MacFarlane se lo ama o se lo odia
Albert no encaja entre cowboys. Es un pacifista que odia todo lo referido al far west. ¿Por qué se queda en el pueblo? Porque está enamorado de Louise. Pero ella lo abandona y él entra en crisis... hasta que la aparición de una chica -Anna- cambiará su manera de ver las cosas.
Hay en “Un millón de maneras de morir en el oeste” (basta con eso de “Pueblo chico pistola grande”) algunos pasajes desopilantes. Por ejemplo, cuando Albert (Seth MacFarlane) enumera -justamente- todos los caminos que llevan a la tumba en el far west. Hay juegos de palabras felices, algunos chistes buenísimos y también personajes inteligentemente delineados. ¿Por qué no es entonces una gran comedia, sumando además lo generoso del presupuesto y la calidad del reparto? Será porque MacFarlane (a la vez protagonista, director, coguionista y coproductor) dinamita cada hallazgo con una inmediata vuelta de tuerca incomprensible. No por lo escatológico del humor o por la incorrección política, que por otra parte constituyen su ADN artístico, sino por la hibridez de la que se contagia su película.
Hay una loable intención en MacFarlane de homenajear al western, el género por excelencia en la matriz identitaria del cine estadounidense. De allí los magníficos planos, la belleza de la planicie en toda su extensión, la música de Joel McNeeley, los estereotipos que marcan a los personajes del pueblo y hasta la secuencia de los títulos. Todo conforma el más clásico de los westerns. McFarlane construyó el marco ideal para un cuadro pintado con trazos de un grosor innecesario.
“Un millón de maneras de morir en el oeste” se estanca a mitad de camino entre la sátira, la comedia, los duelos al sol, el homenaje, las cabalgatas, el mal gusto mezclado con algún chiste brillante, los pasajes oníricos que regalan las drogas -otro tópico en el discurso de MacFarlane- y el desfile de cameos. Pasan velozmente Ryan Reynolds, Ewan McGregor, Christopher Lloyd (atención ochentosos), Jamie Foxx y hasta un minishow de stand-up, cortesía del gran Bill Maher. Mucho para ver, todo mezclado y, aún así, se nota que el metraje de casi dos horas resulta excesivo.