Precandidata al Oscar por Italia, La Ciambra, segundo film del ítalo-estadounidense Jonas Carpignano, con Martin Scorsese como productor ejecutivo, retrata marginalidad sin trazo grueso.
La Ciambra es un barrio periférico en Gioia Tauro, en Calabria. Allí viven los Amato, un clan de zíngaros, con abuelo, madre, padre, hermanos, primos, en una amalgama por subsistir como se puede: haciendo changas, desvalijando casas, secuestrando vehículos, colgándose de la luz, robando valijas en los trenes. En esa marginalidad, el relato de Jonas Carpignano elige seguir especialmente la vida de Pio Amato que, con 14 años, fuma, toma y comete algunos delitos en su salida de la infancia y entrada al mundo de los adultos. Cuando su padre y su hermano son detenidos, él se arroga el rol del jefe de familia o, al menos, de tomar las riendas para conseguir el sustento económico del clan.
Narrada entre los imprecisos límites entre documental y ficción, La Ciambra no cae en los lugares comunes en que, a veces, incurren este tipo de relatos, que es ser sólo contemplativo de una dura realidad. Ficciona circunstancias que vivió su director durante la filmación de su película anterior, Mediterranea: el robo de sus equipos de filmación por el que las bandas piden un rescate y lo traslada a su segunda película. Más el agregado de otros hechos con los que pinta esta aldea.
Circula cierto aire al neorrealismo, con la presencia de actores no profesionales. Carpignano se enamoró tanto de los personajes de su ópera prima que repitió a algunos: Ayiva (Koudous Seihon), natural de Burkina Faso, era el protagonista de Mediterranea y Pio (Pio Amato) tenía un pequeño papel. En este caso las jerarquías se invierten, pero se conserva la relación de amistad establecida en el debut del realizador ítalo-estadounidense. La odisea de refugiados e inmigrantes buscando su lugar en el mundo hostil que los expulsa y los margina.
Pio es un personaje que actúa como adulto -cuando los demás lo ven como niño-, toma decisiones fuertes para suplantar a sus parientes en la cárcel. Y aunque se atreve con el alcohol y el tabaco y coquetea con el sexo con cierto miedo a consumarlo, sigue siendo un niño que teme estar en un tren en movimiento y al encierro en los ascensores. Así de ambivalentes son las cosas en esta película, porque de lo que se trata es de no juzgar con un dedo acusador sino de mostrar una realidad desde la óptica de un chico de 14 años, analfabeto, que quizás no se dé cuenta del todo del espesor dramático de su entorno, acaso por no conocer otra situación que la de la urgencia del subsistir.