Con mi balsa yo me iré a naufragar
Aunque los intereses que ha demostrado el director islandés Baltasar Kormákur a lo largo de su carrera son muy variados, una de las constantes que es posible encontrar en ella es su obsesión por las aventuras basadas en hechos reales que terminan en tragedia. A la deriva, su último trabajo, es un exponente de esa tendencia. De esta manera se suma a otros como Everest (2015), que narra la malograda experiencia de un guía de alpinistas que muere junto con algunos de sus guiados durante una subida al monte del título. O The Deep (2012), que como la que hoy se estrena aborda el desafío de sobrevivir en el mar luego de una tormenta.
En este caso se trata de la historia de Tami Oldham (alter ego de Tami Ashcraft, autora del libro autobiográfico en que se basa la película), una joven californiana que luego de vivir una vida de trotamundos recala en Tahití. Ahí conoce a Richard, un joven marino con el que empieza una historia de amor. Tras nueve meses de noviazgo, en lugar de un hijo la pareja recibe un encargo: llevar el yate de unos clientes de Richard desde la polinesia hasta San Diego, California. Además de la puerta de entrada a una aventura, la oferta representa una buena suma de dinero y la posibilidad para Tami de regresar a visitar a su familia.
Para complejizar la cosa Kormákur aborda la historia partiéndola en dos. La película comienza con la protagonista despertando en el yate a medio hundir, en algún lugar del Pacífico y sin rastros de Richard. De ahí en más irá narrando las mitades en paralelo, yendo de la historia de amor cada vez más rosa al cuento de supervivencia en el que Tami pasará más de 40 días a la deriva. No hay motivos de peso que justifiquen ese desdoblamiento más allá de una búsqueda de impacto prefabricada. Apenas la necesidad de que la secuencia en la que el yate se enfrenta el tifón tenga lugar sobre el final y no en medio, ya que esto último hubiera hecho que a partir de ahí media película transcurriera narrativamente cuesta arriba.
La alteración del orden, que más que un truco es pura truculencia, es acompañada por una vuelta de tuerca de esas que pondrá a más de uno en el incómodo lugar de desearle el mal al guionista. Un giro que tampoco es original. Quienes hayan visto Una aventura extraordinaria (2012) podrán sentirse en presencia de un dejá vú, aunque sin el costado maravilloso que le daba a la película de Ang Lee un sobrecargado aire de fábula oriental. A la deriva evidencia, además, las limitaciones de Kormákur como narrador a la hora de encarar su obsesión por las historias reales. No hay más explicación que la falta de ideas (o la pereza) para que el epílogo sea un calco del final de Everest, con las imágenes de los personajes reales recortadas sobre un fondo negro. Como si eso garantizara el vínculo de la película con la realidad. Como si eso fuera lo importante a la hora de hacer cine.