Radiografía de una época (muy cercana) en un canal de televisión machista, alumbrada por los nuevos paradigmas de la perspectiva de género. Antes de que las denuncias de acoso y violación por parte del productor de Hollywood, Harvey Wainstein, estallaran por el aire y dieran lugar al movimiento #Me too, hubo otro caso de connotaciones similares, pero en el mundo de la televisión. Los abusos de poder y exigencias de favores sexuales en pos de escalar posiciones en el camino a la fama, ligados a las altas esferas del Canal Fox News. Su director, Roger Ailes (John Lithgow), y algunos de sus allegados, acosaron sistemáticamente a algunas de las empleadas de esa cadena. Lo que era un secreto a voces empezó a derrumbarse cuando se destapó el caso de Gretchen Carlson (Nicole Kidman), una presentadora estrella a la que le van debilitando su carrera, para finalmente despedirla. Es ella quien denuncia judicialmente al directivo. La incógnita a develar era si más mujeres se sumarían a ella. Finalmente, se prueba que Carlson era la punta del iceberg contra el que chocó Roger Ailes cuando el magnate de los medios y propietario de la empresa, Rupert Murdoch (Malcom McDowell), junto a sus hijos, Lachlan y James, le soltaron la mano. Megyn Kelly (Charlize Theron) comentarista política de ese canal caracterizado por ser adherente al partido republicano, con su halo de conservadurismo e ideas de derecha, es una de las que recoge el guante. En ese momento se encontraba enfrentada a Donald Trump, por entonces precandidato, por sus comentarios abiertamente misóginos. La tercera mujer importante en la película, es Kyla Pospisil (Margot Robbie), pero el suyo es un rol ficticio que representa a todas aquellas que el mandamás acosó, pero cuyos testimonios no tuvieron la trascendencia de la dinamita que fue encendida por Carlson y que hizo estallar por el aire un comportamiento machista que era, y seguramente sigue siendo, pero asordinado, algo tomado como moneda corriente. De hombres que se creen impunes y más allá del bien y del mal, y de la caída de un emperador que reinaba entre rubias explosivas a las que hacia vestir con escotes y faldas cortas para presentar noticias, se trata El escándalo. Con su aire de documental (en algunos momentos, las protagonistas hablan a cámara involucrando al espectador) y abarcando un abanico de mujeres de distintas edades y posiciones dentro del canal. Con una maraña de abogados, esposas que miran para otro lado y mujeres que se debaten entre decir la verdad o quedarse sin trabajo. El guion es de Charles Randolph, aquel de La gran apuesta (The Big Short, 2015), con la que guarda algunas similitudes estructurales, en el sentido de querer ser didáctica en medio del aparente caos. La dirección corre por cuenta de Jay Roach, que se mueve tanto entre la comedia (Austin Powers, La familia de la novia) como en las biografías (Trumbo), lo que le permite ser elástico para plasmar un retrato de una época, sin la perspectiva del tiempo, porque los temas requieren urgencia. El gran peso de la película es el trío protagónico, especialmente Charlize Theron y Margot Robbie (sus labores tuvieron nominaciones al Oscar). Es de destacar un notable trabajo de maquillaje, ganador del premio de la Academia, sobre todo en los rostros de Theron, Lightgow y McDowell. Las caras de los personajes reales quizás no sean conocidos para el público argentino, pero las caracterizaciones son increíbles.
Recorte parcial sobre la vida de Judy Garland, una de las estrellas más grandes de Hollywood. Renée Zellweger vuelve a instalarse en el firmamento de estrellas para arrasar con todo en la temporada de premios. La meca del cine, en el momento de repartir premios, siente mucho afecto por aquellos intérpretes que encarnan personajes reales. Lo viene haciendo en los últimos tiempos. Y, para ejemplo, allí están Eddie Redmayne como Stephen Hawking, Gary Oldman como Winston Churchill, Rami Malek como Freddie Mercury, Helen Mirren como la reina Isabel II, Marion Cotillard como Edith Piaf y Meryl Streep como Margaret Thatcher, por citar algunos ejemplos. Lo que estos actores desarrollan es una extraña mezcla entre imitación y actuación. El espaldarazo que tiene Judy, que dicho sea de paso es bastante anodina, se debe a la elección de su protagonista, Renée Zellweger, en un regreso al cine luego de años de alejamiento, un poco por decisión propia y otro por vapuleados episodios de su vida personal: como su reaparición pública con un rostro algo cambiado por las cirugías plásticas, lo que la colocó en el ojo de la tormenta. Para colmo de males, la tercera parte de El diario de Bridget Jones no rindió lo esperado en la taquilla y ella recibió otro pase de factura. Lo mismo que le sucedió a Judy Garland, otra víctima de la industria cinematográfica que, en los vaivenes de su turbulenta vida, con varios matrimonios a cuesta, tres hijos, fracasos, ruina económica, vuelta al ruedo por todo lo alto con Nace una estrella y reconversión en show woman, con exitosísimas presentaciones en New York y Londres, termina vencida para acabar sus días, tempranamente, a los 47 años. El de Renée parece un caso en el que Hollywood quiere pedir disculpas a una y a otra. Zellweger seguramente se preparó para este papel hasta el cansancio, logrando transmitir la angustia de una mujer exhausta, cansada de todo, con un deterioro físico que encontraba consuelo en las pastillas, en el alcohol, pero también en un público fanático y a la vez severo, que no le perdonaba la menor renuncia. Y es que la poderosa e icónica imagen de esa niña cantando Somewhere over the rainbow (una de las canciones más tristes jamás compuestas) del fantástico musical El mago de Oz, persiguió a la Garland desde su adolescencia hasta su muerte. El personaje de Dorothy la convirtió en un referente de la comunidad LGBT, que el film refleja en uno de sus más logrados momentos, aquel en el que Garland, luego de un show, va a parar a la casa de una pareja de gays, fans anónimos, que han sufrido persecuciones e inclusive cárcel, por su condición. Prisiones reales y prisiones de oro, como la de Judy Garland en su época de esplendor en el cine, que le dio todo y se lo sacó de un plumazo. Judy no es estrictamente un musical, es un drama sobre la vida de una cantante (una de las mejores de todos los tiempos) que fue una niña estrella, manipulada por un estudio (MGM) que le controló la vida a base de toda clase de pastillas: para que no engorde, para que duerma, para que esté despierta. En la compañía productora abusaron de ella, real y figuradamente. Así fue creciendo ante los ojos del público que la amaba, bajo la mirada atenta y explotadora de su madre, una artista frustrada y, principalmente, de su mentor, Luis B. Mayer. La película, dirigida de manera bastante rutinaria por Rupert Goold, está basada en una obra teatral: Al final del arcoiris, de Peter Quilter. En Buenos Aires tuvo una versión protagonizada por Karina K y Antonio Grimau, dirigidos por Ricky Pashkus, en 2014. La obra se centra en un período particular de Garland, sus actuaciones en Talk of the Town, en Londres, en 1969. En la película, estos hechos se alternan con la época en la que Judy filmaba El mago de Oz y otros momentos en los que compartía el estrellato con Mickey Rooney. En la obra teatral, los personajes eran pocos: ella, su pianista de toda la vida y su último marido, Mickey Deans. Aquí aparecen los hijos que tuvo con Sidney Luft, con quien se debate en una lucha por la custodia de los menores, hay una breve aparición de una muy joven Liza Minnelli, su primera hija, el personaje del pianista-amigo desaparece (en la obra era casi un confidente) y hay una asistente comprensiva, que es un personaje menor. No es una pieza particularmente inspirada, pero su atractivo explota cuando Judy canta en vivo, lo cual es un imán para la actriz que lo interpreta. En el caso de Zellweger, que ya había cantado en Chicago, se suma al reto interpretando ella mismas famosísimas canciones. Recurrir a grabaciones de sus presentaciones en vivo, hubiera sido más acertado, ya que Garland se destacó por ser una intérprete única, con una voz poderosísima.
Reciente, y casi sorpresiva, ganadora del Globo de Oro a Mejor película y seria candidata al Oscar. 1917 aúna destreza técnica de indudable poderío visual con emoción. El segundo batallón del regimiento de Devonshire se prepara, en el norte de Francia, para una contraofensiva alemana. Ante la sospecha que la retirada del enemigo puede ser una emboscada, se les encomienda a dos cabos la misión de entregar en mano un mensaje que puede evitar la muerte de 1600 soldados británicos. Sam Mendes parte de una anécdota mínima contada por su abuelo, Alfred Mendes, para crear un guion, escrito junto a Krysty Wilson-Cairns, en el que se narra, en un aparente plano secuencia (no vale la pena discutir dónde están los cortes o los trucos para empalmar las secuencias, todo el resultado es prodigioso) que tiene distintos niveles, tanto narrativos como estéticos, el seguimiento a los soldados, alejándose de ellos para mostrar el horror circundante, a la vez que adoptando tomas subjetivas para mostrar lo que estos dos están viendo. Hay quienes achacan que lo escrito es pobre, pero: ¿qué es el cine, si no narrar con imágenes? y, en ese sentido, 1917 es innegablemente una proeza. La cámara es quien escribe la gramática de esta película y prescinde de palabras para reforzar caminatas y corridas entre ratas gigantes, cadáveres, trincheras, poblados bombardeados y ataques aéreos. Todo con el fin de lograr una carrera contrarreloj, que la elección formal de filmarlo en continuo refuerza. Hay una sola manera de disfrutar de 1917, y es en el cine. Por lo tanto, la película del director de Belleza americana, podría decirse que es una toma de postura frente a tanta producción que sólo se ve en Netflix. Tanto planeamiento milimétrico, que, es cierto, es una experiencia casi inmersiva en la guerra, mantiene una tensión permanente. Los detractores de este film bélico la atacan diciendo que es como un videojuego. Entonces todos los videojuegos se inspirarían en La Odisea, en tanto desarrolla el camino del héroe para lograr su fin. Ambas premisas son falsas. Tal prodigio de despliegue técnico no sería posible sin la luz y la cámara de Roger Deakins, habitual colaborador de los hermanos Coen y de las últimas películas de Denis Villeneuve, entre ellas Blade Runner 2049, en un derroche de precisión pocas veces visto antes en el cine, aunque se citen los antecedentes de La soga de Alfred Hitchock, El Arca rusa de Alexander Sokurov, Birdman de González Iñarritu o Victoria de Sebastian Schipper. Pero Deakins, 14 veces nominado al Oscar, lleva la realización a limites inimaginables.
Poco eficaz drama basado en un premiado best seller. La historia cuenta la vida de Theodore Decker (Ansel Elgort/ Oakes Fegley) que, a los 13 años, sufre una traumática experiencia. Mientras se encuentra de visita en el Museo Metropolitano de New York, sucede un atentado y muere su madre. Antes de escapar de los escombros, se lleva un cuadro, el del jilguero, y establece contacto con un hombre agonizante, que le entrega un anillo. Luego de este hecho, Theodore va vivir a la casa de una adinerada familia de un compañero de escuela. Hasta que aparezca su padre, un ex alcohólico que vive en las afueras de Las Vegas. Allí, el chico se hace amigo de un compañero de escuela ucraniano, que lo introducirá en el mundo de las drogas. Estas y otras desgracias, que parecen un trampolín emocional, resultan casi tediosas en el largo metraje de esta película, que está basada en un best seller de Donna Tartt, ganadora del Premio Pulitzer. Ni siquiera el ir y venir en el tiempo logra establecer un conflicto interesante en un melodrama que tiene como elemento intrigante al cuadro que da nombre a la película. La pintura El jilguero existe en realidad, es de Corel Fabritius, un pintor holandés que fue discípulo de Rembrandt y que murió en 1654, en una explosión, en la que desapareció casi la totalidad de su obra. En el pequeño cuadro se ve al ave, posado en un anillo y enganchado a una cadena. La película (y quizás el libro) pretende trazar un paralelo entre esta pequeña y frágil criatura y el protagonista, que pasará su vida amarrado a este cuadro, y la culpa y la angustia luego de la explosión en la que murió su progenitora. El jilguero no logra, en ningún momento de sus dos horas y media, brindar algún tipo de emoción o tensión que la convierta en un producto interesante. Sólo la fotografía de Roger Deakins es destacable, pero esto no es un mérito narrativo. Luego de la mucho más interesante Brooklyn, el director John Crowley da un paso atrás en su carrera, pese a contar con un elenco que prometía y que naufraga. A los mencionados Oakes Fegley y Ansel Elgort, se le suman Nicole Kidman, Jeffrey Wright, Luke Wilson, Sarah Paulson, y uno de los chicos del momento, Finn Wolfhard, de Stranger Things e It. El jilguero es una fallida propuesta que jamás levanta vuelo y que cae de pico en el tedio.
Se estrenó la primera película rodada íntegramente con energía solar, La sequía, la ópera prima de Martín Jáuregui. Hay voces que retumban en la cabeza de Fran (Emilia Attias), desordenadas, superpuestas, atormentándola, mientras ella deambula por la aridez del paisaje que se mimetiza con su alma seca. Una estrella de televisión que camina por el desierto vestida de fiesta, con tacos, sin rumbo, sin que sepamos por qué, ni de dónde viene, ni hacia dónde va. Se adivina que ya no confía en la gente, especialmente en los hombres. De a poco, temerosa, deberá aceptar que no todos son iguales, que el género masculino no siempre tiene dobles intenciones cuando le ofrecen ayuda y que lejos del “ruido” en el que habitualmente se movía hay un silencio para escucharse a sí misma. Excepto cuando irrumpe, de la nada, Not (Adriana Salonia), una suerte de community manager y representante de la actriz, más interesada en seguir explotando el éxito de la estrella, que en ayudarla en su padecer. Durante la primera media hora de la película será así, un recorrido errático que inquieta e irrita. Hay momentos en los que la belleza del paisaje de Fiambalá, en Catamarca, compiten con la hermosura de Emilia Attias. Rituales ancestrales, bautismos, sufrimiento extremo, despojarse de todo para permitir el nacimiento de otra Fran ¿una nueva mujer? El film de Martín Jáuregui está plagado de intenciones y metáforas, algunas más obvias que otras, en una propuesta que aun siendo arriesgada, no resulta efectiva.
Las reinas del crimen es la adaptación de un comic de DC con desparejo resultado. Tres esposas de mafiosos encarcelados deciden unirse, tomar el toro por las astas y asumir los riesgos que conlleva en una sociedad machista, empoderarse y convertirse en gangsters con polleras. En una acción que tiene lugar a mediados de los años 70. En el barrio de New York donde mandaba la mafia irlandesa, Hell’s Kitchen. Ante el magro sostén que le proporciona la agrupación a la que pertenecen sus maridos sentenciados, una de ellas ve el negocio de regentear por sí mismas la protección a prostitutas, comerciantes y sindicatos relacionados con la construcción. A las otras dos no les queda más remedio que unirse (cada una tiene un motivo para hacerlo) porque además de la falta de dinero se les suma el sufrir violencia doméstica, infidelidades y la búsqueda de cierta dosis de venganza. El problema Las reinas del crimen es que su verosímil navega en aguas poco convincentes de tono, y no se decide entre ser realista o levemente paródico. Más allá de algún chiste relacionado con cómo hay que ir vestida para entrevistarse con un capomafia italiano, el resto es un intento de discurso feminista poco justificado. No construye clímax dramático que lleve a un in crescendo en las escenas de violencia, todo está más bien relacionado con el giro sorpresivo. Está claro que no estamos ante un remedo de El Padrino, ni tampoco de un film al estilo de Scorsese. Pero en el caso de Las reinas del crimen, tratándose en definitiva de una película de gangsters, se pretende, al menos, cierta tensión que este film no logra construir. Otro de los inconvenientes es que en pos de dotar de fuerza a los personajes femeninos se debilita a los mafiosos masculinos, a punto de convertirlos en idiotas que no están a la altura del negocio que regentean. No basta la conjunción de muy buenas actrices, como ha ocurrido hace unos meses con una película de temática similar (Viudas, de Steve McQueen) para garantizar la calidad. Pero en rigor a la verdad hay que decir que los trabajos de Melissa McCarthy (que este año logró una nominación al Oscar por un papel dramático en Can You Ever Forgive Me?) Tiffany Haddish y la gran Elisabeth Moss, son destacables. Por el lado de los hombres, no sucede lo mismo por tener personajes endebles. A la guionista Andrea Berloff, que aquí debuta como directora, parece pesarle el hecho de que el comic desarrollaba la historia en ocho entregas y aquí se hace difícil mantener la atención, más allá del toque feminista y los giros argumentales que parecen puestos con calzador.
Esa mujer es una tragedia sobre el amor, pero también sobre los cambios culturales del gigante asiático, a lo largo de varias décadas. Qiao está enamorada de Bin, juntos regentean algunos negocios mafiosos en la ciudad de Datong. En un incidente de jianghu (tal es el nombre de grupos al margen de la ley), Quiao se autoinculpa de ser la dueña de un arma ilegal involucrada en ese conflicto y va a parar cinco años a la cárcel. Cuando sale, la vida de ambos será muy diferente. El film está estructurado en tres tiempos (2001, 2006 y 2018) que ubican a los protagonistas, en un principio, como piezas en una película de gánsteres y luego como dos seres involucrados en un profundo melodrama que juega a la lealtad y a la traición. Y que demuestra cómo a veces se puede ejercer el poder y en otro momento pasar a ser nadie. Seguimos la introspección en los viajes y vicisitudes de una mujer que es, a su vez, reflejo de un país con millones y millones de habitantes, en el que se hace difícil ver lo pequeño, cuando todo es a gran escala. Pero el director de The world y Lejos de ella lo consigue haciendo foco en los trabajadores, en sus rostros, en la cara de los mineros, de los mafiosos, de los que van a ser reubicados por la construcción de una represa hidroeléctrica que transformará un paisaje y muchas vidas. Porque transformación y cambio es lo que motoriza su cine, metáfora de las mutaciones culturales de China en los últimos años. Una mujer en un mundo de hombres que Zhangke aprovecha para ostentar guiños a su propia filmografía, con su esposa y actriz fetiche como protagonista. Una mezcla de los personajes que Zhao Thao interpretaba en Unkwon pleassures y Naturaleza muerta, además del imponente paisaje de la represa de Tres Gargantas, los pueblos mineros, las ciudades iluminadas por neón y los trenes interminables. Esa mujer conjuga lo íntimo y lo social bajo la mirada de uno de los directores más interesantes del cine contemporáneo.
El tercer largometraje de Gaspar Scheuer (Desierto negro, Samurai) tiene como protagonista a un niño en pos de una quimera, en un entorno que parece tenerlo todo en contra. En las afueras de algún pueblo de la provincia de Buenos Aires, Delfín, de 11 años, vive con su padre, en condiciones muy precarias. Estudia y trabaja en una panadería. Está secretamente enamorado de una maestra que no es la suya. Se baña en un río con sus amigos, caza ranas, se duerme en clase y, por sobre todas las cosas, le encanta tocar el corno francés, un instrumento que conservan con llave, como una reliquia, en la escuela a la que concurre. La historia transcurre desde un lunes a un domingo, tiempo en el que se modificarán algunas cosas en su vida. Delfín muestra una infancia desamparada, en la que el niño invierte el rol por ser más resolutivo que el adulto. Cumple en ir al colegio, aunque se levante muy temprano para trabajar repartiendo pan, lidia con la burocracia estatal para que le presten un instrumento con el que probará suerte en una orquesta juvenil en un pueblo vecino. Y aunque todo parezca estar en contra, arremeterá con las dificultades en pos de cumplir con su sueño que contrasta con la realidad. Hay en el origen del instrumento que toca el niño, el corno francés, algo ligado con lo primitivo. En efecto, los primeros eran hechos de cuernos de animales y se usaban para llamar a la caza, para ir a la guerra o a asambleas. Por lo tanto, lo que elige este chico para tocar es ligado con un llamado de atención. Además, ese carácter arcaico es mostrado en la manera en que practica cuando no puede acceder al instrumento real: lo hace con una manguera y un embudo. El guion de Scheuer se decanta por un film intimista, con algunos picos de tensión, sin subrayados sobre la marginalidad en la que están envueltos padre e hijo. Tampoco tiene soluciones mágicas a los conflictos, más bien todo lo contrario, lo que se resuelve se ajusta a la coherencia de las dificultades. No es necesario ser dramático para conmover. Y los trabajos actorales de Valentino Catania, como Delfín y Cristian Salguero le imprimen veracidad al relato. Acompañados por Marcelo Subiotto y el encanto de Paula Reca. Fábula de aprendizaje, Delfín es un relato pequeño, sencillo y entrañable.
Se develó el misterio en torno a Toy Story 4 y el resultado es sumamente satisfactorio. Bonnie, la nueva dueña de los juguetes de Andy, empieza el jardín de infantes. En el primer día de adaptación, crea su propio juguete, Forky, hecho de materiales primitivos y descartables. Woody, que se ha colado en su mochila, es testigo del amor de la niña por su creación. Cuando la familia emprende un viaje en casa rodante y Forky se pierde, comenzarán las aventuras de la pandilla de juguetes liderada por el vaquero. Fundamentalmente en dos escenarios: un parque de diversiones y un negocio de antigüedades. Hay un innecesario debate alrededor de cual debería haber sido el final de la saga, cuando los resultados a la vista demuestran que la historia no está agotada, mientras guionistas y realizadores siguen exprimiendo su creatividad para dar un producto que se supera en cada entrega. No sólo la factura está varios escalones más arriba que las anteriores (para muestra, basta ver la perfección de la lluvia en la primera escena), sino que se sigue dotando de varias capas de espesor a la historia. A los tradicionales Juguetes-personajes, creados especialmente para ella, Woody y Buzz, más los secundarios: Jesse, Rex, al Señor y Señora cara de papa, Slinky y Hamm y algunos ya existentes y de fama mundial como Barbie, que han forjado un universo que atraviesa varias generaciones, se le añaden algunos otros. Los nuevos personajes tienen mucho que ofrecer: se les suman Duke Caboom, el motociclista canadiense con la voz de Keanu Reeves, un hallazgo que compite con Buzz Lightyear, en esta entrega un poco relegado. Jordan Peele y Keegan-Michael Key prestan la voz a dos peluches de kermese, Bunny y Ducky, una suerte de cómicos televisivos con eficaces remates y la oficial Giggle McDimples, una muñeca inspirada en las figuras de Polly-Pocket. Y por el lado de los villanos están Gabby Gabby, una muñeca antigua con defectos de fabricación que nunca tuvo dueño, y sus secuaces, unos temibles muñecos de ventrílocuo. En Toy Story 4, algunos personajes dudan de que su destino sea solamente tener un dueño, para sumarle ideales como independencia, libertad y libre albedrío. En ese sentido, Bo Peep, la pastorcita que había desaparecido en la tercera parte de la saga, reaparece, encarnando a un tipo de mujer acorde con los tiempos que corren. Una heroína fuerte, que hace frente a las adversidades -incluido un accidente en un brazo- y elige su propio destino. Lo que quizás haga pensar que Woody, aún con sus valores de amistad y protección hacia los demás juguetes, ha cortado un poco las alas de libertad de sus congéneres. En la lógica de pensamiento de estos seres que sólo cobran vida cuando los humanos no los ven, el motivo de su existencia es que jueguen con ellos, no el ser reemplazados (como en Toy Story 1), ni ser objeto de colección (tal el caso de Toy Story 2) y el drama llega cuando su dueño alcance una edad adulta (en Toy Story 3). En esta entrega bambolean las certezas, como una suerte de duda existencial, que exige una fuerte toma de decisiones, tanto de los personajes, como de los estudios que las realizan, como han hecho otras franquicias, tal el caso de Avengers y Star Wars. Es tiempo de pasar a una fase más adulta. Bonnie crea a Forky, una mezcla de cuchara y tenedor, con ojos irregulares, brazos de alambre con lana y patas de palito de helado, e instantáneamente pasa a ser su juguete preferido. El problema es que el nuevo personaje sólo tiene conciencia de ser basura y su tendencia, casi suicida, le provoca querer estar siempre en un tacho, lo que provoca uno de los más graciosos pasajes de la película. Pero, además, Forky es el equivalente a la caja con la que finalmente termina jugando el bebé en el corto Tin Toy, del año 1988, que fue la fuente de inspiración de Toy Story. Esa idea de que los niños, por más parafernalia de merchandising que tengan, acaban divirtiéndose felices con cualquier cosa. Hay un contraste entre toda la complejidad psicológica de los personajes de la saga, que va desde la autoconciencia y el ego de algunos juguetes estrellas hasta el ignorar el motivo de su vida del “nuevo juguete” hecho de desechos. Es por todo ese arco que Toy Story 4 no tiene que ser necesariamente un final, porque lo lúdico no va a dejar de existir, se trate de juguetes inventados por corporaciones o por la creación de cada niño (como en el caso de Forky) en un mundo cada vez más invadido por las consolas de juegos. Y en ese sentido, Pixar, tiene siempre material para alimentar su inventiva.
Juan José Campanella vuelve al cine con personajes de carne y hueso, luego de Metegol, su paso por la animación. El material que eligió es una remake del primer film argentino estrenado días después del golpe de estado del ’76, Los muchachos de antes no usaban arsénico de José Martínez Suárez. En una mansión alejada de la gran ciudad, que conoció tiempos mejores, conviven Mara Ordaz (Graciela Borges), una vieja actriz de cine, junto a su esposo, el actor Pedro de Córdoba (Luis Brandoni), y sus ex cuñados, Norberto Imbert (Oscar Martínez) y Martín Saravia (Marcos Mundstock), director y guionista de los films que hicieron de ella una estrella. No tarda en aparecer una pareja de jóvenes que, extraviados y sin señal de celular, buscan ayuda. Ellos son Francisco Gourmand (Nicolás Francella) y Bárbara Otamendi (Clara Lago). Como todos ocultan algo y tienen segundas intenciones, el conflicto es inminente. Campanella, ex alumno y admirador de José Martínez Suárez, adapta el guion que el segundo escribiera junto a Augusto Giustozzi y -en esta nueva versión de Los muchachos de antes no usaban arsénico, con la colaboración de Darren Kloomok-, atenúa cierta misoginia que tenía el original, borra las referencias bíblicas, para trocarla en guerra generacional, manteniendo los diálogos mordaces y agrega alusiones al propio cine del realizador de Luna de Avellaneda (allí hay una clara mención al premio de la Academia de Hollywood, cuyo peso como objeto tiene capital importancia en la trama). Así mismo hay alguno que otro guiño a su primera película, El niño que gritó puta, y se repiten algunos elementos que estaban presentes en la original, como la referencia a Sunset Boulevard, con una diva viendo sus propias películas del pasado, en este caso Pobre Mariposa, de Raúl de la Torre. Campanella parece querer contemporizar las diversas etapas del cine argentino. Para iniciados en algunos pasajes, en otros grandilocuente con algunos diálogos altisonantes y algo costumbrista y más llano en otros momentos. Un relato donde no hay personajes buenos, todos quieren doblegar la voluntad del otro, son cínicos, mentirosos, irónicos, disfrazan su actitud de maltratadores con modales encantadores. Y en la profusión de planos inclinados, está claro que ninguno encuentra el horizonte. Así como los hermanos Coen hicieron su remake de El quinteto de la muerte (el más famoso film de los estudios Ealing), Campanella -también admirador de esta factoría y además de Ernst Lubitsch- ofrece una sumatoria de estilos. De los estudios británicos toma el tono de comedia negra; del realizador alemán radicado en Estados Unidos, la afección por la farsa y la apariencia ligera que esconde una segunda lectura.