MEJOR SOLO QUE MAL ESPACIADO
El último lugar que quisiéramos visitar es un hospital. No necesitamos volver a pisar uno para rememorar la angustia de nuestros sentidos: la comida sin rastros de sabor, el olor químico de la lavandina y los medicamentos, los pitidos de las máquinas que marcan el pulso entre la vida y la muerte y las luces fluorescentes indiferentes ante el día y la noche. Los protagonistas de A dos metros de ti no padecen la apatía de un hospital público: la comida es abundante en porciones y en valor calórico, el ambiente debe oler menos a la sal irritante de la lavandina que al aroma fresco de la lavanda, y los sonidos y las luces se unen en un lecho armónico de relajación. Algunos pacientes que viven estadías prolongadas dan señales de mejoría gracias a la caricia de un ser querido, ¿pero qué impide el tacto entre Stella y Will?
Como en esos afiches estropeados que se multiplican a lo largo de un hospital, A dos metros de ti reitera en su trama el peligro de los contagios evitables. Stella y Will no se pueden acercar ni para un abrazo breve. Ambos son adolescentes y vírgenes, pero ven pasar el mundo y las oportunidades que él tiene para ellos a través de los ojos de los demás. Desde que Stella nació tuvo fibrosis quística y lo único que espera es el trasplante de pulmón que nunca llega; Will fue diagnosticado ocho meses atrás y su urgencia es conocer salir de ese lugar, no vivir a base de ese llamado lejano que le devolverá la normalidad. El problema es que Will traslada una bacteria inofensiva frente a personas sanas, pero mortal si se arrima lo suficiente a Stella.
A dos metros de ti no certifica el amor con un beso en el tercer acto (o al menos no como lo podemos imaginar). Pero antes de llegar a esto, la película muestra las armas más melosas del cortejo irónicamente interrumpido por las píldoras de colores (mezcladas con postre de chocolate, una novedad que no pasará desapercibida), las operaciones inesperadas y una exhibición sincera de las marcas que recibe el cuerpo atormentado por una enfermedad cruel. Como en ese juego en el que una soga separa a dos personas del centro, los tironeos son frecuentes. Ella mantiene el objetivo lógico de no morir por culpa de un chico; él es un entusiasta del amor una vez que aprende que hay algo más importante que el mundo entero.
En esta relación inasible y esterilizada al extremo, las distancias se cumplen y el amor, de alguna manera, también responde al mandato del género. En una secuencia extraña por su idea tenuemente fálica, ambos se aferran a los extremos de un palo de billar para respetar el ancho recetado, pero también para no regalarle un centímetro de más a la enfermedad que comparten. La elección de Haley Lu Richardson y Cole Sprouse es uno de los grandes aciertos de la película. Richardson monopoliza los planos con la seguridad de una actriz en ascenso: Stella está lastimada por la culpa y la tragedia, pero para el exterior es una influencer valiente y temeraria. Su responsabilidad frente a médicos y familia es barrida por el torrente desconocido del amor; Sprouse es menos sutil y se deja llevar fácilmente por los tópicos del adolescente rebelde, pero consigue que su personaje respire en su hermetismo y – digámoslo de una vez– en su sonrisa irresistible.
Al igual en Bajo la misma estrella (un film del que A dos metros de ti parece calcar situaciones algo vergonzosas y personajes estratégicamente diseñados), esta es una película que sabe comunicar sus intenciones, en especial a un público adolescente. Es una lástima que el director (y también actor) Justin Baldoni no logre dispersar el olor a tragedia inminente; el guion a cargo de Mikki Daughtry y Tobias Iaconis desconoce el suspenso, acaso un elemento vital, entendido no como el género en sí sino como la cualidad impredecible de toda historia.
Lo más atractivo de A dos metros de ti transcurre en los polos y no en el espacio que los separa. Y eso, en un melodrama, no es un problema; es un pecado. Como evidencia ahí está el último acto, en el que los protagonistas se libran de las ataduras burocráticas y médicas del hospital-spa, y demuestran que si no fuesen víctimas de la arbitrariedad del guion su amor sería menos perdurable de lo que nos prometieron. Es evidente que Richardson y Sprouse pueden generar química, pero apenas logran crear vida en conjunto a partir del material que les arrojaron. Es un problema de tacto.