La historia de A la deriva ocurrió de verdad. En 1983, una joven de 24 años llamada Tami Oldham (Shailene Woodley) viaja sin rumbo por el mundo y llega a Tahití, donde conoce a Richard Sharp (Sam Claflin), un inglés de 33 años con la misma pasión que ella por la navegación. Se enamoran y tras unos días de romance se embarcan en una aventura por el Pacífico con el objetivo de llevar el yate en el que navegan a San Diego, California.
Basada en la experiencia vivida por la verdadera Tami Oldham, que junto a su amado tuvo que enfrentar al huracán Raymond y sobrevivir durante 41 días en medio de la nada, la película del islandés Baltasar Kormákur (Everest) comete el error habitual de este tipo de producciones: quiere ser un drama verídico y conmover con recursos ridículos.
Dueña de un berretismo sin timón, A la deriva está hecha para empalagar a un público que cree en la cursilería como el único lenguaje para expresar el amor. Por ejemplo, él le dice que quiere vivir para siempre con ella e improvisa un anillo de compromiso; ella dice que prefiere haber vivido toda esa desgracia climática a no haberlo conocido, porque la experiencia con él quedará en su recuerdo.
Escenas así no funcionan ni como comedia involuntaria. Lo que tendría que haber sido autoconciencia irónica para atenuar el pretendido dramatismo realista es todo lo contrario: los lugares comunes están puestos con irrisoria seriedad en un filme que aspira a ser un drama lacrimógeno y solo logra que la historia sea insoportablemente artificial.
¿A quién le interesa el destino de una hippie pudiente que sale de mochilera a cumplir el sueño burgués de la huida de casa? Y él, todo musculoso, con la barba y la guitarrita al hombro, el aventurero que quiere navegar toda su vida con la chica independiente que fuma porro, con quien baila una pieza romántica en un restaurante de lujo y tiene sexo en lugares paradisíacos.
Ni hablar de toda esa alegoría deplorable del amor, de las parejas que atraviesan un momento difícil y siguen luchando, porque el amor del otro nos tiene que hacer fuertes para sobrevivir.
A la deriva es a las películas de náufragos lo que los stickers de los chocolates Dos Corazones son a la poesía. Su filosofía es la de los libros de autoayuda para adolescentes que tanta plata le dieron a la actriz protagónica, y los diálogos son un atentado contra la inteligencia.