Prisioneros de la tierra
A la deriva, ópera prima del director Fernando Pacheco, es un estudio un tanto simplista del destino de los desposeídos de la tierra, de quienes viven el día a día olvidados por una sociedad opulenta y mezquina.
El realismo social (éste es el género al que claramente pertenece A la deriva), sobre todo en el cine, tiene una cierta tendencia a enfocarse sobre la pobreza urbana, sin tener en cuenta a los desposeídos más invisibles: los habitantes de zonas rurales a quienes no llegan ni los avances tecnológicos ni los beneficios de las políticas de inclusión social.
Ramón Antúnez (Daniel Valenzuela) no vive precisamente de explotar la riqueza de la tierra: despedido de su trabajo en un aserradero, se ve forzado a buscar changas como para sobrevivir y mantener a su familia. Lo único que consigue son promesas, una abundancia de “veremos”, como si conjugar un verbo en futuro le alcanzara para comer.
Perdida toda esperanza de hallar un sustento, Antúnez acude a su mejor amigo, Antonio, “El polaco”, interpretado con sorprendente solvencia por Julián Estefan, un amateur sin experiencia actoral. Antonio tiene un bote y cruza el río de noche, hasta el otro lado de la frontera, hasta la vecina Paraguay. Su trabajo es recibir paquetes de este lado del río y entregarlos del otro lado sin decir palabra, sin cuestionar nada, ni siquiera si le espera la cárcel por contrabando de drogas. Ramón y Antonio deciden trabajar juntos y compartir la magra paga que les ofrece el villano de la peli, Leiva (Juan Palomino, estereotipado y lleno de desvergonzados clichés).
La historia que cuenta el director Pacheco es completamente previsible: algo sale mal en una entrega, ambos hombres son perseguidos por el traficante de merca, y todo se transforma en un cuadro en blanco y negro, casi sin matices. A pesar de su buena manufactura técnica (el DF plasma la belleza salvaje de la provincia de Misiones con una acertada paleta de colores), A la deriva no logra escapar de un guión encorsetado y lleno de lugares comunes. Es como si alguien dijese “Hagamos una película de compromiso social” y la premisa se cumpliese a rajatabla, privilegiando el mensaje por sobre el hilo narrativo y la credibilidad.
Es casi paradójico y bastante difícil de explicar: la película presenta situaciones y personajes seguramente cotidianos, sumergidos en la miseria y la desesperanza, pero se supone que este producto audiovisual debe provocar empatía (y premios humanitarios) a pesar de que la trama no ofrece soluciones a este tipo de injusticia social.
Podría argumentarse que A la deriva plantea, implícitamente, que existen otras posibilidades más allá del delito, pero las víctimas siguen siendo víctimas de un sistema perverso mientras otros se enriquecen mediante el delito y el crimen. A la deriva, entonces, hace agua porque intenta ser aleccionadora y moralmente irreprochable, pero el revés de la trama revela que, más allá de sus bondades y defectos cinematográficos, la película no es mucho más que el portador de un discurso político simplista y reduccionista.