La gran prueba.
De todas los estrenos del 2014, si había uno que quería que me gustara con todas mis fuerzas y por sobre todos los otros, era A Million Ways to Die in the West o Pueblo Chico, Pistola Grande -sí, siempre sutiles- de Seth MacFarlane. Quería que me gustara por muchas razones. No sólo porque el director, co-guionista, productor y protagonista de la película me cae muy bien, sino porque mis expectativas post Ted eran muy altas y todo lo que el tipo hace me parece fresco e increíble y agradezco que una de las razones por las que el mundo es más hermoso es porque existe un comediante como él.
Pero a la hora de sentarme a escribir una nota sobre la película, me encuentro esforzándome por recordar la primera escena después de los títulos en rojo sobre el paisaje fordeano. Y cuando me di cuenta de lo mucho que me costaba eso, recordé que al llegar a mi casa luego de la función, apenas podía recordar alguno que otro chiste de la película. Algo que no pasaba con Ted, de la que hasta el día de hoy recuerdo escenas completas y me sigo riendo. Pero riendo fuerte, a carcajadas, de esas risas que nos hacen llorar y nos dan dolor de panza de la felicidad. Es que comparar a Ted con A Million Ways… es hablar sobre la diferencia entre reír y sonreír. Ahí donde las aventuras del oso arrancaban lágrimas de felicidad, la verborragia en carne y hueso de Albert Stark en el Oeste deja apenas -y solo por momentos- entrever una sonrisa. Es que Stark es el Doc Brown teletransportado al Oeste en 1882. Totalmente fuera de lugar.
El “padre de familia” se mete con el padre de los géneros estadounidenses, de hecho, el primer género cinematográfico estadounidense: el western, que nacía allá por 1903 de la mano de Edwin S. Porter. Sería injusto comparar A Million Ways... con Blazing Saddles primero porque si bien el grandísimo Mel Brooks fue el iniciador de este tipo de parodias referenciales, sus estilos son completamente diferentes y sus visiones parten desde lugares y épocas diferentes. Segundo, porque MacFarlane apela a la cita inmediata, ligada al “ahora” que vivimos. Pero lo que realmente las separa es que A Million Ways… no es más que una seguidilla de ideas ingeniosas. Muy buenas ideas por cierto, pero mal implementadas. No es que falte acción, ni peleas, persecuciones, robos, cabalgatas, indios -con escena onírica de por medio- y toda la iconografía del western mezclada con el universo MacFarlane: chistes sobre pedos, diarrea, porro y cultura pop. Todo eso está. Entonces, ¿qué es lo que no funciona? MacFarlane sabe contar historias. Pero, ¿sabe contarlas visualmente? Allí reside el mayor problema de A Million Ways… y es simplemente que le falta cine.
Las escenas más divertidas son aquellas en las que el director juega con nuestro imaginario colectivo sobre el género, pero la película parece estar hecha con cierta vagancia, como si la hiciera de taquito. Podría haber sido concebida como una serie de sketchs o episodios de una serie y no habría diferencia. MacFarlane es un genio de las voces y escucharlo haciendo chistes es lo más cercano a la felicidad que podemos experimentar. Pero verlo, no tanto. En carne y hueso, el actor no puede sostener sus planos que luego de unos segundos comienzan a pesar como un extenso y fallido monólogo de stand up, sumado a su falta de carisma en la pantalla. Pero lo que no tiene de carisma le sobra de ternura. Lo que no significa que no recordemos más un vestuario de Charlize Theron que un chiste de él. De hecho, son más ricas las actuaciones y las historias de algunos de los personajes que lo rodean, como la relación entre Anna (Theron) y Clinch (Neeson) o la de Edward (Ribisi) y Ruth (Silverman). Ésta última es también la que más explota su potencial.
MacFarlane sabe sacar algo gracioso de cualquier cosa, de eso no hay duda. Pero para volver a reír a carcajadas, de esas que duelen en el estómago, habrá que esperar la segunda parte de las aventuras del oso parlante o, como le dijo el cacique de los apache a Stark, tendremos que “tomar drogas en grupo”.