Hay filmes que evocan otros filmes ya vistos, hay otros que nos resultan en cambio relatos inaugurales. Cuando uno ve una película que parece contener un poco de otras, la memoria busca cuales son sus raíces o sus fuentes cinematográficas. Nunca pasa desapercibido si ese viaje al pasado es porque nos trae reminiscencias de un cine anterior que representó ni más ni menos que un movimiento de vanguardia, un cambio, una revelación para el cine de post guerra en aquel paradigmático año 1945 cuando en Italia, Roberto Rossellini hacía explotar una nueva narrativa: el neorrealismo italiano.
Si comienzo conectando la última película de Jonas Carpignano con el neorrealismo italiano la sensación que provoca la idea es que enaltecemos un relato porque evoca a otros grandes relatos de la historia. Y no es así en este caso.
Pío Amato (así se llama el joven en la realidad y en la ficción) tiene 14 años y está en plena búsqueda identitaria, la de definir ante todo un lugar de validación y poder en su nicho familiar y en su enclave social. Como buen adolescente gitano, fuma, bebe y se preocupa por resolver los temas que deben resolver los que “ya son hombres” mantener a la familia y vivir de lo que viven todos sus allegados: el robo y la ilegalidad.
La historia pone en el centro del cuadro a este grupo social marginal (los gitanos han sido históricamente marginados) focalizando en el ascendente camino del joven Pío. El relato tiene a la vista la estructura de un coming of age, más allá de la panorámica social el eje de la curva dramática es el crecimiento de Pío en todos sus planos. A su alrededor podemos ver la coreografía del resto de los personajes que atraviesan la vida de Pío con sus objetivos y sus conflictos.
La trama no tiene grandes revelaciones sobre este núcleo social, lo que se cuenta y cómo se cuenta no nos deja ni datos, ni sensaciones que no hayamos podido suponer o saber de este mundo y sus reglas.
A Ciambra no es exactamente un nuevo gran filme ni porque su trama sea reveladora, ni porque remita a una estética que fue sin duda revolucionaria. Aquel neorrealismo paradigmático representaba una nueva “ética de la mirada”, como bien diría Cesare Zavattini, donde la narración jugaba a ser un par de la realidad que espejaba.
A Ciambra no cala en lo profundo de la ética a la que refería Zavattini. La conexión neorrealista está en lo formal ante todo, más aún en lo formalista diría yo, más superficie que fondo.
La forma está determinada por el uso de una cámara móvil que se propone testigo en el constante seguimiento del personaje, marcha tras sus vivencias e intenta crear una verdad como si el casi continuo “espiar” diera fé de que esto que vemos es realmente una presentación de la realidad.
La música que envuelve gran parte de las escenas – detalle que no es para nada neorrealista – es excesiva en su cantidad de incidencias en el relato, finalmente esta herramienta desajusta mucho los climas construidos desvirtuando el despojo que sería necesario en este modelo de corte documentalista.
Lo documental queda más en el dato que en el fondo de lo narrativo. Es claramente una película hecha por un narrador que sabe mucho de cine, de su historia y su lenguaje. Pero saber no garantiza que pueda conmovernos o hacernos reflexionar sobre lo que nos rodea y sus obviedades.
Por Victoria Leven
@VictoriaLeven