"Errante", un viaje a lo inasible En su debut como directora, la fotógrafa registra los ciclos del inhóspito Círculo Polar Artico. Paradójicamente, la ausencia de figuras humanas nunca le resta humanidad. Quizás ninguna experiencia más singular, más extrema pueda encontrarse en el cine argentino que la de Errante, el primer largometraje documental de Adriana Lestido, fotógrafa extraordinaria que ahora da un salto hacia el cine con el mismo rigor y la misma severa, exigente belleza de su obra previa con imágenes fijas. Producto de sus viajes en soledad al Círculo Polar Artico entre 2019 y 2020, Errante propone una travesía hacia un horizonte desconocido que no es tanto el de esa región remota como el de un paisaje interior. Porque en Errante Lestido asume el gesto del pionero, de aquel que se atreve a internarse en terra incognita. Pero sobre todo asume la poética de los románticos, que veían en la naturaleza la posibilidad de conectarse con el mundo espiritual. Realizado en las condiciones más arduas, Errante es –esencialmente- un viaje introspectivo. En su magnífico libro de fotografías Antártida negra (2017), Lestido ya había iniciado la primera parte de este viaje hacia las antípodas, que ahora completa y profundiza el film Errante. De un polo al otro, Lestido sale con sus cámaras en busca del universo sensible para intentar encontrar una unidad de sentido, una dialéctica que en su síntesis la devuelva a su origen primigenio. No por nada entre las varias citas que van pautando el film –textos de Murakami, Spinetta, Frigyes Karinthy y Theodor Kallifatides que acompañaron a Lestido en sus viajes- sobresale casi hacia el final (es la nota más extensa) una de la escritora argentina Liliana Bodoc, que dice: “La magia me autoriza a desobedecer y a morirme en la paz de los que saben que la piel es un límite impreciso. Y que tras la apariencia del final hay un ciclo de ave, tierra, niño, tortuga, dátil y mujer de nuevo. ¡Y qué! La magia me autoriza a no tomarme en serio que soy un individuo único, irrepetible, piel adentro. Prefiero acercarme a cada ser, la magia me autoriza. Y ya muerta, llegar a la tortuga, al alacrán, al risco, como quien vuelve a casa”. No por nada el film lleva como subtítulo “la conquista del hogar”. Ese carácter cíclico que evoca el texto de Bodoc está presente también en la estructura narrativa del film, organizado en cinco capítulos que informan de los registros de Lestido durante las distintas estaciones del año hasta volver en el quinto nuevamente al comienzo, que significativamente es la primavera. Algo de sol asoma allí en ese universo gélido, barrido por vientos feroces, pero impresionan en particular esos magmas que emergen de la tierra, esas aguas que parecen entrar en ebullición junto con el renacer de la naturaleza toda. A esa violencia literalmente física, a la furia de los vendavales y las trombas le sigue la paz y el silencio que preanuncian la llegada del verano, cuando las aguas se aquietan, la naturaleza se apacigua y asoma el verde en las costas, junto con algunos pocos animales. El otoño en cambio trae paisajes post-apocalípticos. Si al comienzo se había vislumbrado apenas alguna cabaña iluminada, aquí en cambio, en grandes planos generales (que son los que Lestido privilegia), se ven recostadas contras las montañas unas fábricas y complejos habitacionales, pero que están a oscuras y parecen desiertos. Unas hamacas herrumbradas hacen pensar lo impensable: que allí alguna vez haya sido o sea posible la existencia de niños. La figura humana está elidida, del todo ausente en Errante, pero paradójicamente eso no le resta humanidad al film, porque Lestido es capaz de encontrarla dentro de sí misma, en su poema visual y sonoro, que alcanza su apogeo durante el invierno, cuando al paisaje ya blanco por completo se suma el espectáculo de las auroras boreales, con su despliegue cósmico de luces y reflejos. Los cinéfilos buscarán encontrar, en vano, alguna experiencia previa similar a la de Errante, quizás en la de ese viajero extremo que alguna vez fue Werner Herzog, o en ese estructuralista abstracto que es James Benning (particularmente sus films Ten Skies o 13 Lakes), pero son referencias que no llevan a ninguna parte. Si a algo del cine previo se parece Errante es al de Peter Mettler, más precisamente a Picture of Light (1994), donde el director canadiense también partía en la noche oscura y fría hacia el Norte (“hacia donde señalan todas las brújulas”, como dice la cita de Karinthy) en busca de ese fenómeno inasible que es la aurora borealis. Ahora Lestido, como entonces Mettler, también llega al final del camino y cuando lo encuentra continúa de frente, sin vacilar.
"El falsificador": las travesuras de Cioma en el país de los nazis Basada en un caso real, la película cuenta la historia de Cioma Schönhaus, un muchacho judío de 21 años que –en el Berlín de 1942, nada menos- se propone que nadie, ni siquiera los nazis, le quite su entusiasmo por la vida. “Shoah no es una película sobre los sobrevivientes”, declaró Claude Lanzmann a este cronista en 1997, en una entrevista con PáginaI12. “Estas personas en Shoah nunca dicen ‘yo’, nunca cuentan su historia personal, nunca dicen cómo escaparon. Ellos no querían contarlo y yo no quería preguntarles sobre eso. No me interesaba, porque Shoah es un film sobre la muerte, sobre la radicalidad de la muerte, y no una película de aventuras sobre una fuga.” Es injusto comparar cualquier otro film con Shoah, pero las palabras de Lanzmann sirven para posicionar la enorme cantidad de películas que -luego de la experiencia límite del nazismo- se hicieron de “aventuras sobre una fuga”, como él dice. Entre ellas, El falsificador, de la guionista y directora alemana Maggie Peren, que luego de su paso fuera de concurso por la Berlinale del año pasado ahora llega a las salas argentinas. Basada en un caso real, que se dio a conocer originalmente en forma de una novela escrita por su protagonista, Der Passfälscher cuenta la historia de Cioma Schönhaus, un muchacho judío de 21 años que –en el Berlín de 1942, nada menos- se propone que “nadie, ni siquiera los nazis, le quite su entusiasmo por la vida”, como describe la sinopsis de prensa del film. Ese optimismo a toda prueba de Cioma (Louis Hofmann, el actor alemán que logró trascendencia internacional gracias a la serie Dark) es lo que hace de El falsificador una película banal, por decir lo menos, donde la buena suerte de un individuo en particular oscurece el destino trágico de millones de sus compatriotas. Empezando por los de su propia familia. No se entiende muy bien por qué Cioma tiene una permanente sonrisa en el rostro cuando sigue malviviendo –controlado por un viejo oficial de la Gestapo y por una agria casera- en el departamento en el que hasta hace poco habitaba toda su familia, deportada hacia “el Este”, el eufemismo que usa la película para no mencionar los campos de la muerte. Pero allí está lo más contento Cioma con sus habilidades manuales, falsificando documentos de identidad que le provee –sin motivos demasiado claros- un funcionario civil bienintencionado y que le paga generosamente con unos cupones de racionamiento que pocos tienen. Por su extrema juventud, Cioma no llega a ser exactamente un bon vivant (como a su modo lo era el Schindler de Spielberg), pero aspira a serlo. Munido de un imponente uniforme de la Marina que le consigue un amigo sastre, se pasea feliz por la glamorosa noche berlinesa, donde conoce también a su primer amor, ambos judíos como él, pero que no tendrán su misma buena suerte. ¿Suspenso al menos? Tampoco demasiado. Algún momento tenso frente a unos policías que piden documentos y poco más. La realizadora Maggie Peren cuenta las travesuras de Cioma con un entusiasmo digno de mejor causa y con un profesionalismo tan terso como televisivo. Todo el atrezzo parece estar en su lugar, pero falta algo: si no la verdad histórica, al menos la verosimilitud cinematográfica.
"La noche del crimen": una pesadilla masculina Como en casi todo policial francés (y no solamente francés), el de Moll es un film esencialmente masculino. Pero la paradoja es que interpela a esa masculinidad. “Cada año, la Policía Judicial abre 800 investigaciones por homicidio. Cerca del 20 por ciento de estos casos nunca se resuelven. Esta película cuenta la historia de uno de ellos”. Apenas si acaban de verse los créditos de apertura de La noche del crimen y la película de Dominik Moll –estrenada fuera de competencia en el Festival de Cannes del año pasado- ya muestra sus cartas. Lo que se verá no es lo que los anglosajones llaman un “whodunit”. Aquí no importa tanto el quién lo hizo sino el por qué, las razones que llevan a que una chica de 21 años de una pequeña ciudad de provincia francesa de la región de Grenoble muera de pronto, brutalmente quemada, sin que ni siquiera ella sepa quién es su asesino. Pero La noche del crimen tampoco es un film de tesis, sino lo que los franceses llaman un “polar”, una película policial, que se enmarca dentro de un género y una tradición muy fecunda en el cine francés. El director de Noticias de la familia Mars (2016) utiliza sino todas muchas de las convenciones del “polar”, pero de algún modo también las deconstruye, las deshace poco a poco para darles un significado sutilmente distinto. El protagonista, por ejemplo, es Yohann (Bastien Bouillon, ver entrevista aparte), el joven jefe de la brigada criminal de Grenoble. Como corresponde a esas convenciones, es un solitario y un obsesivo, pero a diferencia de los personajes que supieron construir sus ilustres antecesores –de Jean Gabin a Lino Ventura pasando por Alain Delon- no es violento ni machista. En todo caso, es introvertido por demás. Habla poco y nada. Y descarga sus tensiones sobre una bicicleta de carrera, girando cada noche en un velódromo. “Como un hámster”, le dirá un colega. Esa imagen es muy elocuente también de cómo concibe Dominik Moll a su intriga: como un círculo del cual es imposible salir. Como en casi todo policial francés (y no solamente francés), La noche del crimen es un film esencialmente masculino. Al comienzo, hacia octubre de 2016 (la película está inspirada en un caso real) la brigada criminal está integrada únicamente por hombres, con los prejuicios que suelen tener los hombres y más aún los policías. Desconfían de casi todos los sospechosos, que no son pocos, pero -aunque no lo digan abiertamente- también de la víctima, por el solo hecho de ser mujer, por tener demasiados “amigos sexuales”. La paradoja es que este film esencialmente masculino interpela a su propio mundo. “No fue ella. Ella no hizo nada. Me preguntan qué hizo con éste o con aquel y la hacen ver como a una puta, pero ella no cometió ningún crimen. ¿Quiere saber por qué la mataron? Porque era una mujer, por eso”. Entre sollozos, las palabras de la mejor amiga de la víctima producen un impacto en Yohan, aunque su máscara siga casi imperturbable. Algo cambia en él a partir de ese encuentro. La sexualidad es otro de los contrastes de La noche del crimen. Por los testimonios que recogen Yohan y su brigada, los jóvenes la viven abiertamente, sin conflictos, incluso de manera promiscua se diría, al menos por los sospechosos involucrados. Apenas una generación mayor, Yohan en cambio parece un monje: célibe, ermitaño, reconcentrado. Tanto que el caso de esa chica se convertirá en su pesadilla (como lo era para el protagonista de Zodiac, una película con la que la de Dominik Moll ha sido comparada en exceso). Solamente con la aparición de una jueza interesada en el caso, aunque hayan pasado varios años, y de la primera mujer policía que ingresa a su brigada, Yohan parece poder volver a respirar nuevamente, a sacarse algo de su angustia de encima. El estilo de Dominik Moll es tan seco y reconcentrado como el de su protagonista. Nada busca llamar la atención y hasta se diría que por momentos el film es excesivamente plano en su narración. Pero esa impresión se contradice con el efecto que produce la película: ¿cómo es posible mantener la tensión y el interés cuando desde un comienzo se sabe que nunca se encontrará al asesino? Ese es otro de los misterios de La noche del crimen.
"Trenque Lauquen": la llanura de los senderos que se bifurcan Unas cartas eróticas escondidas entre las páginas de un libro de una biblioteca de provincia disparan varias aventuras y misterios simultáneos, en la mejor tradición de lo que en literatura alguna vez se llamó “fantástico rioplatense”. Autobiografía de una mujer sexualmente emancipada se titula ese libro olvidado que aparece en una biblioteca popular de una pequeña ciudad de la provincia de Buenos Aires y que contiene un secreto que va más allá de sus páginas. Escondidos entre los pliegues del libro de la escritora rusa Alexandra Kolontai (nacida en el seno de una familia aristócrata, pero que fue parte activa en los movimientos revolucionarios que desembocaron en la revolución de Octubre) una bióloga porteña de hoy encuentra el primero de una serie de mensajes eróticos que una maestra de esa recatada ciudad rural se intercambiaba con su amante, varias décadas atrás. Ese hallazgo es el primer motor de Trenque Lauquen, cuarto largometraje como directora de Laura Citarella (Ostende, La mujer de los perros, Las poetas visitan a Juana Bignozzi), que se interna en varias aventuras y misterios simultáneos, muy a la manera de esos jardines con senderos que se bifurcan que identifican a las producciones de El Pampero Cine. Estrenada en la Mostra de Venecia y exhibida poco después en los festivales de San Sebastián y Mar del Plata (donde ganó el premio a la mejor película de la Competencia Latinoamericana), Trenque Lauquen dura cuatro horas divididas en dos partes que conforman un único viaje alrededor de unos pocos kilómetros a la redonda -los campos y localidades alrededor de la ciudad que le da el título al film-, pero que avanza y retrocede en el tiempo con la bella, serena fluidez de un arroyo rural. La bióloga se llama Laura (extraordinaria Laura Paredes) y se entusiasma tanto con ese hallazgo que la consume hasta hacerla desaparecer en medio de ese horizonte llano, donde todo parecería estar a la vista. La buscan juntos los dos hombres que la aman: su novio (Rafael Spregelburd), un desconcertado académico porteño con el que estaba por formar una pareja, y un amante tácito, pudoroso (Ezequiel Pierri), empleado de la municipalidad local, que se entusiasmó tanto con la investigación de Laura que terminó enamorándose de ella. Un poco como ya sucedía en Historias extraordinarias (2008), de Mariano Llinás, una historia lleva a la otra y cada nueva carta que Laura y Ezequiel van encontrando abre un abanico casi infinito de posibilidades, una suerte de laberinto epistolar que recuerda a esos grabados de Escher en los que las escaleras suben, bajan y se cruzan siempre en el mismo lugar: un espacio paradójico que puede contener varias dimensiones simultáneas, a cuál más hipnótica. Aquí ese espacio paradójico toma la forma de la pampa húmeda bonaerense, una llanura mansa que a priori parecería la escenografía menos indicada para esconder misterios y desapariciones, pero que gracias a la sencilla pero imaginativa puesta en escena de la directora Citarella (autora del guion junto a su actriz Paredes) se vuelve mágicamente una zona plena de pliegues y secretos, no exentos de humor. La libertad de concepción de Trenque Lauquen hace que el film pueda ir y venir sin prejuicios entre distintos géneros, desde la comedia romántica hasta la mejor tradición de lo que en literatura alguna vez se llamó “fantástico rioplatense”. La fragmentación de la realidad de pronto altera el orden natural de las cosas y aquello que podría parecer evidente se vuelve sin embargo opaco, sin perder la luminosidad que es propia de ese verano sin fronteras que está en el núcleo de la estupenda película de Citarella, quizás la más personal –en muchos sentidos- de toda su obra.
"Los jóvenes amantes": las sorpresas del amor. Hay una deliberada paradoja en el título Los jóvenes amantes (es idéntico en el original), porque la inusual historia de amor que contiene es entre un hombre de 45 años y una mujer de 70. El (Melvil Poupaud) está casado, tiene dos hijos y vive y trabaja en Lyon, donde practica como médico oncólogo. Ella (Fanny Ardant) es una arquitecta parisina, viuda, madre y abuela de una adolescente. Nada indicaría que esos dos personajes alguna vez pudieran cruzar sus destinos, pero aquí está este tenue, asordinado melodrama francés cuya mayor virtud es la de ir contra la corriente. A contramano de todo cliché, el hombre no corre detrás de una joven colega –como piensa incluso su propia esposa (Cécile De France)- sino que se enamora perdidamente de una mujer mayor, que ya se creía retirada de las lides del amor. Esa sorpresa es el primer motor del film dirigido por la francesa Carine Tardieu, a partir del guion-testamento que le dejó su amiga Sólveig Anspach, una directora belga que tuvo cierto nombre más de dos décadas atrás, con La fuerza del corazón (Haut les coeurs!, 1999) y que murió en 2015. Shauna no entiende bien al comienzo qué quiere de ella Pierre, a quien había conocido fugazmente en una desangelada noche de hospital tres lustros antes y del que ya ni siquiera se acordaba. Pero un reencuentro fortuito le hace replantear toda su vida y sus prioridades. Para su propio asombro, se siente atraída por ese médico apasionado por su trabajo, que súbitamente comienza a cortejarla, como si la diferencia de edad no existiera entre ellos. Y despierta en ella un deseo que ya creía perdido. Es una pena que el guion de Anspach y Tardieu (ahora firmado también por otros dos nombres que suman demasiadas manos al teclado de la computadora) comience a cargar el barco de enfermedades y desgracias, porque el núcleo de Los jóvenes amantes sigue siendo lo esencial: la posibilidad de que el amor surja en cualquier momento y a cualquier edad. Si el film consigue sin embargo mantener una permanente dignidad a pesar de tanta pena y tanta herida es básicamente gracias a su estupenda pareja protagónica, que nunca condesciende a ningún recurso fácil. La Ardant sabe hacer valer el peso de su nombre y de su historia: al fin y al cabo, protagonizó grandes historias de amor (para François Truffaut y Alain Resnais, entre otros) y demuestra que todavía está en condiciones de hacerlo. A esa confianza le suma las fragilidades y dudas de su edad, que la directora Tardieu expone con discreción, como cuando ella, en manos de su amante, se siente tácitamente avergonzada de las suyas, venosas y arrugadas. Por su parte, Poupaud vuelve a demostrar que es el actor francés más versátil de su generación. Del inmaduro coleccionista amoroso de Cuento de verano (Eric Rohmer, 1996) al conservador padre de familia de Por gracia de Dios (François Ozon, 2018), pasando por el sorprendente transexual de Laurence Anyways (Xavier Dolan, 2012), no hay papel que se le resista y al que no aporte su personalidad. Aquí el guion no alcanza a justificar el súbito flechazo de Pierre por Shauna, más allá de la serena belleza de Ardant, pero aun así Poupaud se las ingenia para dotar a su personaje de una verdad que la película no necesariamente le provee.
"Memoria", con Tilda Swinton: el sonido de la tierra. En su film más reciente, Weerasethakul cambia las selvas de su país por las de Colombia, pero su cine sigue transcurriendo en un limbo a mitad de camino entre el sueño y la vigilia, habitado fantasmas que nunca se ven pero parecen estar allí desde el comienzo de los tiempos. Un ruido seco e intenso -¿un portazo, un intruso quizás?- despierta a una mujer en medio de la noche. Se levanta con sigilo, pero no hay nadie en su departamento. Tampoco en el estacionamiento de la planta baja, cuando de pronto las luces y alarmas de todos los autos se encienden y comienzan a sonar. Así de inquietante y misterioso es el inicio de Memoria, el esperado regreso del gran director tailandés Apichatpong Weerasethakul al largometraje después de seis años dedicados al cortometraje y las instalaciones. Figura central del mejor cine contemporáneo, con films como El hombre que podía recordar sus vidas pasadas, Palma de Oro del Festival de Cannes 2010, Weerasethakul cambia en Memoria las selvas de su país por las de Colombia, pero su cine sigue transcurriendo en un limbo a mitad de camino entre el sueño y la vigilia, habitado tanto por hombres y mujeres de carne y hueso como por presencias, espectros, fantasmas que nunca se ven pero parecen estar allí desde el comienzo de los tiempos. La mujer en cuestión es Jessica (Tilda Swinton), una botánica inglesa radicada temporariamente en Medellín y con una rara sensibilidad estética, como lo prueba su encuentro con un poeta, a quien le inspira un poema sobre los hongos, un organismo que se clasifica en un reino indeterminado, distinto al de las plantas y los animales. Todo en Memoria parecería transcurrir en una suerte de terra incognita, allí donde mueren las certezas. Como ese ruido inicial, que sólo Jessica parece escuchar, que sigue sonando en su cabeza y que escapa al dominio de la medicina y de la ciencia. Apenas si consigue reconstruirlo trabajosamente en un estudio de grabación, con la ayuda de un ingeniero de sonido, que es también músico. Y que no tardará en desaparecer, enigmáticamente. La actitud de esta mujer es la de una académica, pero también la de una artista: está a la búsqueda. Busca ese sonido, no tanto porque perturba sus sueños –hay un punto en el que Jessica deja de dormir- como porque entiende que allí hay algo de otro orden, quizás metafísico. “El murmullo del núcleo de la tierra”, lo describe cuando intenta definirlo. Y agrega: “Es profundo y redondo”. Y para encontrarlo, deberá dejar atrás la ciudad e internarse en la montaña y la selva, allí donde su hermana actriz estuvo haciendo una experiencia teatral con pueblos originarios y quedó en un extraño estado de catalepsia, un sueño profundo del que le cuesta despertar. Es notable el modo en el que Weerasethakul trabaja con la matriz del cine fantástico sin caer jamás en ninguno de sus lugares comunes. El modelo a seguir no podría ser más clásico y es el del maestro Jacques Tourneur: sugerir, insinuar, utilizar las infinitas posibilidades del sonido y del fuera de campo. No por nada el personaje de Tilda Swinton se llama Jessica, como la protagonista de uno de los mejores films de Tourneur, I Walked With A Zombie (1943), la esposa aturdida del dueño de un campo de caña de azúcar que se siente irresistiblemente atraída por el sonido de los tambores vudú en la noche de Haití. Como su homónima, la Jessica de Swinton (extraordinaria, como siempre) también es una extranjera sometida al hechizo de un llamado de otra tierra. Pero a su vez Weerasethakul no podría ser más moderno: su cine fragmenta la narración de un modo muy particular, trabajando con módulos que el espectador deberá ir uniendo entre sí, como si siguiera una línea de puntos que recién hacia el final ofrecen la figura completa. Habrá que prestar atención entonces a las pausas que Jessica hace en su camino hacia la selva, como cuando se detiene en la construcción de un inmenso túnel que horada las entrañas de la tierra. Es allí donde una amiga antropóloga (la francesa Jeanne Balibar) ha encontrado el esqueleto de una niña de miles de años atrás. Y que habría muerto en un ritual que el tiempo no permite descifrar. De los brutales taladros neumáticos, Jessica pasa al levísimo arrullo de un chorrillo de montaña, donde tiene un encuentro determinante con un pescador de la zona, un prolongado plano fijo sin cortes que será crucial para la búsqueda de Jessica. Allí finalmente la protagonista alcanza “un estado de equilibrio cuando el yo se desvanece”, en palabras del propio director. La naturaleza parece hablar, de pronto, con más elocuencia que nunca. Y si Jessica puede ser interpretada como una suerte de médium, la película misma se convierte en un tótem, en un emblema protector de la gran tribu humana, que a pesar del ruido del mundo no se resigna a perder su memoria histórica y su armonía con el universo.
"El hombre del norte": la venganza será terrible Las dos primeras películas de Eggers, "La bruja" y "El faro", eran una mejor que la otra. Pero con esta saga vikinga quedó ahogado por el presupuesto. A priori, la idea de hacer una película de vikingos inspirada en la saga nórdica que habría dado pie al Hamlet de William Shakespeare, parecía ingeniosa, por decir lo menos. Y para ese proyecto, impulsado por el actor sueco Alexander Skarsgard, se fueron sumando nombres propios cada vez de mayor peso, empezando por el veterano productor Arnon Milchan (Martin Scorsese, Terry Gilliam, Ridley Scott, James Gray y David Fincher son solamente algunos de los directores que están en su foja de servicios). Luego se incorporaron a El hombre del norte el guionista islandés Sjón, para darle mayor seriedad al asunto, y el director Robert Eggers, cuyas dos primeras películas eran una mejor que la otra: La bruja (2015) y El faro (2019). Para completar la torta, el elenco: el ascendente Skarsgard como el brutal Amleth (que de noble príncipe no tiene nada), más Nicole Kidman como su madre lúbrica, Ethan Hawke como su padre, Claes Bang como su tío traicionero, Anya Taylor-Joy como su amor imposible, más personajes secundarios –por no decir cameos- a cargo de Willem Dafoe y, obviamente, Björk, que interpretan respectivamente a un brujo y a una hechicera que orientan al protagonista por su camino de tinieblas. El resultado, sin embargo, no pudo haber sido peor, a pesar de los 90 millones de dólares que terminó costando el chiste. O a causa de ellos. Se diría que El hombre del norte es uno de esos casos donde el tremendo peso de la producción termina asfixiando cualquier atisbo de creatividad, empezando por el guion mismo, que es de una elementalidad rampante, como si la decisión final hubiera sido tirar por la borda la idea original, que tenía su jugo, y convertir a The Northman en una vulgar película de venganza como hay tantas. Y donde cada juramento de revancha por parte de unos y otras (y los hay cada 5 minutos en una película que dura más de dos horas) se pronuncia con un grado de solemnidad y circunspección que termina provocando humor involuntario. Tanto en La bruja como en El faro el director estadounidense Robert Eggers había demostrado que con muy pocos recursos económicos era capaz de crear los relatos y las atmósferas más inquietantes. Y no sólo eso: también conseguía una profundidad de sentido que muchas veces le falta al cine de terror o fantástico. Aquí sucede exactamente lo contrario: a diferencia de la concentración dramática y de espacio de sus dos films anteriores, en El hombre del norte todo se dispersa y se pierde en el camino. Sobran personajes, situaciones, locaciones, efectos especiales. Hay demasiados elementos para narrar muy poca cosa. Y lo que se narra es tan básico que trae a la memoria la saga de 300 en su despliegue de testosterona guerrera, toda una contradicción para un director que en La bruja hizo un sutil alegato feminista y en El faro se reía del machismo absurdo de sus dos contendientes. Los actores no salen mejor parados. No importa lo que le suceda, Skarsgard está siempre igual: pétreo, torvo, puro músculo y ninguna emoción. Lo menos que puede decirse de Ethan Hawke –un actor de perfil urbano y contemporáneo- es que así como está, ataviado como un rey vikingo, se trata de un enorme malentendido de casting. Y la escena junto al brujo que compone Willem Dafoe da un poco de vergüenza ajena: gente grande jugando a los disfraces. Anya Taylor-Joy, que tan bien le había rendido a Eggers en La bruja, aquí es apenas un cliché romántico. En todo caso, quien sale mejor parada es Nicole Kidman, que en medio de ese marasmo sabe otorgarle a su reina lujuriosa una dosis de malicia que se siente verdadera, a diferencia de la falsedad digital que impera a su alrededor.
Fragmentos de un discurso amoroso Lo que importa en el film de Mouret, como señala su propio título, es la lucha entre lo que se dice y lo que se hace, entre la organización y el azar, entre la imagen y la palabra, entre el amor y el deseo, que por supuesto no siempre es lo mismo. “Me encantan las historias de amor, son fascinantes, me recuerdan a las que tuve o no llegué a tener”. Quién habla al comienzo del film es Daphne (Camélia Jordana), pero detrás de sus palabras está, evidentemente, el pensamiento del guionista y director marsellés Emmanuel Mouret (ver entrevista aparte), que lleva construida toda una obra alrededor de las más diversas –y en el fondo siempre similares- historias de amor. Y aquí en Las cosas que decimos, las cosas que hacemos son tantas, y tan entreveradas las unas con las otras, que solamente se podría pensar que son el producto de la imaginación de un novelista afiebrado. Un novelista, precisamente, es lo que quiere ser Maxime (Niels Schneider). “Escribir es fácil, lo difícil es escribir algo interesante, todavía no sé por dónde empezar”, se justifica. Y empezará por donde le pide la romántica Daphne, que quiere saber por qué ese muchacho ha llegado a su casa de campo tan triste y alicaído, sin duda por alguna historia de amor. Y así él le contará acerca de su frustrado affaire con Victoire (Julia Piton), de quién no sabía que estaba casada y que parece haber planeado su vida como una partida de ajedrez. Y de Victoire pasará a la voluble Sandra (Jenna Thiam), que le dice que nunca podría salir con él porque todos piensan que están hechos el uno para el otro. Pero que mientras se pone en pareja con su mejor amigo, le dedica a Maxime sus más delicadas atenciones. Se podría seguir así casi indefinidamente, como si fueran los cuentos de Las mil y una noches, porque Daphne también tiene sus historias para contar de su marido François (el barbudo Vincent Macaigne), quien a su vez antes estaba casado con Louise (Emilie Dequenne). Pero lo que importa en el film de Mouret, como señala su propio título, es la lucha entre lo que se dice y lo que se hace, entre la organización y el azar, entre la imagen y la palabra, entre el amor y el deseo, que por supuesto no siempre es lo mismo. “Estamos indefensos ante el deseo”, sentencia uno de los personajes de esta comedia lúdica, ligera, adornada con una banda de sonido que va de Mozart a Chopin y Satie, y que podría también robarle su título a los famosos Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes, del que toma también algo de su procedimiento narrativo. En términos cinematográficos, es curiosa la mezcla con que Mouret amalgama su comedia. Por un lado, detrás de Las cosas que decimos… está el eco de las screwball comedies del Hollywood de los años ’30, y particularmente aquellas que el crítico cultural Stanley Cavell definió como las “comedias del re-matrimonio” (La pícara puritana, Pecadora equivocada), donde la pareja inicial vuelve a unirse hacia el final después de una serie de movimientos falsos y malentendidos. Sobre esa tradición cinematográfica, Mouret a su vez sobreimprime otra, la de los “Cuentos morales” de Eric Rohmer, donde la estructura geométrica es siempre básicamente la misma: mientras el narrador busca a una mujer, encuentra a otra que acapara su atención hasta el momento en que reencuentra a la primera. Y sobre esas dos referencias a su vez parecería sobrevolar una tercera: la de los pequeños azares mágicos del cine de Jacques Rivette, como el que mueve los hilos de su clásico Céline et Julie vont en bateau (1974). Pero Mouret es Mouret: más ingenuo y pausado que las comedias lunáticas de Hollywood, menos intelectual que Rohmer y más inocente que Rivette. Sus personajes no se relacionan a través de la cultura, sino a través de sus sentimientos, lo que los lleva a experimentar todo tipo de ciclotimias, que van desde la euforia a la depresión, pasando por la melancolía, al punto de que el happy end de rigor tiene también algo de indisimulable tristeza. Como director opta por una puesta en escena simple, pragmática, cartesiana, que saca ventaja de un diálogo pleno de equívocos y de doble sentidos, pero aun así siempre tenue, delicado, elegante, capaz de impregnar el tono general del film.
"Licorice Pizza", de Paul Thomas Anderson: la felicidad a los 15 años La nueva película del realizador de "Petróleo sangriento" se disfruta como ninguna otra de su filmografía, tiene en sí una felicidad que parece de otro director. Y a la vez ningún otro podría haberla hecho. ¿Será posible? El de Licorice Pizza, ¿es el mismo director de películas tan oscuras, tan enfermizas, con personajes tan obsesivos como los de Petróleo sangriento, The Master y El hilo fantasma? Y el megalomaníaco realizador de Magnolia, o el sórdido retratista de Vicio propio, ¿dónde está en Licorice Pizza? Es cierto que Paul Thomas Anderson (Studio City, California,1970) también dirigió Boogie Nights y Embriagado de amor, que quizás podían pasar equívocamente por comedias, pero aunque tenían momentos de humor no lo eran. Había demasiada psicosis en sus personajes. En cambio, Licorice Pizza se disfruta como ninguna otra película de su filmografía, tiene en sí una felicidad que parece de otro director. Y a la vez ningún otro podría haberla hecho. Valle de San Fernando, California, 1973. El lugar y la época de Licorice Pizza no sólo tienen mucho que ver con la historia personal de Anderson, que sigue viviendo por allí, no muy lejos de donde nació y creció, sino también con un espacio y un tiempo en el que se siente como en casa. Quizás ningún otro director estadounidense sepa como él –que filma en el glorioso formato analógico de 70mm- cómo es la luz en el sur de California. Y, en éste caso en particular, cómo era cuando el presidente Richard Nixon se quejaba por televisión de la crisis internacional del petróleo, que era capaz de dejar de a pie a todo un Estado que no sabía –y sigue sin saberlo- lo que es moverse si no es sobre cuatro ruedas. En esas autopistas de día cegadas por el sol, en esas calles suburbanas por la noche iluminadas apenas por unos pocos faroles o carteles de neón, se conocen, se celan, se persiguen y se aman Gary y Alana (Cooper Hoffman y Alana Heim, debutantes ambos). El problema es que él tiene 15 años y ella 25. Pero Gary, desde la primera escena, cuando se conocen en la high-school (él tiene que sacarse la consabida foto anual, ella es la sufrida asistente de un fotógrafo mano larga) está seguro de que Alana es la mujer de su vida. Y se lo dice ahí mismo, apenas la ve, con todas sus hormonas estallando en forma de granos en su cara. Y a pesar de la diferencia de edad y del acné de Gary, ella (que tiene una belleza en las antípodas de la clásica rubia californiana; de hecho es morocha y judía) acepta su invitación a cenar sin saber muy bien por qué. De ahí en más, todo es de una rara, dichosa locura en Licorice Pizza, porque ese desajuste de edades no está visto por Anderson como una circunstancia angustiosa sino como el punto de partida para una serie de situaciones a cuál más lúdica y absurda, en las cuales tiene mucho que ver el ambiente en el que se mueven. Como buena hija de una familia de clase media de valores tradicionales, Alana no está dispuesta a acostarse con un menor de edad. Ella no es una hippie y además para sus ojos (y los de cualquiera) Gary todavía es casi un niño. “Kid!”, le refriega furiosa una y otra vez a ese chico que está genuinamente enamorado. Pero a la vez, Alana no puede prescindir de él, de sus sentimientos puros y verdaderos. Ni de sus excentricidades, que van desde ser actor juvenil en Hollywood hasta armar un irresponsable negocio de venta a domicilio de colchones de agua junto a su hermano menor y sus compañeros de colegio, con un entusiasmo digno de mejor causa. Anderson ha reconocido que su fuente de inspiración –además del American Graffiti (1973), de George Lucas- fueron los recuerdos y anécdotas de su amigo Gary Goetzman, que tuvo su cuarto de hora de fama como uno de los hijos de Lucille Ball en la comedia Los tuyos, los míos y los nuestros (1968). Y que hacia 1973 todavía se seguía representando a la manera de un show en escenarios de Las Vegas y estudios de TV de Nueva York. Esa circunstancia da pie a uno de los varios momentos bizarros de Licorice Pizza, cuando Gary consigue que Alana viaje con ella a Manhattan como su tutora legal, porque él era menor de edad. Además de Lucille Ball, otros famosos del Hollywood del pasado se ven mezclados en las aventuras de Gary, Alana y su pandilla. El veterano William Holden (a cargo de Sean Penn) quiere conquistar a Alana recitándole sus líneas románticas en Los puentes de Toko-ri (1954), además de montar un improvisado show motociclístico que sólo es posible por su exceso de alcohol en sangre, potenciado por el de un viejo director amigo (Tom Waits) que se encarga de la puesta en escena. Y ni qué hablar del imposible estilista y productor Jon Peters (Bradley Cooper imitando al Warren Beatty de Shampoo). Por entonces, Peters era la pareja de Barbra Streisand y no tiene mejor idea que comprarle una de esas novedosas camas de agua a Gary y Aldana. Lo que da pie a una escena cómica que parece escapada del mejor período de Blake Edwards. Lo esencial, sin embargo, es que cada vez que Gary o Aldana están en problemas no podrán evitar correr –literalmente- el uno hacia el otro a socorrerse, a encontrarse, a abrazarse, porque no pueden vivir sino están juntos, por más platónica que sea su relación. Al fin y al cabo -aunque cueste creerlo en Anderson- se trata de una comedia romántica. Quizás demasiado larga, como suele suceder en un director con tendencia al exceso (la subtrama del político gay interpretado por Benny Safdie diluye su potencia final), pero siempre alegre, feliz, obstinadamente optimista. Y reforzada por una banda de sonido que -de Nina Simone a Paul McCartney pasando por Sonny & Cher y The Doors- es dramáticamente muy orgánica y no tiene desperdicio.
En la senda de Walter Benjamin Con una serie de pequeños apuntes brillantes, la nueva maravilla del director de "Mayúscula imprenta" da cuenta de la verdadera obscenidad de nuestra época, que no está en un video porno casero, sino en el capitalismo desenfrenado. Un prólogo, tres capítulos y un epílogo conforman la estructura básica de Sexo desafortunado o porno loco, la nueva maravilla del gran director rumano Radu Jude, ganador del Oso de Oro de la Berlinale 2021. Ese orden, que así enunciado parece tan aristotélico en su construcción, sin embargo está dinamitado en el interior mismo del film, abierto a todo tipo de estilos, digresiones y puntos de fuga. Esto no le impide a Jude dar cuenta de su época como pocas películas lo han hecho en los impiadosos tiempos que corren. Por el contrario, se diría que esa implosión formal es la que le permite al director reflejar la disgregación social, el absurdo cotidiano y la violencia física y simbólica en la que estamos inmersos. El prólogo no dura más de tres minutos y es un video porno casero, donde un hombre y una mujer enmascarados dan rienda suelta a sus fantasías. Punto y aparte. El capítulo uno lleva por título “Calle de sentido único”, a su vez el título de un pequeño pero importante libro de Walter Benjamin (Einbahnstrasse), constituido por unas 60 de miniaturas literarias, que aquí funciona como inspiración y programa estético. Una mujer joven, vestida con un modesto traje sastre, recorre nerviosa las calles de Bucarest mientras se ocupa de distintas compras y diligencias. Esos menesteres son secundarios pero sirven para dar los primeros indicios –a través de una visita de cortesía y de un par de llamados a su celular- de que esa mujer es la protagonista del video porno, que es una docente y que la difusión en redes -sin su consentimiento- del video le puede costar el puesto. Lo que importa en este primer capítulo, sin embargo, es –como hubiera querido Benjamin- la infinidad de pequeños apuntes que Jude hace sobre Bucarest mientras sigue el derrotero de Emilia (Katia Pascariu), su protagonista. Con un ojo privilegiado, capaz de extraer con su mirada las notas más punzantes de la ciudad, Jude expone la hostilidad urbana en su apogeo: ruido, feísmo, ahistoricidad, agresión física y verbal, agobiante polución visual. Tanta que un par de planos de unas gigantografías publicitarias ("Me gusta hasta el fondo", grita una donde la modelo come un chocolate) dan cuenta de la verdadera obscenidad, que no es la de video porno casero, sino la del capitalismo desenfrenado. En un país que alguna vez se dijo comunista, hoy lo que importa es el tamaño del auto, que puede ser un bestial Hummer 4x4 estacionado sobre la vereda (la impunidad que da el poder del dinero) y del que apenas puede descender su propietario, obeso seguramente a causa de su sedentarismo. “…Una verdadera actividad literaria no puede pretender desarrollarse dentro del marco reservado a la literatura: esto más bien es la expresión habitual de su infructuosidad”, escribía Benjamin en su Einbahnstrasse. “Para ser significativa, la eficacia literaria sólo puede surgir del riguroso intercambio entre acción y escritura; ha de plasmar, a través de octavillas, folletos, artículos de revista y carteles publicitarios las modestas formas que se corresponden mejor con su influencia en el seno de las comunidades activas que el pretencioso gesto universal del libro. Solo el lenguaje rápido y directo revela una eficacia operativa adecuada al momento actual”. Basta cambiar literatura por cine y octavillas y folletos por capturas de video para comprender el método con el que Radu Jude percibe el pulso de su tiempo. Y es lo que vuelve a hacer en el capítulo dos de su Sexo desafortunado o porno loco, titulado “Breve diccionario de anécdotas, signos y maravillas”, donde con total libertad Jude va eligiendo palabras aparentemente al azar para cargar –con pequeñas invectivas colmadas de humor negro y veneno- contra la Iglesia ortodoxa rumana, el nacionalismo, el militarismo, el antisemitismo, el patriotismo y varios “ismos” más, a los que hay que sumar a Ceausescu, por supuesto, y los actos escolares. Entre estos últimos hay que contar al capítulo tres, titulado “Praxis e insinuaciones (sitcom)”, donde Emilia –muy lejos de ser una víctima- es obligada a comparecer en un juicio sumario organizado por la escuela a pedido de los padres biempensantes, decididos a quemar a la bruja del video porno en la hoguera de sus prejuicios e hipocresías. Este capítulo es el más convencional de la nueva película de Jude, que organiza el proceso a la manera de una farsa deliberadamente grotesca y teatral, donde la ridícula variedad de barbijos (“el bozal de los esclavos”, según un padre conspiranoico) no hacen sino acentuar las máscaras detrás de las que apenas se esconden las retrógradas “fuerzas vivas” de la sociedad, siempre dispuestas a enarbolar los manuales de la moral y las buenas costumbres. El epílogo -que en verdad son tres a falta de uno- no hará sino confirmar la libertad, el desparpajo y el espíritu cáustico del director de Aferim! y Mayúscula imprenta, donde se sugiere que “la película no era más que una broma”. Pero una broma que, como la de la novela del checo Milan Kundera, puede llegar a la náusea.