Un sueño o un poema, ambos recursos aparecen definitorios en una mano que madura cada vez más su vuelo artístico, la del joven y poderoso realizador Martín Farina. Quien, a la vez que escribe la partitura visual ejerce un rol en casi todos los mecanismos narrativos del filme, o sea, que se constituye en un creador que dirige la orquesta y que al mismo tiempo ejecuta cada uno de sus instrumentos. La narración abraza la vida campera que aquí se proyecta hacia los mágicos carnavales de Gualeguaychú, pero no como su anterior filme, Gualeguaychú el país del carnaval, sino ubicándose en la vida paralela que se crea en otro tipo de preparativos previos al festejo, el de la vida rural y sus tareas cotidianas. Es más bien una suerte de ensayo visual, de observación atenta, con una fotografía de simpleza cuidada y una mirada concentrada en el ritual de la carne como símbolo de la comunión del festejo venidero, a la vez que, como objeto material, hueso, sangre, cuchillo y trabajadores del oficio. Primeros planos como retratos, como rostros en su expresión genuina, en su forma pura. Esos que me evocan como en un homenaje a algunos de los rostros del maestro Raúl Perrone y su poderosa narrativa retratista. Medida y pausada en su progresión suave y estética. Sin apuros, el tiempo pasa como discurren los días. Los animales, los hombres, la siesta, la faena. Un discurrir como una seda que se desgaja. El fuego, los cuerpos masculinos de los trabajadores, vestidos y desnudos, la estética del cuerpo masculino observado. Una vidriera, la ciudad como manchas fuera de foco y ahí llega en la calle el palpitar de cómo germina paso a paso la fiesta. Carnaval, intensidad y vida en movimiento, lo vivimos en campo y fuera de campo, plagada de sonidos, plagada de detalles. Difusa y nítida a la vez, donde los cuerpos hablan, el sudor manda y todo se teje como las dos caras de la vida real, blanco y negro o color, los matices con los que el ojo pinta de a pinceladas libres, este relato tan real que parece moldeado dentro de un sueño.
Como en otras anteriores ocasiones, los filmes de los Cohn-Duprat busca anclarse en la sátira, en la narrativa paródica, digamos más directamente en la burla acerca de algo que puede resultarnos más o menos familiar, cercano, reconocible, con posibilidades de identificarnos, o en su opuesto con ninguna chance de identificación posible. Esta nueva burla meta discursiva, pues narra la construcción de un filme dentro de un filme, juega a evocar las famosas producciones fílmicas –conocidas o no– pero que intuimos o sabemos que esta ficción juega a caminar en el borde entre lo posiblemente real y lo totalmente ficcional. Esta película dentro de la película podría ser una historia posible, pero la pregunta que nos podríamos hacer al ver Competencia Oficial es si contada con este procedimiento de gags dispersos y estereotipos vacuos, vale la pena ser contada. El cliché ya parte en la trama cuando el personaje de un empresario deseoso de trascendencia a como dé lugar, busca la manera de llegar a su objetivo megalómano. Podría ser cualquier otra cosa la elegida, pero finalmente rejuntar algunas estrellas – dos actores top sumados a una directora high class – todo eso sumado a una novela ganadora del Nobel para hacer, de esta forma con ese puchero de estrellas, la mejor película de la historia del cine. Es obvio que seremos testigos de una serie de situaciones ridiculizantes enfocadas de manera fragmentaria e inconexa en cada una de las perlas que deberían hacer de este filme, la obra maestra que jamás llegará. Una directora al estilo de yo soy la loca de lo autoral –sí, justo ahora en el momento en que algunas mujeres brillan en la pantalla– un par de actores que antagonizan desde el minuto cero, el actor divo estrella del momento, y el ya maduro actor de trayectoria que ve a su par como un idiota de moda. Así de vacía y vacua es la trama, pero lo que ratifica la puerilidad no es el cuentito, sino más aun la forma de esa trama, la estética de la narrativa puesta en escena con planos impactantes y espacios donde la modernidad y el vacío reinan en cada secuencia. Todo se ve imponente y hueco, y la cámara se ocupa de resaltar esa ausencia de sustancia. Cada plano hasta podría evocarnos a algún director/directora en tanto su encuadre y la composición de los personajes dentro del lugar no-lugar en el que habita el filme. Sería una reminiscencia donde el autor evocado queda igualmente ausente, porque la burla entre otras cosas es a una idea de lo que es la autoralidad. Y por supuesto le sigue el chiste sobre lo que podríamos llamar el prestigio, el talento o la trayectoria que estos son temas que ya se vienen repitiendo en la filmografía de este dueto aun cuando aborden historias totalmente distintas en apariencia. Tener en escena a Penélope Cruz, Antonio Banderas y Oscar Martínez en vez de provocarnos ese disfrute o goce que nos pueden otorgar los grandes actores, nos recuerda una frase magistral, “el lujo es vulgaridad”, cita que algunos atribuyen a Borges, otros a Los redonditos de ricota, o sino quien sabe, a ambos a la vez. Todo intenta ser tan brillante que no sabemos si nos enceguece o realmente es una luz falsa reflejada sobre un plano opaco. Las risas que buscan producir los narradores quedarán a criterio de cada espectador y su percepción subjetiva, ya que esta es una cadena de chistes de irregular solvencia, donde el humor de lo que conocemos como sátira queda pendiendo de un hilo.
Madres paralelas, del poderoso estilista y narrador manchego Pedro Almodóvar, ya cuenta varias semanas disponible en Netfix desde el 18 de febrero. Tal vez tantas semanas pasaron para escribir este breve texto, como las que debí tomarme para escribir con la calma que deviene, un largo tiempo después, de haber vivido una experiencia decepcionante. Puedo afirmar sin titubear que esta película es la obra más anti – almodóvar éticamente hablando. No espero, pues no debiera suceder, que un consagrado realizador de hoy 72 años y más de 40 años de producción artística narre como en los años 80, como en los filmes Matador, Que hecho yo para merecer esto o La ley del deseo, donde rompía a patada limpia con los arquetipos morales, con los cánones de lo que se debe o no se debe y ante todo dando un batacazo a lo políticamente correcto de la época. No sería pertinente para su madurez personal y narrativa exponer hoy esa postura disruptiva, pues su actual universo gira en la intimidad de Dolor y Gloria y si retrocedo un poco hasta en La piel que habito, por no ir unos años más atrás para encontrarme con Hable con ella y otras obras significativas. Pero entre su madurez reflexiva y el armado de un cuentito plagado de correcciones políticas, imposturas acerca de la historia y sus tragedias, y personajes del estilo “somos todos buena gente”, hay un abismo de distancia fatal. Es sin duda el camino menos genuino para hablar sobre la identidad y la recuperación de nuestros orígenes. Para no seguir evadiendo la trama que contiene esta historia, podríamos resumirla en tres capas que se cruzan y superponen a la vez, una la de Penélope Cruz que es madre primeriza a unos 40 y tantos años a la vez que su compañera de cuarto de hospital Milena Smit la joven también primeriza. Mientras se desarrolla la trama del vínculo de cada madre con sus pequeñas hijas, Penélope descubre algo inesperado acerca de la identidad de su niña. Algo que la hará unirse estrechamente a Milena. Enlazado como una víbora el relato del antropólogo Israel Elejalde que va preparando todas gestiones para realizar las excavaciones en el pueblo natal de su amante, Penélope la madre de su hija recién nacida, y allí se focaliza su tarea en busca de esos cuerpos anónimos hijos de la masacre del franquismo. Todo se conjugará en un momento de revelación, en esa imagen fatal de los huesos que aparecen por debajo de la tierra décadas después del exterminio. La imagen final, no revelaré cual, o sea, el plano que cierra el filme es claramente impactante. Pero si existe alguna intención de verdadero compromiso humano y político, queda desdibujada totalmente por el uso del golpe bajo, el lugar común y la búsqueda del aplauso fácil. El de quien imagina esta escena como un acto reivindicatorio. Y desgraciadamente lejos de eso está este filme. Falta que, bajo el título del filme, se cite la frase, basada en hechos reales, para terminar de liquidar cualquier valor narrativo y ético a esta película. No hay de Almodóvar el autor cinematográfico, más que algunas huellas, algunos planos, algunas luces de Alcaine o sonidos musicales de Iglesias que nos conectan con la idea de que es Pedro quien la dirige, allá a lo lejos, como haciéndose pasar por otro, uno llamado Pedro, el bueno. El cuerpo del filme es un gran cartón pintado, sin pasiones profundas, sin contradicciones radicales, y sin esos claroscuros del alma que con sus relatos tantas veces nos ha hecho temblar en la butaca.
Si queremos vivir la sensación de una fiesta, del festejo que el cine puede crear con su propio lenguaje en un mundo de 70mm, Licorice pizza es, sin duda, la fantástica y setentosa bola de espejos que ilumina nuestros ojos con fragmentos hechos de reflejos de múltiples colores, y como es la fiesta mágica del cine nos inunda de infinitos sonidos y texturas musicales. De sus múltiples capas de homenajes al cine que este filme contiene, no me detendré hoy aquí a enunciar el listado, de guiños, citas y reverencias amorosas que Anderson le hace al cine dentro del cine. Prefiero en cambio volver a sumergirme en la cadencia maravillosa de su narrativa, donde el equilibrio que construye esa constante fluidez se basa en el juego del echar a andar un devenir y dejar que oscile entre orden y el caos, sin perder nunca la línea del esencial sentido del relato. Un sentido que suele estar siempre hecho de varias capas de sentido – valga la redundancia – capas de reflexión sociológica, capas de indagación sobre lo vincular, capas construidas sobre lo puro de la espacialidad y la temporalidad, capas evidentes – visibles y audibles – y materiales inmateriales, subtextuales, esas que urden un tejido entre trama y trama del tejido narrativo. Juega son la digresión y ama la ordenada composición, abre hilos de escenas que podrían caer en el estereotipo y crea sobre ellas, lo imprevisible, lo inesperado, lo lúdico de este filme. Si nos remitimos mínimamente a los protagonistas, Alana y Gary, por un lado, Alana es cantante y no actriz por lo que es todo un hallazgo en esta elección, y Gary, es ni más ni menos que el hijo de nuestro tan amado Anderson Philip Seymour Hoffman. Por lo que ya en esta selección de ambos hay una plena intención de salir de todo lugar común. La trama amorosa, se basa en jugar con el impedimento del encuentro del eros, ya que entre Alana – hija de familia ortodoxa judía – y Gary – joven actor y emprendedor sin padre presente – existe una barrera de 10 años de diferencia. Una excusa ideal que podría caer en el cliché pero que Anderson exprime para mostrarnos en este coming of age, como cada uno crece junto al otro, a pesar de esta aparente distancia etaria. Donde lo que construye la idea del amor no es la fatal atracción sexual, ni la idealización romantizada, ni la idea de la media naranja, por el contrario, todo se construye sobre cuatro elementos básicos – que los acerca más a la idea madura del amor que a la de la una novelita adolescente- el compañerismo, la necesidad del uno por el otro, la complicidad y la entrega. Anderson hilvana con hilo de seda este vínculo que oscila entre acercamientos y alejamientos, como en toda comedia romántica, pero no sobre la obviedad del desencuentro forzado, sino sobre estas bases que son más sólidas que cualquier relato de encantamiento. Si algo los une y los separa es que cada uno es un ser en sí mismo, con sus búsquedas y sus temores, sus fantasías y sus luchas. Por lo que el amor es un juego de dos, siempre dos distintos, y el territorio en el que el uno se funde en el otro, dejando de ser quien era o quien será. El amor existe tanto antes del primer beso, tanto antes, que cuando llega no hay corridas que alcancen para atraparlo y soñar que, juguemos con las fantasías de este final abierto, sea para toda la vida.
El filme se abre con un maravilloso plano general de un muelle envuelto por el cielo en la hora mágica. Un joven que vemos a lo lejos, realiza un ritual que no podemos más que adivinar, tal cual la voz femenina en off lo describe es “el ritual de las doce piedras”. Cada piedra es la posibilidad de dudar ante una certeza, y las variantes son dos, o cada piedra cae al agua, o una duda te detiene quedándote con una piedra en la mano. Esta introducción deja sobre la superficie – y sobre fondo del filme – un esquema de juego y los personajes se entregarán a esa dinámica de la pregunta a través de todo su relato. En ese conocido fluir/devenir de las vidas en los caracteres de su cine, conocido por los que ya han de saber del cine de Piñeiro y sus formas narrativas derivativas. Aquellas que se alimentan de las dudas existenciales de alguno de sus individuos/cuerpos que circulan siempre imbuidos en las aguas móviles y llenas de incertidumbre, aquellas que son las aguas inciertas de la vida misma en su universo cinematográfico. Siempre hay algo que está en proceso, una obra, una película, un estado de gestión que se mezcla entre las vidas de unas mujeres y de otras, pero ante todo en el centro está Mariel y al mismo tiempo Isabella, el carácter femenino central de la obra “Medida por medida” de William Shakespeare que ella encarna a través de toda la película. “Yo que predico la palabra, puedo desdecirme”, son algunas de las palabras significativas que afloran de los labios de nuestro personaje componiendo a la Isabella shakespereana. Isabella, la joven novicia enfrentada a una duda radical, entre su vida, los mandatos divinos y la vida lujuriosa de su hermano ha de ser un pecador carnal y deberá ser condenado a muerte. Pero Isabella, la virtuosa, se debate entre su devoción y su lealtad. El conflicto, la duda y el juego de valores morales puestos en jaque, que son el centro dramático en toda la obra teatral, aquí subyacen en un estado de dilema casi permanente. El deseo y la duda conviven construyendo una ambigüedad continua, van y vienen, hacen que el filme se despliegue como las ondas que arman las piedras en el agua.
Si el mundo es una gran esfera tridimensional que contiene millones de personas en movimiento, el cine de Wes Anderson es la versión hiperbólica de una gran casa de muñecas donde viven y circulan miles de juguetes en el atrapante mundo del puro artificio. La crónica francesa podría ser definida, al menos para mis ojos, con cuatro palabras que describen su desmesura, una bella locura abrumadora. Construida dentro del aparato del universo periodístico, creando publicaciones utópicas no menos rimbombantes en sus nombres que la forma del filme, el relato se dispara con un titular que abrirá el abanico de las diversas historias paralelas “Muerte de un editor – Fallece el alma mater de The French Dispacht, la revista confirma su cierre”. Pero este suceso que se presenta como un final, es el inicio del gran homenaje que una serie de artistas crearán como homenaje y despedida del alma mater de esta alocada revista. Y esa será la última publicación, como la simbólica meta del objetivo final del filme. Este relato audiovisual de Anderson es un tren bala a toda velocidad, las escenas mutan de una situación a otra, del color al blanco y negro, de un personaje a otro hilvanadas por una voz en off que dispara textos como una ametralladora. Información, ideas, reflexiones, descripciones, un desafío a la capacidad de atención del espectador. Los personajes están encarnados por un reparto que excede el lujo de los lujos de un casting. No le importa a Anderson si Christoph Waltz solo aparece durante treinta segundos, lo que importa es el juego, las apariciones y desapariciones puestos en el cuerpo y en los rostros de estos actores impactantes. También es una demostración de recursos, de estar en el punto de su carrera donde lo que desea está al alcance de su mano. La puesta en escena con sus encuadres simétricos, su cámara frontal y su escenografía y vestuario en estado de esplendor estético son piezas del mecanismo de este gran juego autoral. Robert Yeoman, el director de fotografía, se luce en su paleta de climas y texturas, en las secuencias a 4 colores o en las escenas monocromas llevando la estilización a un extremo formalista. Otras piezas claves son la música original de Alexandre Desplat que construye un mundo sonoro recorriendo épocas y lugares, creando partituras como pequeñas piezas de joyería. De la mano a la imagen y la musicalidad del relato, la precisión vertiginosa del editor Andrew Weisblum exacerba la locura de este rompecabezas narrativo. Todo es brillante y excesivo, entre teatral y puramente cinematográfico, bello y arrasador para la mirada del espectador, pero, al mismo tiempo ese poder irrefrenable de las formas se fagocita la historia al punto de diluir la capacidad de comprensión integral de la misma. La audacia de Anderson y su narrativa coral y operística impactan inevitablemente, pero se extraña algo de su humor, de sus sutiles juegos vinculares y de las microhistorias que siempre ha tejido dentro de sus mismos relatos, como quien surce una telaraña que une al mundo de sus juguetes disparatados dentro su gigante casa de muñecas.
Frank Herbert creó en el año 1965 una novela de ciencia ficción – que luego completaría en una serie de obras construyendo una saga – Dune, la novela maldita para la historia de las transposiciones de la literatura al cine en este género tan icónico y de la mano de varios grandes directores que tentaron o que abismaron su carrera en el intento, así como Alejandro Jodorowsky que nunca llego a su destino y David Lynch que la considera su peor experiencia lingüística y productiva dentro de una carrera genial e indiscutible. Hoy, el elegido por la industria y el arriesgado en esta empresa ciclópea es Dennis Villeneuve, que ya había pisado el territorio duro del género en La llegada (Arrival, 2016). Pero mas allá de la calidad de su filme anterior Dune es, fue y será un coloso que se impone entre la palabra y la pantalla. En este abordaje la obra se presenta dividida en dos partes, la parte exhibida actualmente es Dune Parte I, por lo que entendemos que habrá una parte II inevitablemente, y quien sabe si una III o una IV y así sucesivamente como en la saga novelística original. La obra de Herbert propone y demanda mucho para la tarea narrativa en el lenguaje audiovisual, misticismo, dramaturgia, cosmogonías precisas, niveles de información gigantes, personajes shakespereanos y un relato bíblico instalado en el espacio más arduo de la imagen, el desierto. El universo del inconsciente puesto en el espacio narrativo. El todo y la nada en un mundo sci- fi. Si hay algo que se propone como una narración del canon clásico es esta versión de Villeneuve, que organiza la trama de la parte I en tres bloques bien definibles. La introducción o Acto I donde nos presenta al mundo, sus personajes y todo el catálogo de información sobre la familia real, los antagonistas, y las batallas pasadas que predicen las venideras. En el segundo Acto del filme la narración se transforma en una secuencia infinita de escenas de acción, conflictos bélicos, situaciones hostiles, muertes varias y sobrevivientes esenciales. Un canon del que llaman los teóricos canónicos , el acto de la lucha. Y dado que el filme tiene una continuación el Acto III presenta el giro del protagonista hacia su destino heróico, y no tengo mucho más que detallar para no caer en el spoiler. Las escenas de lugar a lugar de contexto a contexto pasan por corte a una velocidad donde la introspección, la reflexividad y hasta el problemático carácter rizomático de la novela no logra plasmarse. Sin incomodar a los amantes de Star Wars, esta propuesta de Dune también tiene al mismo tiempo todo ese aire a space opera, a novela familiar, al camino del héroe, pero la génesis de ambos proyectos es tan opuesta, que lo que queda a la luz es que aun Dune no logra revelarnos su alma, como alguna vez la otra lo consiguió para sus amantes. La belleza espectacular de los decorados, con un diseño estético de gusto exquisito, la fotografía, los planos monumentales, y la capacidad expresiva de ese mundo visual hace olvidarnos de hasta los mismos efectos especiales. El diseño de sonido es otra estrategia para atrapar la atención del espectador, ya que está construido en capas de compleja elaboración generando climas de manera constante y creciente. El joven Chamalet cumple de manera eficiente con su función de hijo del líder de la Casa Astreides, un personaje hamletiano, en plena crisis existencial que busca definir su destino y su identidad abrumado por visiones y sueños entre perturbadores y premonitorios. El saldo es más un interrogante que una respuesta definitiva. Si Dune toma este camino, querría saber como hará Villeneuve para seguir su sinuoso derrotero narrativo con la sombra de Herbert tras sus pasos.
Este relato no es un coming of age de jóvenes que van convirtiéndose en mujeres y encontrando la identidad de su líbido. En este filme ya son mujeres que se van adueñando de su propio deseo, que pujan y se abruman en su vertiginosa fuerza sensual, aunque al final el objeto del deseo se convierta en un fantasma, pues al alcanzarlo se diluye y solo persiste del deseo la mirada sobre ese fantasma. El relato nos presenta un filme de época, discurre este mismo en el siglo XVIII, donde una joven Heloise deberá ser retratada para enviarle a su prometido su retrato al óleo, en una suerte de confirmación de pacto matrimonial, que confirme dicho evento a producirse a la brevedad. Varios artistas parecen haber intentado lograr plasmar la imagen de la bella joven infructuosamente. Hasta que en el universo de Heloise aparece Marianne, una joven retratista de gran talento dispuesta a lograr el cometido. Pero el ejercicio de la creación pictórica es en parte una gran excusa para narrar esta historia de amor que germina entre Marianne y Heloise, esta fuerza del deseo que construye a partir de las miradas. Mirar y ser mirado. Ser sujeto y ser objeto, aunque no deba ser ninguna de ellas solamente objeto nunca, porque como diría Lacan el objeto del deseo no existe. Pero el sujeto del deseo si, y es quien pone en acción el acto de ver, de mirar, de contemplar, a la vez que de ser visto, mirado y observado. La infinita doble mirada. Como un circuito continuo de ojos que crean un lazo entre ambas mujeres hasta colapsar en el estallido del deseo puesto en los cuerpos. No hay musa pasiva aquí, las mujeres representan el deseo como acción y quien inspira a quien es un camino de ida y vuelta constante. Mirar y ser mirado. El deseo y su objeto, su doble circulación. Todos nos queremos narrar a nosotros pero siempre somos a la vez narrados por otros, en este caso a través de la mirada, justamente clave del lenguaje pictórico y cinematográfico. Los planos muestran en forma progresiva y lento in crescendo, lo latente de ese fervor del deseo que está en estado de evolutiva ebullición como la tormenta de verano –pieza musical– que estallará de un momento a otro, aun cuando el agua no cambie el curso de los acontecimientos predestinados para ambas, aun así la tormenta vendrá. El amor romántico siempre ha sido en la narrativa un amor sin esperanzas, un amor cercenado, castrado por la moral o las reglas de la sociedad que lo enmarca. No es menor, el plano en el que vemos a una de estas mujeres mirando desde las rocas que dan a la orilla del mar cual un cuadro de Friedrich, el romántico alemán, pintor que ha unido tres conceptos en uno amor – naturaleza y tragedia. La vivencia cronológica del amor, el paso a paso camina por las dos voces, las dos miradas de forma permanente creando complicidad, intimidad, tal vez eso que en un filme masculino llamaríamos fraternidad. No quiero utilizar sororidad, que evoca otras significaciones, sino que prefiero hablar de un filme que propone al amor como acto de auto definición de identidad. Las actuaciones evaden los clichés de la interpretación de época y sus amaneramientos, aunque el filme se pelee con la incesante necesidad de reafirmar valores acerca de y sobre el feminismo en la actualidad de forma sobre marcada e innecesaria rozando lo obvio y lo subrayado, cuando esencialmente estamos en las manos de un filme que es pura exquisitez y no necesita trazos gruesos ni exposiciones explícitas. The storm, el tercer movimiento del Concierto de verano, de las Cuatro estaciones en violín de Antonio Vivaldi, el movimiento rápido –presto– es el leit motiv de varios momentos de este relato, y en especial de dos escenas claves. Una en la que Marianne lo toca en el piano para Heloise, y otra al final en la escena monumental del teatro que cierra esta obra fílmica. No es azaroso que también se cite al Mito de Orfeo semi dios de la música, quien rompiendo la regla de los dioses se da vuelta a mirar a su esposa que regresa del mundo subterráneo y la pierde en los brazos de Hades, el dios de los submundos. Al final la música y antes la pintura. Llegamos en un lento paso a paso al plano final. Un lento travelling in y la cámara decide quedarse allí detenida en Heloise, observándola de perfil mirar fuera de cuadro, mirar el pasado, mientras las notas vuelan vertiginosas, como el pincel que la ha retratado, los sonidos dibujan un rostro que evoca. Todo lo que allí no se ve está sucediendo: el deseo, la pasión, el amor y la pérdida. En unos instantes un plano fijo vive sostenido por Vivaldi y lo emocionante es todo lo que excede a ese plano. Eso no es pronunciable, no debería haber una palabra que defina ese fuera de campo que es todo lo que hay y todo lo que ya no.
Este ultimo épico e impactante filme del director Ridley Scott (Alien, el octavo pasajero) nos lleva a tierras lejanas en Paris en el año 1300 donde dos grandes antagonistas abren el relato para enfrentarse a ese ultimo duelo, que da nombre al filme. Son Jean de Carrouges (Matt Damon) y Jacques Le Gris (Adam Driver) quienes van a enfrentarse a este combate mortal. Tal como en su ópera prima, la magistral Los duelistas (The Duellists, 1977) el drama se jugaba por la lucha entre dos hombres entre la vida y la muerte en un encuentro fatal. A la narrativa de El ultimo duelo como figura de la triangulación central se suma Marguerite de Carrouges (Jodie Comer), esposa de Jean uno de los duelistas. Entre otras aristas el drama y el enfrentamiento en el relato se juega una carta letal, Marguerite acusa a Le Gris de haberla violado. Ella es una pieza fundamental para contar esta trama que pone en juego los mecanismos de funcionamiento del poder, no importa la época ni el lugar. Es el poder en todas sus dimensiones dramáticas. El guion está escrito por Matt Damon y Ben Affleck, que también interpretan personajes del filme, junto a Nicole Holofcener. La elección estructural del relato articulado con muchas idas y venidas, pero en tres claros episodios dominados por distintos puntos de vista es una clave para que esta película de extensión generosa no decaiga narrativamente a lo largo de cada escena. El clima de violencia enlaza toda la trama. La violencia funciona como otro tema del filme, poder y violencia en un universo sostenido por una moral en crisis. Como han elegido contar la historia y jugar con el tema de la verdad “¿Jura usted por su vida que lo que dice es verdad ?”, el nudo crítico de quien es el dueño y como se revela nos evoca aunque lejanamente a la magistral Rashomon (Íd.,1950) de Akira Kurosawa y sus múltiples puntos de vista. Scott maneja muy bien las ambigüedades de las miradas posibles y sus certezas. El despliegue visual que tan bien domina en la batalla y sus formas Ridley Scott va de la mano de la fotografía de Dariusz Wolski que juega en esa paleta de azules y tonos fríos, metálicos creando un ambiente atractivo y verosímil. Si con algo dialoga este filme en la misma carrera de Scott es con su opera prima, y vale la pena ver el camino de una a otra 44 años más tarde.
David Chase es el creador, guionista, autor y hasta director de algunos capítulos de Los Soprano, serie icónica y multipremiada que narra el universo de un núcleo muy singular de la mafia italiana en Estados Unidos, casi totalmente rodada en Nueva York. La serie comienza allá por los años 90, exactamente en el año 1999 y culmina en el 2007. Hoy con 76 años Chase es el generador de este filme que nos augura viajar a aquellos tiempos de Michael Gandolfini. Es una obviedad decir que hubo y aún hay, miles de miles de fans por todo el mundo, de seguidores, y de intelectuales cultores de esta serie genial por lo que la llegada de una precuela era algo, digamos, esperable para todos los que querían volver a respirar el aire Soprano. Esta precuela, Los santos de la mafia, nos promete ver el surgimiento de Tony Di Meo como el futuro gran capo mafia de la serie, desde su niñez hasta su juventud. Por lo que las expectativas del espectador son las de poder ser testigo de como Tony hará ese camino del héroe –con códigos morales invertidos– para dejarnos al final en la puerta que conduce al infierno de aquella narrativa serial que todos evocamos con nostalgia. Pero no es eso lo que ocurre, por el contrario, apenas se insinúan en unas pocas pinceladas los dones o dotes que Tony podrá desarrollar a futuro y el filme se centra más en los personajes que lo influenciarán en su vida, algunos que volveremos a ver, otros que solo serán parte de su historia fundante –como su tio Dick– y una madeja de sucesos que arman una narración con excesiva información, poco crescendo, algunos momentos de impacto por su filosa violencia y hasta algunos pasajes de humor negro. Aunque hay cuestiones narrativas o formales, hasta indirectos homenajes, que nos remiten a los clásicos del cine de gánsteres, el filme nunca llega a explotar climáticamente hablando y genera una cadena causal de sucesos más o menos tensos o intensos pero que no arriban a ningún territorio revelador. El relato se sitúa en Newark (New Jersey) durante los años 60 y 70. El gánster galán empátcio, Dickie Moltisanti, no explicaremos porque al inicio del filme ya hereda el reinado mafioso de su padre Aldo –nuestro amado Ray Liotta–. Dickie es el tío favorito del pequeño Tony, que en su etapa adolescente es encarnado por Michael, el hijo del mismísimo Gandolfini. Más allá del guiño de que este sea su hijo en la vida real, desempeña con eficiencia el papel de Tony joven en el filme. Retomando la trama, todo gira en torno a como Dickie será capaz de llevar en sus hombros el liderazgo que ha heredado de su padre y el enfrentamiento con la rebelión negra que se desarrolla en la ciudad, donde Harold será un personaje clave. Contar los ribetes y vericuetos enredados de la trama no solo seria spoiler, sino que atentaría con la más amable comprensión de la argumentalidad del filme. Lo menos feliz del caso de Los santos de la mafia es que tiene más estética televisiva que cinematográfica. Parece más un capitulo suelto de una nueva serie, con algo del recuerdo de Los soprano, que un filme con solvencia y autonomía propia.