La construcción de un mafioso. Los santos de la mafia, de Alan Taylor, precuela de la legendaria serie Los Soprano, que llega hoy a los cines y en pocas semanas al streaming por HBO Max, funciona como un oportuno regreso a los orígenes de Tony Soprano, el mafioso ítalo-norteamericano al frente de un clan que hizo historia en la pantalla de la TV cable entre 1999 y 2007. Como toda precuela, Los santos de la mafia se centra en los aspectos poco conocidos de los personajes y la historia original, y así vemos a un púber Tony Soprano (interpretado por Michael Gandolfini, hijo de James Gandolfini, quien encarnara al gánster en las seis temporadas televisivas) inmerso en los violentos hechos policiales y políticos del “largo y cálido verano” de 1967 en Newark, la zona de Nueva Jersey donde, con el devenir de los años, se movería con soltura como líder de una peculiar banda mafiosa. La elección de Michael Gandolfini para interpretar al joven Soprano no es caprichosa: más allá del parecido físico, el actor demuestra cualidades interpretativas que van más allá de los requisitos mínimos para una recreación creíble de un adolescente sorprendido, en elplano sociopolítico, por los movimientos por los derechos civiles, y en lo personal por un conflicto interno en el seno familiar, además del enfrentamiento (nuevamente, la etnicidad al frente) con los líderes negros de los bajos fondos, ya hartos de rendir pleitesía a los mafiosos ítalo-norteamericanos . Atrapado en estos tumultuosos años de cambio se encuentra el tío que Tony Soprano idolatra, Dickie Moltisanti. Acostumbrado a resolver sus problemas personales y de negocios de manera drástica, Moltisanti lucha para administrar sus responsabilidades, y su influencia sobre su sobrino ayudará a convertir al impresionable y vulnerable adolescente en todopoderoso jefe mafioso. Con una realización deslumbrante en todos los aspectos técnicos (magnífica reconstrucción de época y excelente fotografía, y una cautivante banda sonora que incluye a Sinatra y a los Rolling Stones), Los santos de la mafia, más allá de alguna debilidad en el desarrollo narrativo, presenta una trama fascinante, hiper violenta y con muchísimo humor negro, es un producto cautivante, prolijo que deja a los espectadores con ganas de una segunda vuelta. Lo cual nos plantea el dilema de volver a la serie televisiva para revivir momentos inolvidables de la saga, o si esperar, como bien podría ser el caso, un nuevo capítulo sobre la gestación de Tony Soprano.
Madre a toda costa Si bien es cierto que los desniveles de esta comedia son varios, cabe reconocer al menos un intento por hacerla llevadera. En ese intento, la operación debe apoyarse en algunos actores, Guillermo Pfening, Ana Pauls, Marcelo Mazzarello y Fabiana García Lago, quienes tienen sus logrados momentos en alguna que otra escena hilarante. Tal vez hay demasiadas puntadas sin hilo en el guion para que algunas ideas o gags lleguen a consolidarse definitivamente y más aún cuando se busca en el paradigma de los cambios de roles, entre otros que pretenden una relectura, encontrarle la veta humorística a todo incluída la famosa idea del poliamor. Presentar a la maternidad además como el principal deseo de las mujeres protagonistas en consonancia con esas modas o tendencias culturales que marcan el rumbo de determinadas épocas es un arma de doble filo porque la banalización de la concepción utilitaria del hombre puede generar rechazo más que aceptación. Y en ese sentido el papel masculino en un claro y forzado operativo de sustitución de estereotipos de objeto sexual si bien despierta alguna que otra sonrisa complaciente es demasiado exagerado como elemento dramático. Irregular por momentos, entretenida por otros, Instrucciones para la poligamia no supera la media de comedias fallidas que pueden encontrarse en televisión sin demasiada necesidad de buscar.
La novia portaba un celular Relatos salvajes, la nueva película de Damián Szifrón, que ya hiciera olas en Cannes, llega hoy a las pantallas porteñas con una semana de dilación, producto del paro del sindicato de trabajadores del espectáculo. Un hecho de la vida real como éste les habría bastado a los personajes de Relatos salvajes para descargar su ira contenida, su furia incontrolable, sus ansias de venganza y de justicia Poco puede decirse acerca de la trama de esta película episódica de Szifrón sin incluir unos cuantos “spoilers”. En efecto, contar de qué la va cada episodio es eliminar, para el lector de una crítica y para cualquier potencial espectador de esta película, un factor indispensable: la sorpresa y la ansiedad por saber con qué se saldrá Szifrón en esta obra maestra. Los personajes de Relatos salvajes, sin excepción, son normales en apariencia pero auténticos borderline en cuanto se enciende una chispa que dispara un rapto de locura… o de salud mental. En un mundo irreparablemente cruel, injusto, inexplicable y funesto como para desencadenar la ira del más compuesto, el universo que habitan estos personajes está signado por situaciones que exigen, que prometen, que ofrecen la posibilidad de un inevitable descontrol. En este sentido, y también en otros, que sólo el paso del tiempo logrará dilucidar, el de Szifrón es un relato salvaje que conduce al pathos y al bathos simultáneamente. Las criaturas de Szifrón – vulnerables ciudadanos, víctimas sin salida, hijos de puta irredimibles, desesperados en busca de una salida sino digna, al menos catártica – se mueven en un entorno cruel, incontrolable, en el cual el poder lo ejercen casi siempre los otros (salvo, vale aclararlo, por un solo episodio con espantosas reminiscencias de la realidad más criminal y cercana). Escrita con madurez y destreza por Szifrón mismo, Relatos salvajes es una película redonda, perfecta, de esas que tienen un mecanismo tan aceitado que poco o nada puede objetárseles. Los guiones de cada episodio, aunque suenen previsibles al comienzo, no dan respiro al espectador una vez que los hechos – trágicos, demenciales, desopilantes, o traumáticamente dolorosos – se desencadenan y giran sobre sí mismos con la agilidad de un equilibrista. Como guionista, Szifrón se muestra, en principio, casi tan descontrolado como sus personajes, pero lo cierto es que él sabe muy bien de qué la va la cosa. Como director de sus propios relatos – que se leen con la misma delectación que una cuidadosa selección de cuentos breves – Szifrón logra, con Relatos salvajes, deshacer la tan mentada suspensión de la credibilidad para que el espectador espere más, y más, y Szifrón cumple en un orden riguroso hasta el clímax final, el episodio de la boda protagonizado por Érica Rivas, la más contundente performer de un elenco envidiable. Cada uno a su manera, los protagonistas de Relatos salvajes (Ricardo Darín, “Bombita”), Oscar Martínez y María Onetto (“La propuesta”), Leonardo Sbaraglia (“El más fuerte”), Rita Cortese y Julieta Zylberberg (“Las ratas”), Darío Grandinetti (“Pasternak”), y la gloriosa Érica Rivas (“Hasta que la muerte nos separe”) logran ese poco frecuente milagro: un ensamblaje perfecto de actuaciones memorables. En algunas situaciones predominan la ansiedad, la exasperación y la bronca; en otras, la impotencia y la necesidad de venganza; en todas, la sensación inequívoca de que algo está mal y que debe ser corregido con urgencia, con desesperación. Película catártica? Signo de los tiempos? Visión descarnadamente cómica de un mundo dado vuelta? Relatos salvajes es todo eso y mucho más: es prueba irrefutable del poder de observación de un creador de raza como Szifrón, y de su casi inigualable capacidad para plasmar todo eso en dos horas de entretenimiento puro y reflexivo.
Una comedia que viene al pelo La coproducción argentino-colombiana, amén de la inusual combinatoria de países, ofrece más de una sorpresa. Primero, el género: una comedia urbana que se traslada, al mejor estilo road movie, al interior de una provincia argentina donde aún prevalecen códigos ancestrales. La anécdota: Tuti Turman (nombre del personaje de Nicolás Vázquez) parece tenerlo todo. Es un tipo treintañero, exitoso ejecutivo, maneja un auto caro, vive en un departamento amplio (demasiado amplio, tal vez, para un soltero), pero su única compañía es la playstation. Forzado por las circunstancias, Tuti es un consumado onanista: no hay chicas en sus fines de semana, no tiene amigos con quienes compartir su libertad de flaco sin ataduras matrimoniales, y ni siquiera Héctor (Daniel Ferreyra), el portero del edificio, se prende en un game a deux en la play. Tuti sufre una temprana alopecia (excelente trabajo del equipo de maquillaje y caracterización, dado que Vázquez, en la vida real, posee una abundante cabellera ondulada), y atribuye a este problema capilar todos sus fracasos sentimentales y de vida social. Al comienzo de un fin de semana largo (de esos en los que la ciudad queda vacía) al muchacho le queda una sola posibilidad: un solitario game en la play; un delivery de pizza. Cualquier otra alternativa le vendría bien. Héctor (el portero), hombre de raíces indígenas proveniente del interior, se suma a la manada que huye de la ciudad, pero sus motivos no son turísticos: es el cumpleaños de su centenaria abuela, y no puede perderse el festejo. Sin nada mejor que hacer, Tuti se lanza a la ruta junto con su nuevo camarada de aventuras. Vista así, Por un puñado de pelos es un tradicional bromance, convencional y predecible, pero también muy divertido. En el alejado villorrio al cual ambos se dirigen todos lucen lustrosas y abundantes cabelleras, aparentemente producto de una fuente cuyas mágicas aguas devuelven el vigor capilar e incluso recuperan la pelambre perdida. Sin llegar al status de brillante comedia de aventuras y buddy movie, Por un puñado de pelos, gracias al guión despojado y sin ambiciones de Damián Dreizik, se convierte en un divertimento aceptable, con las limitaciones del caso, por supuesto. Las actuaciones mantienen un nivel uniforme y sin pretensiones, de acuerdo con las simples líneas trazadas por el guión, y se destacan Norma Argentina y el músico uruguayo Rubén Rada como antagónicos personajes tribales, uno a favor y otro en contra de la explotación de la milagrosa fuente de renovación y recuperación capilar. Nicolás Vázquez, muy conocido por su carrera televisiva, no hace ostentación (no puede, por las características del personaje) de su pinta de galán de telenovela. Lo cierto es que su trabajo, en esta película, es realmente bueno a pesar de las falencias pilosas de su personaje. Lo mismo puede decirse de su compañero de ruta, Daniel Ferreyra. El contraste y las diferencias entre ambos pueden sonar remañidos, pero lo cierto es que la química funciona. Otro punto a favor de Por un puñado de pelos: la peli no pontifica ni se sumerge en explicaciones vanas, y esto hace que la trama se deslice con fluidez, como sumergida en las mágicas aguas de la fuente de las promesas capilares cumplidas.
No te pongas esa sunga sin decirme a dónde vas En El misterio de la felicidad, su nueva comedia luego de la no del todo lograda La suerte en tus manos, Daniel Burman vuelve a tratar un tema que parece obsesionarlo: la búsqueda de lo que él, pero no todos, consideramos el summum de los logros humanos. Se trata de la libertad, nada menos. Si bien en su exitosa trilogía del Mesías Burman cerraba el círculo con la poderosa imagen de padre e hijo abrazados, reconciliados, encontrándose, mirándose a los ojos y reconociéndose mutuamente, no puede decirse lo mismo de El misterio de la felicidad. A mitad de camino entre la comedia de situaciones y el drama existencial, El misterio… se presenta a los espectadores con una pregunta retórica bastante trillada: “Te enamorarías de la mujer de tu amigo?” Además de repetitiva y tediosa, la cuestión tiene aristas cuasi-religiosas, algo así como el mandamiento cristiano que ordena que no desearás a la mujer de tu prójimo. Pero este no es el problema que atenta contra El misterio… Según su guionista-director, la película indaga – y a veces cuestiona -- los rituales de masculinidad preestablecidos. Se permite, o se tolera, el bromance, la camaradería entre hombres, pero no el homoerotismo, mucho menos la homosexualidad. No es éste un comentario escrito desde la miope mirada de los estudios culturales tan en boga en los 90s y prevalentes aun en el siglo XXI en ciertos círculos académicos. No examinaremos la trama y el tema de esta película bajo la lupa de la lucha de clases, la etnicidad, la opresión sexual y la victimización (enfoques válidos, sin duda), sino que, como cualquier espectador avezado, rastrearemos un poco bajo la superficie del tejido social para ver qué se oculta detrás de los parámetros de normalidad aprobados por la sociedad. Es decir, el modelo de sociedad que nos plantea Burman. Veamos. El misterio de la felicidad cuenta, básicamente, con tres personajes: Santiago (Guillermo Francella), Eugenio (Fabián Arenillas), y Laura (Inés Estévez). Santiago y Eugenio, amigos de toda la vida, tienen un comercio de electrodomésticos. La sociedad funciona, como también funciona su amistad, a punto tal que se comportan como hermanos gemelos en casi todo. Pero Eugenio está casado (con Laura), y Santiago parece muy contento con su soltería y uno que otro affair. Un buen día, Eugenio desaparece de la nada, como en el famoso “Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo”. Ni secuestro ni accidente. Eugenio no deja pistas, y éste es el punto de giro de la trama. Santiago ha perdido a su otra mitad, y parece estar tanto o más afectado que Laura, la esposa de Eugenio. Laura, empastillada por algún tratamiento psiquiátrico que indica que no todo andaba bien en su matrimonio con Eugenio, se instala en la oficina que su marido compartía con Santiago. Su intención es examinar las cuentas para vender su parte del negocio a una compañía rival. Más allá de los negocios, Santiago y Laura, perplejos como al comienzo de la historia, siguen buscando a Eugenio. De entre todas las anécdotas de juventud, Santiago rescata, una y otra vez, un iniciático viaje con su amigo al sur de Brasil. Laura conoce cada detalle de la historia al dedillo, de tanto escuchar a su marido repetirla con nostalgia. No por algo que pasó y no volverá más, sino por lo no concretado, por los caminos que, junto con su amigo, no se animó a tomar. El símbolo más palpable es una vieja sunga floreada. Santiago y Eugenio, sintiéndose libres de prejuicio en Brasil, habían comprado y decidido ponerse una sunga en la playa. Pero no se animaron. Como tampoco se animaron a darle a una “garota” de la playa que los daba vuelta. Llevarse el trofeo individualmente hubiese sido una traición. Ni sunga ni garota. Aunque cueste creerlo, El misterio… se apoya sobre la búsqueda de Eugenio, los asuntos triviales del negocio de electrodomésticos y sus metáforas, y el resquicio de anhelo por los sueños no concretados de ambos amigos. Obviamente, durante todo este proceso, Santiago y Laura descubren que tenían en común más de lo que pensaban. Si el mensaje y la moraleja suenan demasiado obvios, es porque realmente lo son. El misterio… tiene una historia bastante bien contada, una acertada dirección de luces y cámara, y un guión bastante compacto, probablemente por la intervención de un sagaz montajista que supo podar lo innecesario. Pero esto no basta para que El misterio… sea una buena película, ni siquiera un aceptable divertimento. La falta de dirección de actores es más que evidente: Francella, a fuerza de oficio, lucha contra sus tics televisivos, mientras que Inés Estévez, luego de ocho años de ausencia del showbiz, hace lo que puede. Que no es mucho, más allá de apelar a clichés y cambiar de estado de ánimo y personal sin explicación. Mal medicado, su personaje. Sin embargo, al igual que en el musical, ni Santiago ni Laura se quedan sin su arco iris, sin su epifanía. Los espectadores se quedan con sabor a poco. Corte y fundido a negro.
Prisioneros de la tierra A la deriva, ópera prima del director Fernando Pacheco, es un estudio un tanto simplista del destino de los desposeídos de la tierra, de quienes viven el día a día olvidados por una sociedad opulenta y mezquina. El realismo social (éste es el género al que claramente pertenece A la deriva), sobre todo en el cine, tiene una cierta tendencia a enfocarse sobre la pobreza urbana, sin tener en cuenta a los desposeídos más invisibles: los habitantes de zonas rurales a quienes no llegan ni los avances tecnológicos ni los beneficios de las políticas de inclusión social. Ramón Antúnez (Daniel Valenzuela) no vive precisamente de explotar la riqueza de la tierra: despedido de su trabajo en un aserradero, se ve forzado a buscar changas como para sobrevivir y mantener a su familia. Lo único que consigue son promesas, una abundancia de “veremos”, como si conjugar un verbo en futuro le alcanzara para comer. Perdida toda esperanza de hallar un sustento, Antúnez acude a su mejor amigo, Antonio, “El polaco”, interpretado con sorprendente solvencia por Julián Estefan, un amateur sin experiencia actoral. Antonio tiene un bote y cruza el río de noche, hasta el otro lado de la frontera, hasta la vecina Paraguay. Su trabajo es recibir paquetes de este lado del río y entregarlos del otro lado sin decir palabra, sin cuestionar nada, ni siquiera si le espera la cárcel por contrabando de drogas. Ramón y Antonio deciden trabajar juntos y compartir la magra paga que les ofrece el villano de la peli, Leiva (Juan Palomino, estereotipado y lleno de desvergonzados clichés). La historia que cuenta el director Pacheco es completamente previsible: algo sale mal en una entrega, ambos hombres son perseguidos por el traficante de merca, y todo se transforma en un cuadro en blanco y negro, casi sin matices. A pesar de su buena manufactura técnica (el DF plasma la belleza salvaje de la provincia de Misiones con una acertada paleta de colores), A la deriva no logra escapar de un guión encorsetado y lleno de lugares comunes. Es como si alguien dijese “Hagamos una película de compromiso social” y la premisa se cumpliese a rajatabla, privilegiando el mensaje por sobre el hilo narrativo y la credibilidad. Es casi paradójico y bastante difícil de explicar: la película presenta situaciones y personajes seguramente cotidianos, sumergidos en la miseria y la desesperanza, pero se supone que este producto audiovisual debe provocar empatía (y premios humanitarios) a pesar de que la trama no ofrece soluciones a este tipo de injusticia social. Podría argumentarse que A la deriva plantea, implícitamente, que existen otras posibilidades más allá del delito, pero las víctimas siguen siendo víctimas de un sistema perverso mientras otros se enriquecen mediante el delito y el crimen. A la deriva, entonces, hace agua porque intenta ser aleccionadora y moralmente irreprochable, pero el revés de la trama revela que, más allá de sus bondades y defectos cinematográficos, la película no es mucho más que el portador de un discurso político simplista y reduccionista.
Entre Adrián Caetano y Julián Assange Cuando el reconocido director Adrián Caetano – quien había recibido el pedido de un film por encargo sobre el ex presidente Néstor Kirchner – devolvió el footage ya filmado a sus productores, la controversia y las especulaciones no tardaron en desatarse. Esto sucedía en enero de 2012. Supuestamente, NK, la biopic/homenaje de Caetano, fue retornada a sus productores-militantes – el diputado oficialista Fernando “Chino” Navarro y el publicista Jorge “Topo” Devoto – por razones nunca reconocidas públicamente, pero era fácil especular que lo filmado había provocado objeciones, e incluso el pedido de modificaciones, que el director no estuvo dispuesto a aceptar. La verdad y sus entretelones tal vez no lleguen a conocerse nunca, pero causó verdadera sorpresa que los mismos productores encargaran otro documental – comenzando desde cero – a la directora Paula De Luque. Titulado “Néstor Kirchner, la película”, el film se estrenó el 22 de noviembre de 2012 en 93 pantallas en todo el país, pero el resultado de taquilla fue magro, muy magro, a pesar de los méritos de la película de De Luque. La incógnita sobre el material devuelto por Caetano a sus productores se develó en mayo de este año, gracias a un “leak” en YouTube que nos permitió pispear de qué la iba el documental, y por qué había desagradado tanto a sus productores. El misterio se agigantó al comprobar que NK no contenía material “sensible” y mucho menos “incómodo” para el gobierno y el entorno kirchnerista. Incluso la presidenta Cristina Fernández de Kirchner se manifestó abiertamente conmovida por NK, porque Caetano, el hombre, había logrado meterse en la cabeza y el alma de otro hombre. En suma, Caetano, con su película, le había devuelto a NK a CFK. Si bien el documental de De Luque era un producto más que digno – es decir, si tomamos como referencia los productos estilo History Channel o A&E – a partir de este jueves los espectadores podrán juzgar por sí mismos, y en pantalla grande, las diferencias entre ambos productos y el enfoque escogido por Caetano. “Néstor Kirchner, la película”, se deslizaba, narrativamente, con total fluidez, más allá de claras o menos claras intenciones manipulatorias. Se trataba, en definitiva, de un producto convencional pero de muy buena manufactura. NK corre por otros carriles. Si bien las fuentes documentales, necesariamente, son básicamente las mismas, es interesante comparar lo que se puede hacer con una misma foto, un mismo viejo noticiero y, sobre todo, la misma historia de vida. NK no efectúa un trazado lineal desde la infancia de Néstor Kirchner, su paso por la facultad (donde conoció a quien sería su esposa), su ascenso a la gobernación de Santa Cruz, y finalmente su llegada a la presidencia, en medio de una debacle socioeconómica casi sin precedentes en la Argentina. NK lleva la impronta de Caetano a lo largo de toda la película. Narrador hábil como pocos, Caetano se permite jugar con la linealidad y cuenta en forma de zigzag. Este mecanismo le permite al director romper el esquema de las expectativas convencionales y saltar, cronológicamente, hacia adelante y hacia atrás, enfatizando, así, el concepto por sobre la sucesión de eventos. Astuto. Muy astuto. Abundan, eso sí, los discursos encendidos, pero casi nunca se tiene la sensación de que Caetano, en su discurrir narrativo y montaje, juegue a su antojo con la supuesta veracidad del “relato”. Otro elemento narrativo digno de destacar es la utilización de intertítulos – a modo de separadores – que articulan no tanto los hechos sino su significado e importancia. Así, Caetano evita la hagiografía y cuenta, cuenta y rememora, y la reacción que provoca es positiva – se trata de una película, de una biopic, de un documental, pero no de propaganda política. Si bien la ausencia de ciertos acontecimientos de la vida de Néstor Kirchner es evidente, NK fluye, las imágenes son simples, y el mensaje es poderoso. Un verdadero acierto, el enfoque de Caetano. La sensación general, entonces, es la de estar viendo la biografía de un hombre descripto sin bronce, a pesar de la cercanía temporal (excesiva, diría uno) para generar una gesta casi épica. Pero lo cierto es que Caetano no incurre en este error (en esta tentación), y su película, abstrayéndonos del concepto sobre el cual gira la narrativa, es tan sólo la historia de un hombre. No cualquier hombre, por cierto, sino ese hombre que aseguró, al asumir como presidente, que “No he venido a dejar mis convicciones en la puerta de la Casa Rosada". Si bien no es ajena al consabido “relato”, NK, más allá de las sospechas de que no es el verdadero corte final que Caetano hubiese querido para su película, ilustra y entretiene sin cargar las tintas, lo cual no es poco para una biopic necesariamente depurada aunque no inmaculada.
¿Blanchett o Blanche? Normalmente, la caída en desgracia de un semidiós es un tema particularmente atractivo para los escritores, narradores, dramaturgos y cineastas que buscan emular las proporciones épicas de las tragedias clásicas. Este es el caso de Woody Allen y su última película, la exquisita, cautivante Blue Jasmine, una historia dramática devenida comedia en las hábiles manos del guionista y director. El film de Allen, cuya acción transcurre sin solución de continuidad entre Nueva York y San Francisco, nos presenta a Jasmine (Cate Blanchett), millonaria dama de sociedad sometida a la pobreza y el oprobio cuando arrestan a su marido, Hal (Alec Baldwin) por fraudulentas operaciones financieras. Obligada a mudarse de su mansión de Manhattan a un mísero departamento en Brooklyn y a trabajar de vendedora en una zapatería de lujo que solía frecuentar como clienta, Jasmine cae en un pozo depresivo y vive el día a día a fuerza de alcohol y pastillas. De todo esto nos enteramos no al comienzo del film, sino a medida que el habilidoso Allen, mediante un montaje estilo “jump-cut”, nos sumerge en la alienada mente de Jasmine, quien habla sola en un vuelo de Nueva York a San Francisco, donde reside su hermana Ginger (Sally Hawkins). Al igual que Blanche DuBois en Un tranvía llamado deseo, Jasmine llama a la puerta de su hermana en busca de consuelo, tal vez de salvación física y moral. Hay muchos puntos más en común entre la obra de Tennessee Williams y este delicioso homenaje de Allen en tono de comedia. La contracara del inolvidable Stanley Kowalski es Chili (Bobby Cannavale), toda una masa de músculos en camiseta blanca pero en definitiva un ser tierno y digno de compasión, siempre al borde de las lágrimas, como un niño al que le han quitado el chupetín. Los paralelismos continúan con el personaje de Dwight (Peter Sarsgaard), evidente contraparte de Mitch, la tabla de salvación de Blanche en Un tranvía… Las referencias explícitas y alusiones veladas continúan y se extienden a lo visual en el departamento de Ginger, donde una partición de madera nos trae a la mente la harapienta cortina de la casa de los Kowalski. Este es el mundo (hasta entonces desconocido) al que llega Jasmine en el peor momento de su vida: en bancarrota, moral y mentalmente destruida, pero eso sí, vestida de Dior y con accesorios de Luis Vuitton. Esplendores y oropeles pasados, y negación, muchísima negación del lamentable presente. Al frente de un elenco sólido y uniforme, Cate Blanchett (apelativo curiosamente parecido a Blanche, no?) entrega una actuación compleja, cómicamente conmovedora y llena de matices, algo que sólo una actriz de su talla podría lograr con un simple parpadeo, un mohín, una mueca de angustia, una sonrisa de pasajera esperanza, o un rictus de demoledora desolación. Blue Jasmine, realizada con muchísimos menos recursos económicos que Medianoche en París y A Roma con Amor (las dos películas “de ciudades” anteriores de Allen), redobla la apuesta con otro homenaje, también a cargo de Blanchett. En los peores momentos de desvarío mental, Jasmine, en más de un sentido, se acerca a la desquiciada pero adorable Gena Rowlands de Una mujer bajo la influencia o Torrentes de amor, de John Cassavetes. Hace falta algo más para lograr una verdadera obra maestra? Sí. El inigualable talento de Woody Allen y de Cate Blanchett, conjunción celestial si las hay.
Sabor a poco Luego de presenciar la imparable movida multimediática que acompaña el lanzamiento de Séptimo, el nuevo policial protagonizado por Ricardo Darín, es fácil adivinar de qué va la peli. El afiche, reproducido en numerosas gigantografías por toda la ciudad, nos anticipa -tal vez con un leve escalofrío, por la similitud con El rescate Ransom, 1996, del ultraconservador Mel Gibson- que Darín (o Sebastián, uno de los dos pocos nombres que hace falta retener en la memoria para no perder el hilo narrativo) hará lo imposible para rescatar a sus dos hijos, que desaparecen súbitamente y sin dejar rastros del lugar más cálido, confortable y seguro que todos conocemos: el hogar paterno, bueno, materno, en realidad, porque Sebastián y su esposa, Delia, personificada por Belén Rueda, se han divorciado recientemente. Así da comienzo esta búsqueda frenética que, por lo inesperado y súbito del motor de la acción, nos recuerda al film homónimo de Roman Polanski de 1988, con Harrison Ford y Emmanuelle Seigner, y también a Tiempo límite (Nick of Time, 1995, con Johnny Depp). Séptimo y estas dos pelis tienen en común, en cuanto a estructura narrativa, la súbita desaparición, por motivos insondables, de alguien muy querido por el protagonista, que deviene detective y héroe de acción mientras el reloj marca las horas (el tiempo límite) implacablemente. Ahora, concentrándonos en Séptimo, puede decirse que el guión no está mal, hasta es bueno. Al menos, no peca de sobreabundancia de explicaciones, un mal que suele plagar al escritor policial mejor pintado. Otro plus a su favor: la historia es muy simple y va al grano, y el motor de la película -la búsqueda desesperada de los dos hijos desaparecidos súbitamente en el corto trayecto, por escalera, del 7mo piso a planta baja- transforma a un hombre normal y corriente en un experto, intuitivo y altamente funcional pesquisa y héroe de acción. Los personajes secundarios, que aparecen en los afiches como tal, sólo juegan un par de breves escenas. Deberían completar eficazmente la trama, pero están pintados, tanto el comisario (Osvaldo Santoro), como el poderoso ejecutivo (Jorge D''Elia), y ni que hablar del sempiterno Ziembrowski como el portero. Durante el desarrollo de la peli, el único personaje sospechoso de duplicidad es el comisario, pero el portero, que podría presentar aristas ambivalentes más arriesgadas, no está suficientemente explotado. Ziembrowski se contenta con pararse en el palier con cara de yo no fui. El potencial de una escena como el descenso de Darín y Ziembrowski a las cocheras subterráneas es totalmente desaprovechado de esta manera. A Ziembrowski no le da ni ahí el rango actoral para sugerir una mezcla de pretendida inocencia y oculta perversidad. El comienzo y el final de Séptimo son similares pero con una diferencia temporal: la hora del día. Al inicio se ve una espectacular toma aérea diurna de Buenos Aires, y al término lo mismo, pero de noche, como lo vería uno desde un avión. Ambas tomas pueden inducir a engaño: a creer que estamos ante una superproducción, pero cuando llegan los créditos finales uno se da cuenta de que la peli está armada en torno a dos actores/personajes: Darín y Rueda. O más bien, Darín, porque Rueda recién al final despliega algo parecido a una actuación. No obstante, Séptimo está bastante bien escrita y ejecutada, pero es totalmente predecible en su desarrollo, aunque más de un crítico vergonzante diga lo contrario, sobre todo en referencia a la inesperada vueltita del final. Una serie de interrogantes ayudan a terminar de definirla ¿Está bien actuada? Sí, porque a Darín le sobran recursos interpretativos y cumple, con sobrada eficacia, con un papel que le sale de taquito; ¿La historia es verosímil? Sí, porque los hechos narrados podrían darse en la realidad (y éste es uno de los ganchos: podría pasarle a cualquiera, más aún por la desafortunada coincidencia con el crimen de Ángeles Rawson, secuestrada, abusada, y finalmente arrojada en un container del CEAMSE, como si su cuerpecito fuese basura). La involuntaria coincidencia temporal daría como resultado algo así como: portero + sótano = peligro = crimen). ¿Se pierde en algún momento la verosimilitud y los móviles del secuestro, así como los culpables? Sí, también, en unos cuantos momentos, porque el guionista apura el desenlace bajo premisas poco creíbles. ¿Te deja satisfecho como espectador? Y, digamos que sí, aunque es un producto menor, rutinario, de factura técnica más que aceptable pero no mucho más que eso. No es aburrida, pero tampoco es wow, qué historia, qué narrativa. Como decía anteriormente, los interminables créditos (con segunda, tercera, y no sé si hasta cuarta unidad) son inusitados. Algo así como un batallón de ambos lados del Atlántico para una película chiquita, filmada en dos o tres escenarios. ¿Hacían falta tantas compañías productoras, tantos técnicos y primer, segundo y tercer asistente? No. Está todo hiperinflado, tal vez por razones cuanto menos sospechosas. Y la pregunta más importante ¿Funcionará? Sí. La Fox se juega con una salida de 213 copias, la mitad en digital y el resto en 35mm. Una apuesta fuerte, pero segura. Todo el peso lo lleva Darín sobre sus hombros, y su presencia genera expectativa y gran convocatoria de pública, aunque en última instancia la peli, con una resolución facilista y apurada, deja sabor a poco.
Psicópata Americano 2.0 En Tesis sobre un homicidio, la película protagonizada por Ricardo Darín y que se estrena hoy en las salas porteñas, no hay uno sino dos obsesos: Gonzalo Ruiz Cordera (Alberto Amman) y el Profesor Roberto Bermúdez (Darín). La obsesión que comparten, si se quiere, es prácticamente la misma: dilucidar la validez de la eterna contraposición entre ley y justicia. Gonzalo, de 23 años y recientemente graduado de abogado con medalla de honor en una universidad extranjera, vuelve a Buenos Aires, su ciudad natal, con el propósito explícito de cursar el seminario de posgrado dictado por el Profesor Bermúdez en la Facultad de Derecho de la UBA. Gonzalo no es solamente el alumno más brillante de Bermúdez: es también el hijo de un viejo amigo, que ahora reside en el exterior con el resto de la familia. Bermúdez tiene vagos recuerdos de Gonzalo, de cuando era un chico de poquitos años. El retorno de Gonzalo a Buenos Aires genera una cierta inquietud en el cínico, agotado y descreído Profesor Bermúdez. De alguna manera, es como si su viejo amigo Ruiz Cordera le encomendara al muchacho, dispuesto a cursar el prestigioso seminario de Bermúdez, cuya aprobación requiere la presentación de una tesis sobre alguno de los intrincados temas legales del curso de posgrado. Uno de los temas debatidos más ardorosamente – el concepto de ley contrapuesto al de justicia – funciona como el mecanismo narrativo ideal que le permite al director desarrollar el tantas veces explorado tema del desafío entre dos intelectuales obsesionados con la idea de demostrar quién posee la verdad, retórica o real. Basada en la premiada novela homónima de Diego Paszkowski, magistralmente adaptada por el guionista Pato Vega, Tesis sobre un homicidio, más allá de las diferencias técnicas y estílicas entre palabra impresa y película, es un hallazgo como ejemplo de trasposición y hasta de traducción de un tipo textual. El resultado es un policial fuera de lo común que asesta un certero cross de derecha casi desde la primera escena, cuando el cadáver de una joven brutalmente violada y asesinada aparece misteriosamente en el estacionamiento de la facultad. El hecho policial deviene caso de estudio: Gonzalo intenta utilizarlo para demostrar empíricamente la conclusión de su tesis, y el Profesor Bermúdez no tarda en comprender que su alumno es un psicópata que comete un crimen simplemente para tirarle un anzuelo. Si bien la novela de Paszkowski se desliza al mejor estilo del “fluir de la consciencia” de Joyce y de Virginia Woolf, más las referencias explícitas al Psicópata americano de Brett Easton Ellis, la adaptación cinematográfica, sin dejar de lado estas elucubraciones mentales, se desplaza hábilmente por otros carriles: los de un hardboiled auténtico, original y sutilmente psicológico. En cuanto a las actuaciones, escasean los superlativos para adjetivar a ese maestro de la transformación llamado Ricardo Darín, tan maleable y consustanciado con su personaje que nadie, a pesar de su prolífica carrera fílmica, se atrevería a decir algo así como: “Uf, otra peli más con Darín haciendo de…” El profesor Bermúdez, como el actor mismo admite en la entrevista que acompaña esta nota, tiene ciertos puntos en común con el empleado judicial de El secreto de sus ojos. Pero ninguno de ellos tiene similitud alguna con el hosco, gruñón comerciante de barrio de Un cuento chino, ni con el sacerdote profundamente involucrado en causas sociales de Elefante blanco. Con su desempeño en Tesis sobre un homicidio, Darín vuelve a ganar por KO. En el rol del brillante psicópata intelectual, Alberto Amman se maneja con dignidad y profesionalismo, como si él mismo y Darín fueran contrincantes. Si bien no se trata de un duelo actoral por la diferencia de edad, experiencia y solidez de uno y otro, Amman logra un merecido “aprobado”, no precisamente por el exigente, implacable profesor Bermúdez. Laura Di Natale, el rol interpretado por la actriz Calu Rivero, adquiere más presencia y preponderancia en la adaptación fílmica si se la compara con el original literario. Hábil y pacientemente dirigida por Golfrid, Rivero se impone más por su belleza y la atracción animal que emana de su cuerpo que por sus virtudes actorales, más bien escasas. En suma, Tesis sobre un homicidio es otra prueba, más allá del marco teórico, de que es posible hacer un excelente cine de género sin pasar por el cine arte pero sin soslayar tampoco el mainstream. La dupla Darín-Golfrid se las trae, y Tesis sobre un homicidio es nada más que el primer ejemplo de lo que pueden lograr en colaboración.