Globalización del terror Por momentos parece Hogwarts. El internado donde van a parar Olga y su hermanito Artyom también tiene pasillos largos, salones y secretos oscuros. Y aunque no posee tantas hectáreas como su competencia británica en el fondo de esta escuela hay un bosque con un cementerio. Estos espacios fueron testeados y pasteurizados desde hace más de un siglo de historia cinematográfica (¡y siglos de placer literario!). Si tan solo el director Aleksandr Domogarov se sintiese honrado por poder filmar los rincones de este género Reflejos siniestros generaría algún tipo de magia. Puede parecer Hogwarts, pero es sólo su apariencia. ¿Es el mejor lugar para dejar a Olga y Artyom, dos huérfanos enojados y afligidos por el dolor reciente? Reflejos siniestros es la secuela de una película que nunca se estrenó acá. Queen of Spades: The Dark Rite comenzaba la saga de un ente maligno que se escondía en los espejos y, por supuesto, acechaba a jóvenes inconscientes. De pronto nos tenemos que topar con esta leyenda rusa que podrá ser lejana en lo geográfico pero que se siente demasiado cercana en sus lugares comunes. La factura técnica es rusa pero el espíritu es claramente occidental. Nadie puede resistirse a los ingredientes obvios que hacen a una película de terror, pero Reflejos siniestros ni siquiera purifica el cliché en desparpajo, el descaro por el homenaje en admiración. En su primer largometraje, Domogarov y la guionista Maria Ogneva se mueven con cautela, como si manipulasen un químico peligroso. El film absorbe este miedo, el miedo al paso siguiente. ¡Es todo tan serio y cobarde! El ente llamado no solo se esconde detrás de los espejos. Ya que está, la Reina de Espadas también concede deseos. Los protagonistas (estereotipos despojados de cualquier encanto) acceden a la tentación y como en “Fausto” (o la menos trascendental Wishmaster) las consecuencias no son las esperadas. Es una lástima que ni el director ni la guionista se interesen por darles algo de peso dramático a sus personajes. Muerta esta densidad al menos quedan los cuerpos. Los mejores momentos de Reflejos siniestros ocurren cuando la fotografía y la presencia de algunos intérpretes llegan a un acuerdo. Los rizos de la actriz Anastasia Talyzina son tirabuzones de vitalidad en medio de tanto espacio decrépito; el pequeño Daniil Izotov puede expresar la tristeza de su personaje con solo mostrar sus ojos. En el caso de necesitar de los servicios de la Reina de Espadas, ¿cómo uno se puede comunicar con ella? Solo con repetir su nombre al espejo, ella aparecerá. Este es el nivel de novedad que Reflejos siniestros tiene para ofrecer. Y antes de que pienses en Candyman, te preguntarás por qué una película rusa tiene una fijación tan arraigada con el folclore hollywoodense. En vez de estudiar los monstruos autóctonos Reflejos siniestros decide abrir la sucursal soviética de El conjuro.
Spider-Man: Lejos de casa funciona como el epílogo –algo abultado– de las consecuencias que dejó Avengers: Endgame. ¿Quién se encarga entonces de limpiar el desorden y, de paso, combatir las amenazas de otras galaxias? El plan de Peter Parker es aprovechar el viaje a Europa del cole, comprar una joya avejentada en un mercaducho de Venecia y dársela a MJ en la cima de la torre Eiffel. Pero a todo esto, ¿cuál es el plan de Spider Man para asumir sus responsabilidades? En principio clavarle el visto a Nick Fury funcionará. La vorágine de los estrenos provoca que te olvides la película que viste y no te quieras perder la que se estrena el jueves. Y si bien la nube de polvo de la batalla con Thanos ya empezaba a desaparecer, la nueva de Spider-Man tiene el objetivo de hacerte recordar que los superhéroes no tienen tiempo para descansar. Como viene la mano parece que tampoco el espectador puede reclamarle a sus ídolos favoritos unas vacaciones merecidas. Si lo llevamos a un extremo –pero que tiene ejemplos más que considerables en los minutos finales de Avengers: Endgame–, el recreo es la muerte. Spider-Man: Lejos de casa podría ser refrescante y necesaria como un vaso de agua o, si nos adecuamos a las circunstancias, a un Aperol Spritz en Venecia. Se dice que un remedio infalible contra la resaca es ingerir alcohol; con el mismo objetivo contradictorio en pos de una armonía general, el director Jon Watts agiganta las escenas de acción a lo mejor para para contrarrestar el efecto de la grandilocuencia de Avengers: Endgame, pero el resultado es un empacho aún mayor. Tras la llegada de Mysterio, el superhéroe paternal y que siempre le pone buena onda a pesar de las tragedias que le tocó vivir (viene de otro planeta Tierra en dónde perdió a su familia), Peter –para desentenderse de las responsabilidades que acaso no podrá cumplir– le regala unos súper anteojos que Tony Stark le había legado únicamente a él. A lo largo de toda la saga de El Hombre Araña dirigida por Sam Raimi el combate entre el deber y el deseo personal friccionaban con más suavidad que en Spider-Man: Lejos de casa. A diferencia del efectivo pero reglamentario Watts, Raimi declaraba la vida con un plano, las motivaciones y el mundo se establecían con la claridad de la visión arácnida (no busquen revelaciones en Lejos de casa similares a la escena del bar tras la llegada de Dr. Octopus en El Hombre Araña 2). El gurú de Marvel Kevin Feige y su equipo de directores pueden diseñar escenas de acción ingeniosas (los juegos virtuales del villano de este film son un punto a favor en comparación con la catástrofe al monumento de turno del tercer acto), pero es difícil que logren expresar un acercamiento humano sin que haya un coro para reforzar lo que debería ser simple y empático por naturaleza. Con el elenco que ostenta es difícil que Spider Man: Lejos de casa genere indiferencia. Cada personaje está delimitado con tanta planificación que el encanto es seductor pero finalmente vacío. Los guionistas Chris McKenna y Erik Sommers producen un gran trabajo de agrimensura. La ilusión es invitación de los actores. Tom Holland te hace creer que es el mejor Hombre Araña y por momentos consigue que pienses que lo es, pero si mirás con atención el patetismo acogedor de Tobey Maguire y la distinción británica e indistinguible de Andrew Gardfield funcionaban mejor en sus respectivos roles. Los one-liners no están hechos para Holland, quien siempre parece llegar tarde a entender el núcleo del chiste. Como el personaje que le toca interpretar, el desamparo también afecta al joven actor: siempre está a la espera de que alguien llegue a escena y le tire un centro adecuado. ¡Europa y el Hombre Araña! ¿Qué puede salir mal? Los mejores momentos están al comienzo, cuando los personajes llegan entusiasmados –entusiasmados como el espectador– a un continente que la aventura se dirige a conquistar. En Venecia, los chicos y los profesores se divierten y ahí está el soplo de relajación que Marvel necesita, pero que arruina con la aparición de un monstruo acuático. Cuando van a Praga hay una secuencia de encuentros y desencuentros en un concierto de ópera que parece guiñarle el ojo a los malabares que el Peter Parker de Maguire hacía con el deber y las obras de teatro de Mary Jane. Con la excepción de la felicidad inicial de los primeros minutos, se podría decir que hay una mayor profundidad turística en Euroviaje censurado que en Spider-Man: Lejos de casa, que encuentra en Agente Cody Banks 2: Destino a Londres a su aliado a la hora de la aventura juvenil. Lo que sigue es un spoiler. Spider-Man: Lejos de casa funciona con más vitalidad cerca de su hogar. La mejor escena de la película –y una de los instantes más logrados de Marvel desde Iron Man en adelante– está a mitad de los créditos finales, que recupera el heroísmo vecinal que nunca se debería haber ido de viaje con Tony Stark. Durante estos años vimos volar a demasiadas personas con trajes estrafalarios, pero cuando MJ se sube a su héroe y recorre Nueva York de edificio en edificio, el film evoca un sentimiento perdido. La revolución interna en ella y la sobriedad de él por compartir su poder con responsabilidad. Las caricias humanas habían quedado sepultadas por las consecuencias de un chasquido de dedos. Los planos de este momento son bellísimos y felices y dialogan directamente con el paseo de Superman y Luisa Lane en las alturas iluminados, aún con más cercanía, por la luz de la luna. Es magia que se vuelca en el manantial entre la primera vez y el presente.
Huele a espíritu adolescente Daniela parece una joven terca y pedante, pero lo que más quiere en el mundo es comunicarse con su padre muerto y decirle que lo extraña. Daniela está llena de fragilidad. Si bien Mary Ellen no tiene esta clase de problemas, acercarse al chico que le gusta puede ser similar a tener una experiencia cara a cara con el más allá. Mary Ellen además tiene que cuidar a Judy, la hija de los Warren. A Judy encima la cargan en el colegio: ¿qué puede ser peor que ir a la escuela y que todos duden de la veracidad del trabajo de tus papás? Annabelle 3: Viene a casa se puede transformar a su antojo en tu episodio favorito de Escalofríos o en un libro de superación sincera para adolescentes. Cuando los Warren se van a alguna parte (alguna parte que el guion y el presupuesto destinado a Vera Farmiga y Patrick Wilson no aclaran), Mary Ellen queda a cargo de Judy y de la casa de la familia. Quien está particularmente interesada en ser invitada (e incluso simular interés en el cumpleaños de la pequeña) es Daniela. No pasará demasiado tiempo para que sepamos porqué. En el sótano de la casa hay toda clase de objetos paranormales que los Warren supieron conseguir a base de exorcismos y otras artimañas. Y si bien parecen trofeos, los artículos de este museo prohibido no son exhibidos para ostentar su fama como luchadores frente al Mal. En esa habitación nadie con intenciones curiosas puede entrar y las cinco trabas en la puerta y los carteles de peligro lo subrayan con ansiedad. Más tarde que temprano, Daniela intentará comunicarse con su padre en ese cuarto. No solo conseguirá recuperar el vínculo perdido por culpa de un accidente fatal en la ruta. La muñeca Annabelle logra escapar de su celda de vidrio y –ya que está– libera el resto de los espíritus que habitan en el resto de los objetos. James Wan se convirtió con las películas de El conjuro (y La noche del demonio) en una especie de profeta del esteticismo. Las ramificaciones de la saga (los dos films previos de Annabelle, La monja y La maldición de la Llorona) estaban dirigidas por Salieris que pretendían imitar todo lo que Wan podía hacer con la cámara. Los resultados eran menos orgánicos que culposamente matemáticos: las set pieces y los travellings virtuosos estaban cumplidos menos en virtud de la narración que para contentar a papá Wan. A diferencia de los otros films de la saga, la ópera prima del director Gary Dauberman puede equilibrar con destreza las enseñanzas aprendidas y divertirse sin tener que rendirle cuentas a nadie. Esta tercera parte realizada por el guionista de las anteriores películas de Annabelle y de La monja parte desde una premisa irresistible: ¿qué pasaría si todo el Mal del mundo se derramase por los rincones de una casa como cualquier otra? Como una maqueta escolar que homenajea en escala menor el tercer acto de La cabaña del terror, Dauberman resignifica los espacios en una atracción de parque de diversiones. Los primeros metros recorridos por un tren fantasma no son particularmente vertiginosos. Annabelle 3: Viene a casa le da al espectador una bienvenida similar: comienza con esa calma que parece pereza pero que solo es confianza en los personajes, en el trasfondo de cada uno de ellos y, en especial, en los sustos que vendrán a continuación. Cuando los espíritus se sueltan, la película se quiebra en tres partes: cada personaje debe luchar contra el espíritu que el azar le ha puesto enfrente. ¿Por qué Annabelle 3: Viene a casa es tan placentera y libre? ¿Será porque no hay adultos responsables alrededor? Soltar monstruos (hay una especie de hombre lobo que recuerda vagamente al licántropo de Museo de cera) y fantasmas (el Barquero ya debería tener su propia película) son acciones propias del universo de las travesuras infantiles. Hubiese sido aleccionador y solemne que los adultos les digan a las jóvenes de este film cómo rehacer sus problemas. Las pérdidas impensadas, los miedos más lógicos de la edad y la verdad sobre nuestros padres son conflictos que Daniela, Mary Ellen y Judy resolverán por su cuenta.
SANGRIENTA LUNA TUCUMANA Un grupo de jóvenes maneja por la ruta. A esta altura, la premisa suena como los chistes que enumeran a tres personas con tres nacionalidades distintas y un problema en común. Sin embargo, hay que concederle al director Ignacio Rogers que en su primer largometraje no hay clavos ni trampas en la ruta; los neumáticos llegan inflados al destino elegido (tal vez habría que revisar el motor en algún rato libre). Cuatro amigos (una pareja consolidada, otra que lo fue) llegan a unas cabañas al costado de las rutas tucumanas (el nombre “El diablo blanco” no los inquieta y ese es su primer error). Pero, ¿qué otros peligros puede ocultar la selva para unos jóvenes (acaso porteños) que no sean una nube de mosquitos y quedarse sin yerba en medio de la nada? Pronto, uno de ellos se encontrará con el diablo blanco del título, un conquistador en busca de venganza o algo así. En realidad, la sinopsis es lo menos importante de este film, de climas irregulares y de escenas que necesitarían una mayor participación de la magia del montaje. Pero Rogers maneja mejor el terror que subyace en la temática que el trámite formal. El diablo blanco toma algo del slasher y algo de una leyenda ancestral –lo conocido y saboreado tantas veces, rituales incluidos– y los pone a deambular por la selva. Tras la insistencia del dueño del complejo para que se dé una vuelta por un lago cercano, Fernando (interpretado por Ezequiel Díaz) se rinde y baja solo (sus amigos prefieren dormir, un hecho recurrente en esta película de motivaciones anestesiadas). En medio del camino se encuentra con un hombre ensangrentado que lo dispara de vuelta hacia la cabaña y a la seguridad extrañamente reconfortante que sentimos bajo las sábanas. Las muertes no tardan en aparecer, pero lo más inquietante es la forma en que todo el pueblo apunta a Fernando como sospechoso de los crímenes. Antes de que las cosas se compliquen, los amigos (el mencionado Díaz junto a Violeta Urtizberea, Julián Tello y Martina Juncadella) al menos logran aprovechar un día al aire libre. Los cuerpos recortados sobre los bloques naranjas de las sierras y la selva dan paso a conversaciones amigables y uno siente que Fernando y su ex se extrañan más de lo que su discurso sobre los beneficios de la soltería da a entender. Cuando los personajes se trasladan a un hotel más genérico, el film transmite el tedio de unas vacaciones interrumpidas por la burocracia pueblerina-pagana. Los cuatro amigos deambulan por pasillos, se tiran en la cama, duermen. Parece una película de jóvenes bucólicos apenas congestionados por el misterio a su alrededor. Cuando la acción finalmente se traslada al bosque profundo y el fuego de los sacrificios y la complicidad de las sombras de la comunidad se eleva por encima de los árboles, uno siente que esta es la película que El diablo blanco debería haber sido en su totalidad: siniestra, mala onda y pesimista en su mirada sobre las tradiciones contagiadas a través de las generaciones.
Los sueños, sueños son Apenas unas horas después de cumplir 20 años, Sveta ve cómo su hermano, Anton, se arroja desde la ventana de su departamento. ¿Qué misterios hay detrás de esta decisión? En Pesadilla al amanecer, la protagonista buscará respuestas en los sueños, un tema que obsesionaba a su hermano y también a su madre, quien murió al nacer ella. Pesadilla al amanecer es irregular como el sueño ligero. La película comienza mal, perezosa: las escenas son rígidas en su ritmo e inapetentes en su contenido. Tras la muerte de Anton el interés florece luego de una escena extraordinaria, contada con rigor y con el objetivo de tensionar los músculos desde el sonido y el montaje. Es una porción de cine en medio de un film hecho por personas que nunca tuvieron un sueño asombroso en el cual inspirarse. Con el fin de entender qué pasaba con su hermano, Sveta se somete a un tratamiento de sueño lúcido junto con otros tres pacientes en un hospital. El lugar merece un párrafo aparte. Antes de esto volvamos a la trama. Entonces, Sveta acepta una práctica compartida; es decir, todos viven el mismo sueño supervisado por el doctor Laberin (sí, este es el nivel de sutileza que maneja el realizador Pavel Sidorov). Sveta, Kirill, Lily y Vitaliy despiertan y no hay nadie a la vista: ¿se fueron todos a casa o siguen inmersos en el experimento? Ah, ¿y qué pasa con estos Kirill, Lily y Vitaliy? Como si los conociésemos de toda la vida, el director los presenta con una ligereza inexplicable. No hay empatía con estos personajes, pero eso no es lo más molesto. Cuando la trama principal comienza a deshilacharse (ya poco importa el planteo inicial, perdido en sus pretensiones), Sidorov y el guionista especializado en el género Evgeny Kolyadintsev exploran las subtramas de los demás soñadores. El problema es que ninguno de ellos es demasiado interesante y su contribución al film –al menos en dos casos puntuales– es fantasmal. Volvamos a Sveta. La culpa es uno de los peores sentimientos, en especial en un personaje que se cuestiona el hecho de existir porque si ella no hubiese nacido su madre aún viviría; pero Sidorov hace un esfuerzo muy pobre para generar al menos una recepción natural en el espectador. Todo transcurre con la somnolencia que invita al chiste fácil. Y si de sueños hablamos, ¿hay algo más irritante que ver una película desperdiciar las alternativas extravagantes que permite el campo de lo onírico? Pesadilla al amanecer nos refriega los pasillos de siempre, las puertas que salvan a los personajes en el momento justo, las computadoras que devuelven pistas fáciles, las alcantarillas ordinarias como métodos de escape y un monstruo que se asustaría con solo visitar por algo más de una hora el mundo que habitamos. ¡Pero al menos queda ese hospital! El lugar es inmenso e estrafalario en el exterior: la arquitectura es decididamente moderna; sin embargo, por dentro la decoración es prolija pero obsoleta, como la fotografía inalterable de la resaca comunista. Los personajes atraviesan un vestíbulo iluminado sin fuerzas, con sillones que con cansancio soportan el paso del tiempo y las políticas. Las paredes de madera ensombrecen el lugar y un televisor de tubo anuncia imágenes que pretenden ser relajadas pero solo consiguen inquietar. Es una pena que Sidorov crea que las pesadillas están asociadas únicamente a los clichés cuando los componentes más asépticos de la realidad demuestran ser más aterradores.
La política que quería vivir ¿Qué tienen en común la próxima esperanza de la política estadounidense y un periodista que toma tequila de una bolsa Ziploc? Apenas dos cosas: se conocen de la adolescencia (en ese momento él la besó con valentía pero no pudo ocultar su erección) y ambos son seres humanos con modales vikingos como cualquier otro. Charlotte Field, la secretaria de estado de los EE.UU., puede negociar el rescate de un soldado en territorio enemigo, pero ¡qué mal come pollo con las manos! Tanto es así que cuando hay brochettes en un evento el protocolo aviar se activa: los asistentes forman un muro humano para que ella pueda devorar el manjar toda enchastrada y feliz. Ni en tus sueños sabe que la política es un ambiente frío, en donde el amor es tan estratégico como una campaña electoral; el romance lucrativo entre la Secretaria de Estado americana y el Primer Ministro canadiense se especula con la misma seriedad con que se declaran las guerras entre dos naciones. En este mundo, en el que todos usan ropa aburrida y colores apagados, Seth Rogen interpreta a un tipo que sabe llamar la atención: barba desaliñada, gorrita infantil, campera extravagante y pantalones de trekking sacados de Timberland. Al principio, Charlotte (Charlize Theron) lanza miradas de reconocimiento. ¿Ese es Fred Flarsky? El director Jonathan Levine filma el reencuentro (ella era su niñera, apenas más grande que él) con esa mezcla de incomodidad y calidez propia de dos personas que saben que existe una deuda en común. Ella lo llama por medio de sus guardaespaldas y la naturalidad se enciende de una forma tan inmediata, tan gratificante de ver en pantalla que uno podría admirar para siempre la química que estos dos actores le inyectan a sus personajes. La idea de Charlotte es realizar una gira mundial junto a sus asistentes (personajes secundarios exquisitos a cargo de June Diane Raphael y Ravi Patel) y presentar un acuerdo ambiental que servirá como plataforma para el anuncio de su candidatura presidencial. Charlotte apura a Fred tras ofrecerle ser escritor de sus discursos: “¿Tenés algo más importante que hacer?”. El momento invierte los roles clásicos de poder, con ella abalanzándose sobre él, tal como lo enseñaron Howard Hawks y Preston Sturges. “¿Salvar el mundo con vos? No, sí, está bien”, titubea él, apichonado. El resto es, directamente, una delicia propia de las mejores comedias románticas. En Ni en tus sueños, hay reverencia por lo aprendido. Los diálogos -a cargo de los guionistas Dan Sterling y Liz Hannah- homenajean la velocidad de los films de Hawks, la crítica hacia la realidad es subterránea como en Lubitsch y el director Jonathan Levine nos devuelve el encanto perdido de films como Presidente por un día y Mi querido presidente. Con el motivo de preparar discursos más seductores, Fred se acerca a Charlotte para conocerla bien y, de paso, recuperar algo de tiempo perdido. En uno de los puntos de la gira llegan a Buenos Aires. Ahí también está el Primer Ministro de Canadá, con su sonrisa horrible y su actitud a lo Justin Trudeau. Él insiste en bailar una pieza con ella. Por supuesto sonará tango y por supuesto será “Por una cabeza”. Todos aplauden. Demasiado estereotipado, ¿no? Ahora lee esto. Unos minutos después, ambos se encuentran en una sala deshabitada. Las sillas están apiladas y en la mesa hay copas que esa noche no se usarán. Una luz tenue atraviesa las cortinas rojas y se mezcla con el vestido también rojo de ella. Fred está impecable: peinado, bien afeitado, con un traje acorde a la ocasión. Él no tendrá el poder de un político liberal, pero sabe cuándo generar un momento único. Agarra su teléfono, reproduce “It must have been love”, de Roxette y comienza a bailar. Ella lo sigue, al principio cerca y luego separada con los brazos casi en 90 grados, como si fuesen antenas que reciben las ondas musicales. Ni en tus sueños no necesita renegar por la realidad estadounidense. Si bien el presidente personificado por Bob Odenkirk responde a la incapacidad de ya-sabemos-quién, Levine no permite que la crítica se anteponga a los personajes. El Mal está ahí (mandatarios inútiles, dueños de la prensa más venenosa) y los protagonistas lo deben enfrentar. Que en la política todo es posible ya lo sabemos. A veces olvidamos que también el amor es el terreno de lo imprevisible y películas como Ni en tus sueños aparecen milagrosamente para recordárnoslo.
Maldita Navidad Los Burns se preparan para una Navidad feliz. Los pequeños Lacey y Liam ya tienen los trajes para el acto en la iglesia y Ivy canta y se ve como un ángel en el escenario; Holly, su mamá, los mira con orgullo. ¿Qué puede salir mal? Cuando los cuatro vuelven a casa, Holly detiene el auto repentinamente. Al igual que una figura fantasmagórica, frente a ellos está Ben, el hijo mayor en un regreso fugaz del instituto donde se recupera de su adicción a las drogas. La escena parece sacada de una película de terror. “No salgas”, le dice Ivy a su mamá, pero ella cede al amor y se arroja en un abrazo que podría ser una postal de Navidad si la vida fuese menos complicada. En Regresa a mí, la visita claramente inesperada trae tensiones. Mientras el joven cuenta algo sobre cómo viajó del instituto a Westchester en un auto donde los acompañantes se tiraban pedos o algo así, la risa de Holly (Julia Roberts) es ficción pura: la mente está puesta en las pastillas que hay que tirar del botiquín del baño y en cómo va a tomar esto Neal, el padrastro de Ben. El director y también guionista Peter Hedges (padre de Lucas Hedges, el protagonista) sabe cómo manejar la incomodidad de esta reunión. Los diálogos se escuchan contracturados, el bochinche que hacen Lacey y Liam no ayuda y Ivy parece leer las inseguridades de su madre y confirmarlas en voz alta. Luego de una muestra de orina (que da negativo; al fin una buena noticia) y la condición de que Ben estará bajo la mirada atenta de su madre durante sus 24 horas de visita, ambos salen a la calle. Sin embargo, respirar aire fresco no garantiza ningún tipo de tranquilidad. Allá afuera, en las calles heridas por el viento frío que trae la Navidad y los shoppings que sirven como refugio, las consecuencias de la adicción de Ben están agazapadas, listas para torturarlo. Algunos encuentros con personas de motivaciones dudosas anticipan un clima peligroso. Holly también enfrentará fantasmas del pasado. En una secuencia rarísima, se cruza con el médico (jubilado y senil) que le dio calmantes a Ben a los 14 años tras un accidente de ski. “Le aumentó las dosis y le arruinó la vida”, le comenta con bronca liberada. Y remata con un “ojalá sufra una muerte espantosa”. En ciertas familias, las adicciones se tratan de ocultar bajo la excusa de la desintoxicación; no importan las razones ni las consecuencias de los actos, lo que importa es mantener el problema lo más lejos posible y que este vuelva solucionado. Regresa a mí no es una sucursal de Beautiful boy: siempre serás mi hijo a pesar de coincidir en el flagelo que la droga produce en los jóvenes blancos, lindos y ricos. Paulatinamente succionada por el thriller, la película puede ser una sorpresa para un espectador desprevenido. Luego de que el perro de la familia es secuestrado por los enemigos que Ben dejó en la ciudad (menos villanos reales que caricaturas), madre e hijo emprenderán una búsqueda nocturna por los rincones desconocidos por parte de ella, familiares por parte de él. Regresa a mí (hay que concederle esto) puede ser impredecible: en un momento, los protagonistas hablan sobre la culpa, la hipocresía social y el rol de padres e hijos y en otro, son parte de una persecución silenciosa a la madrugada. A medidas que el film se introduce en el terreno del thriller el asombro es mayor, pero el peligro por caer en el ridículo también. Holly tiene muchas preguntas para hacer y tal vez esa noche sea su oportunidad para saber aquello que no se atrevió a enfrentar en el pasado. Regresa a mí es mejor cuando se centra en estas deudas internas que en el peligro del mundo exterior.
EL RUIDO Y LA FURIA No hace falta esperar a diciembre. La maldición de La Llorona es la película más ruidosa del año. Unidimensional en su capacidad por aterrar al espectador, el film solo tiene un arma y la usa indiscriminadamente: cuando el ente malvado (una mujer mexicana del siglo XVII que ahogó a sus propios hijos y aún continúa con la tradición innoble de perseguir niños) se acerca a cámara y grita, el volumen estalla en la sala. Imaginen al realizador Michael Chaves, en la oscuridad interrumpida por los monitores de la posproducción, ordenándole al montajista que aplique el ruido con la mayor furia posible. Una actitud tiránica, ¿no te parece? El alarido monstruoso es menos traumático para los protagonistas que para el público: rogamos una tregua antes del próximo ataque. La maldición de La Llorona es además una experiencia irritante. Chaves ni siquiera parece confiar en la leyenda que toca contar. A diferencia de un buen cuento de fantasmas, en el que el clima es más importante que el susto, en el que la cámara no necesita encontrar al monstruo escondido en la oscuridad para generar miedo (¿se acuerdan del comienzo de La niebla, de John Carpenter?), el realizador no cree en la figura espectral de turno. En vez de esconderla hasta el tercer acto, Chaves se pone ansioso y muestra a su espectro a los 15 minutos. El misterio queda desempolvado: ¿era esto? La Llorona es una versión aguada del espectro de La monja: una cara pálida, unos ojos amarillentos y dientes perfectos pero grises. El relato es, a su vez, mecánico y previsible: tras una escena explicativa vienen las secuencias de terror. Y ni siquiera Chaves consigue generar algo más o menos ingenioso. Pretende ser como su maestro James Wan (quien ha puesto la vara bien alta sin considerar los Salieris decadentes que copiarían su estilo) pero es apenas un mal alumno. En esta descomposición visual de la imagen, el juego es prohibido. La maldición de La Llorona es una película extremadamente severa que, como un padre castigador, impide la diversión. No hay elementos en la puesta en escena que se usen con un tono lúdico (así es también el humor, aburrido e inapetente) y cuando Chaves pretende ser poético es para peor. En una secuencia, por ejemplo, la protagonista (trabajadora social con dos hijos perseguida por La Llorona) habla con un cura en la iglesia. La cámara muestra –dos veces– la forma en que la luz del día atraviesa una puerta y forma una cruz invertida. En este film, no hay interés por los personajes (tan espectros como el villano a derrotar) ni por el misticismo alrededor de las leyendas ancestrales. La maldición de La Llorona ni siquiera nos obliga a rememorar esa época en la que las películas se interesaban por construir una atmósfera, nos obliga a recordar que en un momento los directores al menos se interesaban en cuidar a su audiencia.
ENTRE BESOS Y TIROS ¿Qué hace la joven Tessa Young acostada pero despierta en la cama mientras su amiga de cuarto juguetea a pocos metros con una novia pasajera? A lo mejor no todo pasa por el sexo, pero ella sabe que no estaría de más probar. Noah, su novio a kilómetros de distancia, la quiere ver feliz, virgen y lejos de los condimentos esenciales de la vida (cuando Tessa lo llama desde una fiesta pone el grito en el cielo o, traducido en bites de información, pone el énfasis para que las palabras por WhatsApp se sientan heridas). Es que Noah es menos una pareja que el cuidador de una especie en peligro de extinción. Tal vez sea culpa de los ojos color celeste frágil que, al entrar en el campus de la universidad, lucen asustados y vulnerables (hay otros alrededores menos académicos como reuniones intensas en fraternidades donde abundan el alcohol y la ansiedad maligna de enemigas inmediatas). Carol, su madre, también parece vigilar todo desde las sombras (al fin y al cabo es ella quien paga la educación de la hija) y la presencia puede llegar a ser amenazante. Pero no todo es control en After: Aquí comienza todo (basada en la primera de cinco novelas escritas por Anna Todd). La revolución (sexual solo por momentos) tiene nombre y apellido: Hardin Scott. Rebelde, perturbado, ¿y lector de Austen y Brontë? En uno de sus primeros cruces, dos posturas se enfrentan: ¿existe el amor o solo el deseo que se enciende y se apaga de acuerdo a las intenciones salvajes del momento? Las chispas entre Tessa y Hardin quedan suspendidas luego del combate inusual en la primera clase de literatura. Sin embargo, ella (la australiana Josephine Langford, hermana de Katherine, la protagonista de 13 Reasons Why) no cree en el poder de las letras, por eso estudia Economía y su visión del amor es tan chata y aburrida como la aplicación de Bolsa en iPhone; él (Hero Fiennes-Tiffin, sobrino de Ralph y Joseph Fiennes) es un inglés incómodo en el nuevo continente: las luces ordinarias de neón de los barsuchos besan la frialdad del rostro e dejan ver la escarcha que recubre la piel. No tardará demasiado para que ambos entiendan que sus diferencias en la literatura inglesa es apenas un problema que se resuelve con un té de por medio. Luego de un viaje espontáneo a un lago escondido, el cortejo dará lugar al contacto. Lamentablemente After: Aquí comienza todo apenas logra mover el amperímetro de la seducción. “¿Por qué te detuviste?” le pregunta ella –recién salida del lago y de espaldas y desprotegida–; él le responde que ya tendrá tiempo para acariciarla con pasión. ¡Y vaya que hablaba en serio! El film, que promete una dosis alta de sexo (y peligro, porque siempre hay un elemento conservador en estas historias sobre ser libre y feliz), es flácido en el interés que nos produce. Hardin se acerca a Tessa con caricias y besos mientras los pantalones de ambos están a punto de estallar, y así, y así. La secuencia en la que After: Aquí comienza todo retrata “El Momento” es incómoda, un poco torpe, pero bastante efectiva (de pronto un envoltorio de preservativos negro y dorado aparece en la pantalla y las manos masculinas lo abren con una velocidad que evidencia la experiencia de él, la seguridad de ella y la expectativa de esos segundos), es una reproducción sincera de un instante trascendental. Pero esto pasa muy tarde. Al final, ¿de qué se trata esta película? Genérica en su estructura y aburrida en su temática, After: Aquí comienza todo hace malabares con plumas. Si tan solo las adaptaciones de las novelas que apuntan a jóvenes adultos se concentrasen en retratar las gotas de realidad en vez del río de lágrimas, estos films serían más sinceros y accesibles. Hay momentos momentos bellísimos para descubrir. En una secuencia, la madre de Tessa la descubre en la cama junto a Hardin (él sin una de las tantas remeras de Ramones que ostenta, como un recordatorio estúpido de su rebeldía). Todo un problema. Minutos más tarde, la cámara los muestra entrar al monoambiente lujoso que comparten en un plano general de ellos besándose. Nada novedoso hasta que la mano de ella –como una extensión de la consciencia que le recuerda el trago amargo del encuentro con la madre y que la directora no necesita detallar visualmente– tantea la traba de la puerta y cierra la oportunidad de visitas odiosas. “No puedo creer que sos mía”, le dice Hardin. “No me vengas con eso otra vez”, lo cachetea ella. “Nada va a cambiar lo que siento por vos”, responde él. ¿Meloso? Ahora imaginen esta escena en un acuario, con tiburones ballena, rayas imponentes y otras criaturas marinas, testigos branquiales de la patita de ella levantándose luego de un beso. After: Aquí empieza todo no es una buena película, pero a veces puede hipnotizarnos con lo imposible; a veces también el amor, aunque la prueba carnal tarde en llegar, es así.
MEJOR SOLO QUE MAL ESPACIADO El último lugar que quisiéramos visitar es un hospital. No necesitamos volver a pisar uno para rememorar la angustia de nuestros sentidos: la comida sin rastros de sabor, el olor químico de la lavandina y los medicamentos, los pitidos de las máquinas que marcan el pulso entre la vida y la muerte y las luces fluorescentes indiferentes ante el día y la noche. Los protagonistas de A dos metros de ti no padecen la apatía de un hospital público: la comida es abundante en porciones y en valor calórico, el ambiente debe oler menos a la sal irritante de la lavandina que al aroma fresco de la lavanda, y los sonidos y las luces se unen en un lecho armónico de relajación. Algunos pacientes que viven estadías prolongadas dan señales de mejoría gracias a la caricia de un ser querido, ¿pero qué impide el tacto entre Stella y Will? Como en esos afiches estropeados que se multiplican a lo largo de un hospital, A dos metros de ti reitera en su trama el peligro de los contagios evitables. Stella y Will no se pueden acercar ni para un abrazo breve. Ambos son adolescentes y vírgenes, pero ven pasar el mundo y las oportunidades que él tiene para ellos a través de los ojos de los demás. Desde que Stella nació tuvo fibrosis quística y lo único que espera es el trasplante de pulmón que nunca llega; Will fue diagnosticado ocho meses atrás y su urgencia es conocer salir de ese lugar, no vivir a base de ese llamado lejano que le devolverá la normalidad. El problema es que Will traslada una bacteria inofensiva frente a personas sanas, pero mortal si se arrima lo suficiente a Stella. A dos metros de ti no certifica el amor con un beso en el tercer acto (o al menos no como lo podemos imaginar). Pero antes de llegar a esto, la película muestra las armas más melosas del cortejo irónicamente interrumpido por las píldoras de colores (mezcladas con postre de chocolate, una novedad que no pasará desapercibida), las operaciones inesperadas y una exhibición sincera de las marcas que recibe el cuerpo atormentado por una enfermedad cruel. Como en ese juego en el que una soga separa a dos personas del centro, los tironeos son frecuentes. Ella mantiene el objetivo lógico de no morir por culpa de un chico; él es un entusiasta del amor una vez que aprende que hay algo más importante que el mundo entero. En esta relación inasible y esterilizada al extremo, las distancias se cumplen y el amor, de alguna manera, también responde al mandato del género. En una secuencia extraña por su idea tenuemente fálica, ambos se aferran a los extremos de un palo de billar para respetar el ancho recetado, pero también para no regalarle un centímetro de más a la enfermedad que comparten. La elección de Haley Lu Richardson y Cole Sprouse es uno de los grandes aciertos de la película. Richardson monopoliza los planos con la seguridad de una actriz en ascenso: Stella está lastimada por la culpa y la tragedia, pero para el exterior es una influencer valiente y temeraria. Su responsabilidad frente a médicos y familia es barrida por el torrente desconocido del amor; Sprouse es menos sutil y se deja llevar fácilmente por los tópicos del adolescente rebelde, pero consigue que su personaje respire en su hermetismo y – digámoslo de una vez– en su sonrisa irresistible. Al igual en Bajo la misma estrella (un film del que A dos metros de ti parece calcar situaciones algo vergonzosas y personajes estratégicamente diseñados), esta es una película que sabe comunicar sus intenciones, en especial a un público adolescente. Es una lástima que el director (y también actor) Justin Baldoni no logre dispersar el olor a tragedia inminente; el guion a cargo de Mikki Daughtry y Tobias Iaconis desconoce el suspenso, acaso un elemento vital, entendido no como el género en sí sino como la cualidad impredecible de toda historia. Lo más atractivo de A dos metros de ti transcurre en los polos y no en el espacio que los separa. Y eso, en un melodrama, no es un problema; es un pecado. Como evidencia ahí está el último acto, en el que los protagonistas se libran de las ataduras burocráticas y médicas del hospital-spa, y demuestran que si no fuesen víctimas de la arbitrariedad del guion su amor sería menos perdurable de lo que nos prometieron. Es evidente que Richardson y Sprouse pueden generar química, pero apenas logran crear vida en conjunto a partir del material que les arrojaron. Es un problema de tacto.