I’m (not) fucking MacFarlane
En la comedia el timing es todo, o casi todo, pero es absolutamente fundamental. Y Seth MacFarlane no se caracteriza particularmente por tener un buen timing. MacFarlane es un muñequito de torta, en el sentido más literal de la expresión. Es hermoso, con ese rostro precioso y blanco como de porcelana, los ojos ligeramente rasgados, y sonrisa y dientes perfectos, ideales para publicidad de sonrisa Colgate. Es el puto elegante, el puto con porte, el puto muñeco de torta. Y eso ya lo había demostrado cuando fue anfitrión de los Oscars en el 2013. Ama el musical clásico, baila y canta bien, luce increíblemente sexy en esmoquin, tiene gracia y estilo.
Ahora bien, todo esto no equivale a ser buen actor de comedia, porque eso requiere, como ya dijimos, la piedra angular del humor: el timing. ¿Qué es el timing? Es ese no sé qué, que no se aprende ni se practica, que simplemente se tiene (se puede entrenar un poco pero hay que tenerlo), que le da a uno el ritmo para la comida, la noción acerca de cuándo hacer los remates, cuándo hacer las pausas, cuándo apelar a las repeticiones, cuándo saturar un recurso, cuándo simplemente estar sin hacer nada. Ese es el timing cómico. Y MacFarlane, como buen muñeco de torta, tieso y rígido, no lo tiene. Se limita a recitar sus líneas de diálogo, con gracia y soltura, por supuesto, a decir los chistes y meter los punch lines cuando hay que meterlos, pero hay algo que falta, ese pulso para la comedia, ese no sé qué del que hablábamos antes, que traza la línea entre los cómicos regulares y los grandes cómicos. Ahí está el problema: el tipo no es un capocómico ni parece pretender serlo, pero el cine cómico precisa eso, líderes con timing. El problema más grave quizás sea ese: A Million Ways to Die in the West no se decide si quiere ser comedia o cine cómico. Y MacFarlane tampoco, por eso opta por una estructura cómica pero organiza un cast propio de una comedia (los cómicos son solo-riders, las comedias son en equipo).
Entonces, para suplir esta carencia propia, MacFarlane se rodea de geniales actores de comedia. Uno de ellos es la inconmensurable Sarah Silverman. Porque Silverman viene del palo del stand up, y se entrenó ahí, antes de pasar a la televisión. El stand up te da la ventaja de medir el timing con el público. Uno aprende de velocidad, ritmo y pausas con un público presente que te obliga a prestarle atención a esas cosas. La inmediatez y la cercanía con el público son el mejor termómetro de un comediante. El resto, como decíamos antes, se trae desde la cuna o no. Y Sarah Silverman es una comediante nata. Solo necesitar estar ahí, decir un par de líneas, y ya nos tiene a sus pies. Tiene esa expresión en la cara, mezcla entre sexópata, pícara e ingenua, combinación que explota a la perfección, y una forma de decir las cosas que funciona de manera brillante. Solo basta recordar los sketches que hizo con su entonces novio Jimmy Kimmel allá por el 2008, I’m Fucking Matt Damon y I’m Fucking Ben Affleck. Dos razones para vivir.
MacFarlane desentona un poco, y se lo ve incómodo y poco instalado en su rol protagónico.
A Million Ways to Die in the West se vale de buenos actores como Silverman, Giovanni Ribisi, Charlize Theron e incluso Liam Nesson, que conforman un ensamble que funciona bien, además del estereotipo del Oeste, muy bien construido. MacFarlane es el que desentona un poco, y se lo ve incómodo y poco instalado en su rol protagónico. MacFarlane es guionista y confía tal vez demasiado en los diálogos, en los chistes, los cuales se limita a repetir sin darles demasiada vida.
Da la sensación de que A Million Ways to Die in the West podría haber sido una muy buena comedia, si hubiera abandonado la idea de que la comicidad es una acumulación de chistes, a pesar de que varios de ellos funcionen bien. Falta algo más orgánico, un espíritu que tiene que sobrevolar e impregnarse en la película.
Se necesita más timing, más comedia, mayor conciencia sobre el humor, se necesitan más Sarah Silverman y menos muñecos de torta.