Los amantes regulares y los irregulares
El gran director francés, autor de El nacimiento del amor e hijo dilecto de la nouvelle vague, presenta una de sus películas más llanas y accesibles, un film diáfano de un cineasta que suele trabajar una paleta mucho más pesimista y sombría.
Es una pena que la película más reciente del gran director francés Philippe Garrel, que fue la apertura de la Quincena de los Realizadores del Festival de Cannes del año pasado, llegue a la cartelera porteña justo en pleno apogeo del Bafici, cuando muchos de sus potenciales espectadores estarán seguramente grilla en mano buscando otras alternativas en la infinidad de salas en las que se despliega desde ayer el festival porteño. Pero aquel que se aventure a ver A la sombra de las mujeres debe saber que, sin ser un film mayor del realizador de El nacimiento del amor y Los amantes regulares, es una de sus películas más llanas y accesibles, un film diáfano de un cineasta que suele trabajar una paleta mucho más pesimista y sombría.
Sutil, a veces disimulado y otras paradójico, hay humor también en A la sombra de las mujeres, toda una novedad en la obra de Garrel, habitualmente inclinado al pathos romántico. Aquí, como el auténtico autor que es, Garrel se vuelve a mostrar muy fiel a sí mismo, pero al mismo tiempo más descontracturado, como si a los 68 años este realizador que empezó filmando a los 16 y que allá por los 70 hizo una legendaria trilogía protagonizada por Nico, la mítica cantante de los Velvet Underground, hubiera querido darse el gusto de reírse un poco de sí mismo y de cierto sofisticado machismo al que siempre se asoció su obra.
La otra novedad que trae A la sombra de las mujeres es la participación de tres guionistas, cuando Garrel muchas veces supo trabajar sin guión de ninguna clase. Que dos sean mujeres sin duda manifiesta el partido que el film claramente toma por la protagonista, en contrapartida con su compañero, sobre quien es difícil decidir si es más patético que odioso, o viceversa. Y que el tercer libretista sea el legendario Jean-Claude Carrière, fiel colaborador de Luis Buñuel durante décadas, quizás explique en parte algo de ese humor incongruente que asoma más de una vez, aunque más no sea de soslayo. Es remarcable que esa proliferación de escribas no obstruya la espontaneidad de la puesta en escena, que fluye con una ligereza que sin duda encuentra su tradición en la nouvelle vague, de la cual Garrel siempre fue un hijo dilecto.
La anécdota no podría ser más sencilla. Pierre y Manon, se sugiere, viven juntos hace algunos años, son documentalistas, pero apenas si sobreviven con pequeños trabajos que nada tienen que ver con el cine. Se quieren, sin duda, pero hay una insatisfacción en el aire, que la madre de Manon es la primera en detectar. “Lo mío no es un sacrificio, es una elección: ¿qué mejor que trabajar junto al hombre que amo?”, se defiende Manon. En cambio, Pierre no tarda en resolver ese statu quo en el que se ha deslizado la pareja al viejo modo del macho predador: se consigue una amante, Elisabeth, joven aprendiz de un estudio de cine, que sin embargo tampoco lo hará feliz. Lo que no sospecha Pierre, mientras sosiega su conciencia pensando que está en la naturaleza del hombre (y no de la mujer) ser infiel, es que el burlador puede llegar, por qué no, a terminar burlado.
La voz en off de un narrador (Louis Garrel, el hijo del director, que ha sido también protagonista de algunos de sus mejores films) va sugiriendo, muy de tanto en tanto, algunas de las razones que mueven a la pareja protagónica, que encuentra su espejo ¿deformante? en un viejo matrimonio al que entrevistan para un documental sobre los sobrevivientes de la Resistencia. La fotografía, del maestro suizo Renato Berta, ofrenda un blanco y negro como hacía tiempo no se veía, al tiempo que saca el mejor provecho del formato Scope 2:35, consiguiendo una suerte de paradójico fresco intimista. Pero la gran heroína de la película es Clotilde Courau, magnifica actriz que, a cara lavada, hace de Manon un personaje complejo, pleno de matices y sorpresas, pero siempre, por más oscuras que sean las nubes que atraviesa, inefablemente luminoso.