la asombrosa nitidez del HFR le sirvió para, justamente, mostrar cada detalle y color de dicho circo, y construir un ambiente a la vez envolvente y claustrofóbico, que para los protagonistas es tan agobiante como el campo de batalla. En Proyecto Géminis no hay una propuesta estética comparable. Es un film de acción más, que tranquilamente podría haberse rodado de manera tradicional, a 24 fotogramas por segundo.
El cine sobre artistas suele enfocarse en la épica personal, el ascenso económico y la superación de los obstáculos. Y cuando retrata el fracaso, lo hace de manera espectacular: la caída es tan profunda como fue alta la cima. Ambos logros, el éxito y fracaso absolutos, son culpa del artista. Él o ella se esfuerza para merecer el reconocimiento de los demás y luego lo echa todo a perder por envidia, lujuria o codicia. Según este esquema narrativo, es el artista quien alcanza su destino, no el destino que se lo lleva por delante. The Unicorn, de los documentalistas Isabelle Dupuis y Tim Geraghty, transita el camino opuesto. Su protagonista, el cantante Peter Grudzien, nunca fue —ni podría haber sido— famoso. Es una figura de culto y obtuvo cierta notoriedad en los 70s, cuando editó un disco de temática abiertamente gay. Dentro de la música country, cultivó un estilo propio e idiosincrático, y lo hizo no en estudios de grabación o con el respaldo de grandes sellos, sino desde la casa de su familia en Astoria, Nueva York. A los 65 años, vive con su hermana gemela y su padre, quien se asoma al siglo de vida. No es una convivencia harmónica. Los gemelos arrastran un historial de trastornos mentales, estadías en institutos psiquiátricos e incluso terapias de electroshock, y el peso de las décadas y los altibajos emocionales se le nota en los ojos. Su padre, un obrero desencantado, es más lúcido, y también más cruel y cínico. Al hablar de su hija, opina que algunas vidas no merecen la pena. Para él, los gemelos significaron un largo esfuerzo de crianza, y sólo a veces la cámara espía algo de compasión en su rostro centenario. Peter canta, toca la guitarra y comparte sus letras y grabaciones sobre un sillón desvencijado. La única vez que lo vemos ante un público, se trata de una sesión de karaoke en un bar. No hay fanáticos clamorosos en estadios de fútbol o anfiteatros, sólo parroquianos erguidos sobre sus cervezas. The Unicorn es un documental poco glamoroso, una anti-épica contada con grabadoras caseras. No hay cimas o abismos; no hay estridencias o tragedias. Hay una familia disfuncional que se pelea a diario. Hay una casa venida a menos, en la que se acumulan antigüedades y artefactos electrónicos obsoletos. Hay personas que mueren y parientes que discuten sobre herencias. Es decir, hay una meseta de banalidad, tristeza, lindos recuerdos y algunos sueños perdidos. Lo cual no quiere decir que el documental en sí sea una meseta o mediocre. Todo lo contrario: es una película que lastima, con frases y momentos que son como dagas. El cine tiene la capacidad de rescatar a las personas del olvido y monumentalizar lo banal. No solo al mostrarlo sino también al descubrir qué hay de extraordinario en lo ordinario.
Arrancamos con un cold open, a lo Breaking Bad: una escena desconcertante antes de los títulos, sin contexto, que solo entendemos hacia el final. La idea detrás de un cold open es generar intriga y meternos de lleno en la trama, in medias res. Es un recurso televisivo para que el espectador se enganche con la serie y no cambie de canal. Lo que hizo Breaking Bad fue jugar con esta fórmula. Muchos de sus episodios empiezan con imágenes descolgadas, cercanas a lo absurdo o abstracto. Lejos de insertarnos en la trama, nos descolocan y sacuden, porque no sabemos dónde estamos ni qué vemos. Es un recurso que requiere destreza narrativa. Hay que saber qué puede cautivar al público y qué apenas confundirlo. Todo por el ascenso lo intenta y estrella contra el travesaño. Vemos a los protagonistas, que todavía no conocemos; puñetazos, patadas y gritos en un baño; una estación de servicio en una ruta provinciana. Un arranque potencialmente auspicioso, pero filmado de manera torpe y apresurada, y editado a machetazos. No genera intriga sino desconcierto. El resto de la película no da vuelta el marcador. El primer minuto es un resumen de los próximos ochenta: escenas que podrían haber funcionado, chistes que podrían haber sido graciosos, actuaciones que podrían haber sido memorables, defraudadas por una ejecución que no termina de cerrar el partido. La sinopsis sienta las bases de una comedia tonta (suerte de subgénero, con sus fracasos y obras maestras, caracterizado por la falta de seriedad, la reiteración autoconsciente de lugares comunes y un gusto por el chiste fácil, predecible y sin embargo simpático). Dos amigos, Néstor y Rafa, planifican un viaje a Mendoza, donde el club de fútbol del que son hinchas jugará de visitante en busca del ascenso. A último momento, se les suma un tercero, Fabián. Hace años que vive en Colombia, pero no quiere perderse semejante evento futbolístico, así que regresa al país para verlo en vivo y en directo. El problema es que Fabián es mufa, y no solo porque es colorado. Tiene un poder especial y su presencia en cancha es garantía de derrota. Néstor y Rafa, entonces, procurarán evitar que llegue al estadio. El resultado es una road movie sobre la importancia de la amistad, la pasión por el fútbol y lo difícil que es hacer cine, aunque esto último no es deliberado. Durante todo el metraje, sospechamos que hay algo fuera de lugar. Es como cuando un amigo nos escribe un mensaje de texto y, en vez del verbo “haber”, escribe “a ver”. Entendemos qué quiso decir y hasta se lo dejamos pasar, porque lo queremos mucho. Pero ya no tomamos en serio la conversación. El error molesta, una herida sobre la pantalla del celular. Todo por el ascenso es ese amigo que escribe “a ver”. El guión y la trama no están mal planteados. Pero nos sentimos molestos. Tenemos la impresión de que la cámara no está donde debería estar. Que el montaje paralelo, en ciertos casos, no tiene sentido; que una escena interrumpe la anterior sin motivo, como un injerto mutante. Que los actores de reparto leen el guión sin actuar. Que unidades simples del lenguaje cinematográfico, como el plano-contraplano, están mal empleadas. De hecho, las escenas que mejor funcionan son las menos cinematográficas, las que más se asemejan a una estética de webcam: largas tomas de los tres protagonistas hablando en el auto, la cámara sobre el tablero de instrumentos. Entonces, casi sin montaje, podemos apreciar la química entre los actores principales, que es lo más rescatable del film. Tomás Fonzi, como Rafa, y Fernando Govergun, como Fabián, no la descosen ni mucho menos. Pero son efectivos a la hora de interpretar sus arquetipos de “amigo langa y fachero” y “amigo boludo”, respectivamente. Ariel Pérez de María, como el supersticioso Néstor, es claramente el más magnético y entrañable. El elenco es él y diez más. También podemos rescatar, a nivel narrativo, que la película aborde el tema de la corrupción dirigencial en el fútbol, evitando, de esta manera, convertirse en un monótono poema al aguante del hincha. Pero nunca dejamos de notar ese “a ver”. Y cuando llegan los créditos, los errores son lo que recordamos.
La historia no solo es pasado. También es presente, porque es desde nuestro presente que elegimos recordarla u olvidarla. El silencio de otros trata, por un lado, sobre los crímenes del franquismo, que quedaron impunes tras la Ley de Amnistía de 1977; y por otro, sobre la querella argentina contra esos crímenes, que inició en 2010 y sigue en curso. El documental dibuja un movimiento pendular, entre reflexiones generales sobre la relación de un país con su historia, y el seguimiento periodístico de la querella, que incluye los testimonios de los jueces y querellantes involucrados. La Ley de Amnistía significa, para los españoles, lo que la Ley de Punto Final fue para nosotros en la Argentina. Solo que en el caso español, la ley todavía no se derogó y los culpables de torturas y desapariciones durante el franquismo no han sido condenados. Por eso la querella se presenta en la Argentina, porque el principio de justicia universal permite que los órganos judiciales de un país investiguen crímenes de lesa humanidad cometidos en otros territorios. Almudena Carracedo y Robert Bahar, directores y guionistas, equilibran lo personal y lo social, las historias mínimas de las víctimas y la historia mayúscula de España. Sus temas principales son el olvido y el silencio, conceptos paradójicos, a su vez inevitables e imposibles. Inevitables, porque los muertos ni hablan ni guardan recuerdos. Imposibles, porque lo que se pretende olvidar o callar tiende a reflotar. La Ley de Amnistía proponía un “pacto de olvido”, según el cual lo ocurrido durante el franquismo sería perdonado, superado y sepultado. Pero el pasado siempre vuelve. O mejor dicho, nunca se fue. Sigue ahí, en los nombres de las calles y las plazas, en el duelo de los sobrevivientes y sus parientes, en la convivencia urbana entre torturadores y torturados, en la existencia de fosas comunes con cientos de huesos sin nombre. Y sigue, también, en la sociedad y en prácticas institucionales, en hospitales donde la expropiación de bebés se perpetuó como sistema, incluso en democracia. El pasado sigue ahí hasta cuando se olvida. En un momento del documental, varios millennials españoles son entrevistados en la calle. Ninguno sabe de qué se trata la Ley de Amnistía. Y es que, justamente, el objetivo de la ley era su propio olvido. Como en Shoah de Claude Lanzmann, la propuesta de El silencio de otros es oponer, al silencio del título, las voces de los entrevistados. Porque luego de un período traumático, como fue el franquismo, el silencio es doble: el de quienes ya no están y el de quienes no quieren hablar, por pereza intelectual, por miedo o porque se sienten culpables. Las voces de los entrevistados, en el documental de Carracedo y Bahar, cumplen varias funciones, porque no solo hablan ante la cámara sino también en el contexto de la querella. Son recuerdo vivo y herramienta legal. Lo que encapsula el tema de la película, que el pasado a veces exige más que memorialización; además exige acción en el presente.
Decimos que una película es predecible cuando nos podemos anticipar a la trama, cuando al guión le falta originalidad y frescura, y es posible adivinar el desenlace desde el principio. Lo cual no tiene por qué ser algo negativo. Puede tratarse de un requisito del género. Por ejemplo, siempre sabemos hacia dónde va una tragedia. Hamlet tiene que morir; Antígona, también. De la misma manera, una historia arquetípica es necesariamente predecible. Luke Skywalker debe convertirse en héroe; Walter White, en villano. Sin embargo, otras veces, una película es predecible sin justificativos, por pereza y falta de ambición. Es lo que sucede con Mi mascota es un león. Nunca sorprende, ni para bien ni para mal. Le falta cualquier indicio de ingenio. Es un ejercicio de profesionalismo audiovisual, y como todo exceso de profesionalismo, no hace nada para corregir los errores heredados de los clichés que reproduce inconscientemente. Seguimos las peripecias de Mia, una joven de diez años. Acostumbrada al bullicio londinense, su familia decide cambiar de paisaje y mudarse a Sudáfrica, donde su padre y madre montan un criadero de leones. A la chica no le gusta nada la mudanza. Tampoco le interesan los leones, ni siquiera el tierno cachorro blanco que le regalan. El resto de la película se podría escribir sola, quizás con la ayuda de algún algoritmo. Obviamente, Mia se amiga con el país y con el pequeño león blanco. También obviamente, ese cachorro empieza a crecer, se transforma en un león corpulento, y la cercanía que Mia mantiene con el animal es cuestionada por padres, amigos y hermanos. Más adelante, hay un giro en la trama que sí puede tomarnos desprevenidos, pero luego todo vuelve a ser un trámite. No ayuda el conservadurismo político de la propuesta. Es otra aventura de europeos blancos en suelo africano, en la que los personajes negros o son secundarios o no tienen diálogo o funcionan como comic relief. Tampoco son destacables las actuaciones o la estética del film. Mélanie Laurent interpreta a la madre de Mia. Y su rol, a lo largo de la película, es expresar distintos niveles de preocupación, según el caso: porque Mia no está contenta en su nuevo país, porque ahora sí está contenta pero depende emocionalmente del león, porque después el león crece y puede lastimarla a Mia, y finalmente porque desaparece el león o Mia o los dos juntos. Langley Kirkwood, el padre, ni siquiera muestra niveles de preocupación: sólo frunce el ceño hasta que, en contadas escenas, se le permite sonreír. No es que son flojas sus actuaciones sino que no pueden lucirse ante un guión tan chato. Daniah De Villiers, como Mia, carga la película sobre sus hombros. Aparece en casi todas las escenas y cumple con las exigencias dramáticas de la trama, aunque tampoco puede sacarle agua a las piedras. Lo mejor del film, sin duda, es la naturalidad con la que todos los actores, y especialmente De Villiers, interactúan con el león. No es un animal digital, sino uno de carne y hueso. Y ver cómo se deja filmar, abrazar y acariciar es al menos llamativo. Por más que haya sido entrenado y adiestrado, no deja de alarmarnos cuando De Villiers se revuelca en el pasto con semejante criatura. Si la película mantiene nuestro interés, es por este motivo. Más allá de eso, estamos ante un pobre ejemplo de lo que se categoriza como película familiar, es decir, algo para que los padres compartan con sus hijos. Pero ¿por qué lo familiar tiene que ser tan simplón? ¿Por qué no ambiguo o complejo? ¿Por qué un público joven necesita todo subrayado y explicitado? Mi mascota es un león está lejos de ser pésima. Es mediocre y fácil de olvidar, lo que quizás sea peor.