Seth MacFarlane hace comedia como si fuera a la guerra, disponiendo una batería gigantesca de gags que son disparados todos juntos y sin respiro. En medio de todos los chistes físicos, escatológicos, anacronismos y citas, A Million Ways… consigue algunos impactos más o menos certeros, pero el ataque se diluye rápidamente y pierde precisión a los pocos minutos de película. La estrategia es más o menos la misma que en otras creaciones suyas para televisión como Padre de familia o American Dad, pero también para cine como Ted, su debut como director: en los tres casos, MacFarlane no se toma tiempo para construir la comedia, no tiene idea de cómo generar el clima para el estallido de un gag. Lo suyo es el humor acelerado y precoz, ansioso, que procede como un staccato: los chistes se suceden a una velocidad casi lumínica sin darse espacio mutuamente, sin permitirse cosechar el éxito de una carcajada lograda en buena ley o de preparar el terreno para el próximo. El método no cambió en su segunda película, es solo que esta vez MacFarlane está menos agudo que en otras ocasiones; como a su protagonista, le falla la puntería, se la pasa a los tiros pero no le pega prácticamente a nada. El principal problema es que la pose canchera del director y actor para con el western se agota enseguida: ¿hace cuánto tiempo dejó de ser original o mínimamente interesante reírse de uno de los géneros con convenciones más rígidas y, para colmo, caído en el olvido hace décadas? Pasan los años y hay que decir que Blazing Saddles de Mel Brooks no es para nada lo mejor de su filmografía, y que tampoco resulta tan graciosa. ¿Por qué cree MacFarlane que puede hacer una comedia que se erige enteramente en el mismo, repetido e interminable motivo que puede resumirse en que el western idealizó el pasado violento y peligroso del viejo Oeste? Por más pedos, puteadas, muertes y manchas de semen que la película desparrame, A Million Ways… se muestra increíblemente infantil, como un nene que descubre por primera vez las leyes de un género y juega a subvertirlas, a ponerlas pata para arriba.
Durante los primeros dos tercios del relato, MacFarlane no ensaya ninguna otra táctica que la de conquistar a su público con un sinfín de gags desparejos: la seguidilla ininterrumpida demuestra ser poco efectiva, pero por lo menos se juega todo al plan inicial que le diera réditos en ocasiones anteriores (en Ted la cosa no era muy distinta, pero allí había un comediante enorme como Mark Walhberg que le ponía el cuerpo a cada chiste y que terminaba opacando al osito doblado por MacFarlane). Pero sobre el final, la película sufre del mismo mal que una buena cantidad de parodias: para que la copia funcione tiene además que imitar cosas como el romance imposible entre los protagonistas, el rapto de la amada por el villano, el cambio de actitud del héroe y el acto de justicia final. Y es acá donde MacFarlane, de golpe y contra cualquier pronóstico, se pone respetuoso y sigue los mandamientos del género más o menos al pie de la letra, como si de repente creyera en el drama de los personajes. Para nosotros, que ya estamos acostumbrados a los pedos, las referencias extemporáneas y la autoconsciencia canchera, esta nueva seriedad nos aburre, nos descoloca y nos expulsa para siempre del universo precario que había podido levantar la película. No es que estuviéramos matándonos de risa, pero al menos sabíamos qué esperar del escuálido batallón cómico del director. Cuando de un momento a otro el relato trata de convencernos de lo verosímil de lo que se está contando, la película se desmorona. E incluso antes de ese respeto inesperado, la comedia se estaba convirtiendo cada vez más en arbitraria y gratuita: los chistes que se construían mediante el montaje (como el momento de Volver al futuro 3) o que implicaban alguna clase de violencia lanzada contra los personajes desde el off (el toro que ensarta a un feriante) ya anunciaban la creciente incapacidad del guión de causar gracia por otros medios que no fueran meros golpes de efecto.