A la altura de la esencia de Star Wars No hay caballeros Jedi entre los protagonistas de “Rogue One”. Ninguno controla “la fuerza” ni sueña con manejar un sable láser. Es más bien una banda de descastados, más cercanos a la marginalidad que a la grandeza, alineados en pos de un objetivo superior: robar los planos de la Estrella de la Muerte. Allá van entonces, sin más armas que la determinación y la valentía, dependientes de la buena fortuna, carentes de alguna planificación brillante que los avale, a mojarle la oreja al Imperio galáctico. Durante más de dos horas de película, esa banda liderado por la indomable Jyn Erso (Felicity Jones) y el abnegado Cassian Andor (Diego Luna) regala emociones, vértigo, intensidad y algún toquecito de humor. “Rogue One” es, a no dudarlo, un acierto por donde se lo mire, dignísimo tributario del prestigioso universo al que pertenece -al de la saga Star Wars- pero capaz de sobresalir gracias a sus propios rasgos identitarios. Por sobre todo, “Rogue One” es una película de guerra. Los elementos esotéricos y existencialistas inherentes a Star Wars no caben en este enloquecido tour de force por las entrañas del Imperio. Jyn, Cassian y compañía caminan siempre por los bordes, allí donde los uniformes de los stormtroopers están sucios y gastados; tierras de contrabandistas, ladrones y mercenarios. Hay una batalla callejera que remite a las balaceras de “La caída del Halcón Negro”, porque las calles en el imaginario planeta Jedha lucen idénticas a las de Somalia. Eso sin contar que, por la naturaleza de la misión casi suicida que afrontan, estos rebeldes parecen calcados de los protagonistas de “Los 12 del patíbulo”. Cronólogicamente, sin tratarse de una precuela ni de una secuela -es apenas una “historia de Star Wars”-, “Rogue One” se ubica entre los episodios III y IV. Para beneplácito de los fans, hay numerosas claves que alimentan ese continuo histórico, empezando por la esperadísima aparición de Darth Vader. Pero el villano es Orson Krennic (Ben Mendelsohn). Él tiene secuestrado a Galen Erso (Mads Mikkelsen), papá de Jyn y cerebro de la construcción de la Estrella de la Muerte. La banda rebelde es una ensalada pluriétnica y transnacional, con las infaltables estrellas del cine oriental (Donnie Yen y Wen Jiang), más presencias latinas (Diego Luna), árabes (Riz Ahmed) y afroamericanas (Forest Whitaker). Así funciona Hollywood hoy: con la obligación de asegurarse la taquilla global. Mérito de Gareth Edwards y de la dupla de guionistas Weitz-Gilroy es que nada luce forzado. Al contrario: armónicamente, la multiculturidad juega a favor de la historia. La trama es muy buena, al igual que las actuaciones y la carnadura de los personajes. La narración fluye sin tropiezos. Y desde lo visual -no olvidemos que se trata de Star Wars- el desarrollo es fantástico, desde el descubrimiento de nuevos mundos hasta la presentación en sociedad de un androide que hará furor en las jugueterías: K-2SO, “interpretado” por Alan Tudyk.
Sólo la hija de Dios podrá salvarnos Lo primero que puede afirmarse de “El nuevísimo testamento” es su carácter de inclasificable. Rezuma humor, pero no es una comedia clásica. Bucea en las emociones humanas, pero no es un drama. Se mueve en el terreno de lo sobrenatural, y no por eso se ajusta al fantástico. Ecléctica, cambiante, sorprendente, divertida, capaz de saltar de lo perverso a lo naif sin escalas, provocadora, de a ratos en extremo bizarra, la película del belga Jaco Van Dormael representa un desafío. Hay infinidad de ideas flotando por allí, tantas que la película propone un ejercicio permanente de análisis, de abstracción y de apelación a la memoria. Las historias se van abriendo, una tras otra, en una coralidad no del todo pareja. No hay un continuo en “El nuevísimo testamento”, en especial cuando Van Dormael cambia humor por construcciones existencialistas express. Por eso su película es tan original como despareja y, sí, pretenciosa. Dios vive en un departamento de Bruselas, con su esposa -una diosa sumisa dedicada a servir a su marido- y su hija, una niña llamada Ea (Pili Groyne) que es capaz de caminar sobre el agua y multiplicar los sandwiches (aunque a veces no se replica el jamón). Con el hijo mayor, al que llaman J.C., ya sabemos lo que pasó. Es un Dios despótico, resentido, cruel, que se burla de su hijo crucificado y espía a su hija cuando se baña, para fajarla después a cintarazos porque no sigue sus órdenes. Lo interpreta con brillantez el comediante Benoît Poelvoorde (foto). No es un planteo cómodo para el cristianismo y Van Dormael se encarga de subrayarlo a cada rato. Dividida en capítulos (hay génesis -imperdible-, éxodo, evangelios, pero no apocalipsis), la narración va fluyendo al compás de algunos hallazgos visuales y de una bella selección musical. Porque Ea escucha las canciones que albergan los corazones, y suelen ser muy buenas. Alentada por J.C., Ea conseguirá escapar del infierno hogareño. Primero se vengará de su padre -el método es de lo mejor de la película- y luego buscará seis apóstoles para escribir un “nuevísimo testamento”. No se plasmará allí su historia, sino la de sus discípulos, una variopinta galería de personajes unidos por la búsqueda de la felicidad. Entre ellos sobresale Catherine Deneuve, quien a los 73 años desarrolla uno de los papeles más insólitos de su carrera. Digamos que hay sexo e involucra a un gorila. No, no es una película sencilla, pero definitivamente vale la pena la experiencia. Se puede amarla u odiarla. Están avisados.
El raspaje de la olla de la comedia Si “Fiesta de Navidad en la oficina” es la medida para medir la comedia moderna, Judd Apatow puede considerarse a la altura de Frank Capra. Pero veamos mejor los ingredientes para la preparación del cóctel: - Una fiesta que se descontrola y en la que confluyen personajes de todo pelaje, incluyendo algún famoso y hasta animales. - Chistes visuales del estilo... lata de gaseosa que estalla en la cara o sujeto que se golpea la cabeza al caer desde lo alto. - Chistes verbales del estilo... grito de “¡fuck you!” en la cara de una niña. - Tipo serio que por accidente se sumerge en una nube de cocaína. Una prostituta y su jefa mafiosa fuera de control. - Gags de otras películas copiados y pegados, al punto de transmitir la sensación de que todo lo que ocurre en la pantalla ya lo vimos. Y más de una vez. La enumeración podría seguir y seguir. Pero no dejemos de consignar la venta en la campaña de promoción -omnipresente en medios y redes sociales- de Jennifer Aniston como protagonista, cuando el suyo no pasa de un rol de reparto. “Fiesta de Navidad en la oficina” es un desperdicio de excelentes comediantes (TJ Miller, la espléndida Kate McKinnon, Rob Corddry, Jillian Bell, Vanessa Bayer y siguen las firmas), varios con formación en “Saturday Night Live”. Y todo por culpa de un guión chapucero, aburrido, colmado de malos chistes sobre sexo y la inevitable arista escatológica. Más de lo mismo. La dupla Josh Gordon-Will Speck había dirigido a Justin Bateman y a Aniston en “Papá por accidente”. Reunida, la fórmula no funcionó. Son tantos los lugares comunes acumulados que bien vale otro lugar común a modo de remate: hay películas mal hechas pero inteligentes, y hay películas bien hechas pero estúpidas. Esta es mala y estúpida.
Nervios de acero y cine de calidad Chesley “Sully” Sullenberger aterrizó un avión con 155 pasajeros sobre el río Hudson -pleno corazón de Nueva York- el 15 de enero de 2009. Fue tapa de los diarios en todo el mundo. Detrás de esa hazaña hay una historia: ¿actuó bien el piloto? ¿No debió haber regresado al aeropuerto apenas comprobó que una bandada de pájaros había dañado los motores? En los pormenores de esa investigación se sumerge Clint Eastwood, codo a codo con un Tom Hanks superlativo, dedicado a transmitir todas las emociones con la máxima economía gestual. Así es el verdadero Sully. Eastwood expone el episodio a bordo del avión en el momento justo de la película. Ni al principio ni al final. A fin de cuentas, los pormenores de ese puñado de minutos a bordo del vuelo 1549 de US Airways fueron narrados una y otra vez por la prensa y por los protagonistas. Pero la historia gira en torno a las decisiones que Sully debió tomar a toda velocidad en la cabina, con la vida de mucha gente en las manos y cero margen para el error. Eastwood captura esos momentos con una precisión y un clacisismo admirables. “Sully” es una película sólida, atrapante, visualmente impecable y despojada de cualquier clase de estridencia; de lo mejor que hizo Eastwood de “Gran Torino” a esta parte. Ese cine construido con climas, con silencios, con planos ajustados, requiere de oficio, de pasión y de buen gusto. También de sensibilidad para bucear en lo mejor y lo peor de las reacciones humanas. A los 86 años, Eastwood mantiene la sintonía fina en todos esos campos. El libro que escribió el propio Sully -junto a Jeffrey Zaslow- sirvió de base para el guión. Sobre él pivoteó Eastwood para guiar a su elenco por el desfiladero de una tragedia que mutó en milagro. Aaron Eckhart encarna al copiloto, Jeff Skiles; mientras Laura Linney es la esposa de Sully, sufriente e impactada a la distancia. Pero la película es, de punta a punta, de Tom Hanks, anotado desde ya en todas las listas de apuestas para el Oscar que viene.
Magia de la buena y en estado puro Suena “Interestellar overdrive”, la suite psicodélica sobre la que Pink Floyd construyó su leyenda. En el cameo de rigor, Stan Lee aparece riéndose a los gritos con “Las puertas de la percepción”, de Aldous Huxley, entre las manos. Marvel le dio pantalla a uno de sus superhéroes más fascinantes y complejos apelando al tono narrativo ideal. “Doctor Strange” derrocha magia desde la imaginería visual, de lo mejor que concibió el estudio, pero también desde la construcción de los personajes y el devenir de la historia. Es, a no dudarlo, una de las mejores películas del MCU (Marvel Cinematic Universe). Stephen Strange es un cirujano tan exitoso como arrogante y egocéntrico. Un accidente lo obliga a replantear su vida y termina en Nepal, descifrando los arcanos más profundos de la mano de Ancestral, a quien Tilda Swinton encarna en otro de sus magníficos juegos de androginia. Strange va adentrándose en los secretos del multiverso mágico junto a Mordor (el oscarizado Chiwetel Ejiofor) y Wong (Benedict Wong, el soberbio Kublai Khan de “Marco Polo”). El villano al que deben enfrentar es Kaecilius, un hechicero renegado que -cómo no- persigue la vida eterna y vive en la piel de otro gran actor: Mads Mikkelsen. El reparto es notable. Scott Derrickson, cuyo debut en Hollywood fue al frente de “El exorcismo de Emily Rose”, propone un viaje más allá de los límites del tiempo y el espacio. Ese es el derrotero que recorre Strange para encontrarse a sí mismo y, de paso, salvar el mundo. Tan intrincados e irresistibles como los cuadros de Escher, los planos imposibles sobre los que se mueven los protagonistas de “Doctor Strange” representan un derroche de creatividad. Tan valiosa como esta ingeniería visual es la decisión con la que Benedict Cumberbatch se apropia de Strange para hacerlo creíble y meterlo de lleno en la factoría cinematográfica de Marvel. Es un superhéroe diferente y en esa particularidad radica la atracción que genera. Hay Strange para rato.
El mejor regreso al mundo mágico Estamos en 1926, plena entreguerras, cuando Nueva York empezaba a perfilarse como la megalópolis por excelencia. Allí desembarca Newt Scamander (el oscarizado Eddie Redmayne), con apenas una valija a cuestas. No es una maleta cualquiera, alberga un tesoro de seres fantásticos al que sólo la magia permite acceder. Seres únicos, maravillosos, adorables... y peligrosos. Salvo para Newt, quien se siente más cómodo entre ellos que interactuando con los humanos. Desde ese encabezado, en apenas un puñado de escenas, el universo creado por la británica J.K.Rowling queda expuesta con absoluta naturalidad. Como si esta historia, con otros personajes, en otro rincón del mundo y ambientada 70 años antes de la saga de Harry Potter, hubiera aguardado desde siempre su momento. Todo encaja con naturalidad y encuentra sentido en “Animales fantásticos y dónde encontrarlas”, y por eso es una película tan disfrutable. La propia Rowling escribió el guión -se encargará también de las próximas entregas de esta saga-, mientras que Peter Yates mantiene el control del proyecto. Ya había dirigido las últimas cuatro películas de Harry Potter y haber mantenido la estética y el tono de la serie es uno de sus aciertos. También el ritmo narrativo que emplea, a veces pausado, a veces trepidante. Yates parece haber nacido para este trabajo. Hay infinidad de guiños para los fans, pero también una alfombra roja para quienes descubren este universo. Porque a la par del componente fantástico, y este es el mayor mérito de Yates y de Rowling, lo que sigue predominando es la empatía que generan los personajes y su compromiso por la amistad. Más que deslumbrar, “Animales...” divierte y emociona, y eso es mérito de la química que fluye entre Newt, Kowalski (brillante Dan Fogler), Tina (Katherine Waterston) y Queenie (Alison Sudol). Juntos lucharán contra una fuerza malévola y destructora. Bienvenidos.
Al final todo es cuestión de dinero “Ya ni soporto ver cómo camina”, confiesa Marie (Bérénice Bejo) durante una cena con amigos. Habla de su pareja, Boris (Cédric Kahn). La relación está quebrada, pero Boris se niega a marcharse. Pretende que Marie le pague 200.000 euros, equivalentes a la mitad del valor de la casa. Ella tiene sus argumentos y ofrece menos. Ese tira y afloja es una permanente batalla dialéctica que enmarca la convivencia forzada. En el medio las gemelas Jade y Margaux entienden a medias qué está pasando realmente, mientras son testigos de discusiones subidas de tono y mantienen la ilusión de que sus padres se reconcilien. No se justifica el cambio de título, teniendo en cuenta que el original (“La economía de la pareja”) se ajusta como un guante a esta nueva incursión de Joachim Lafosse por lo más profundo de las relaciones humanas. El realizador belga, autor de las notables “Propiedad privada” y “Perder la razón”, se toma su tiempo y va desgranando postales íntimas de ese hogar disfuncional que mantiene prisioneros a Marie y a Boris. Lafosse alterna planos secuencia -buenísimo el del comienzo, con la cámara pivoteando del recibidor a la cocina al compás de los protagonistas- con viñetas silenciosas del día a día familiar. Prácticamente toda la película transcurre dentro de la casa, convertida en un conjunto de compartimentos estancos en los que Marie, Boris y las nenas respetan sus lugares. Cada pequeña ruptura de esa incómoda rutina provoca, necesariamente, un conflicto. Lafosse cuenta la historia sin apurarse. La amplia gestualidad de Bérénice Bejo y la compacta figura de Cedric Khan son los pilares sobre los que construye su película, narrada con profusión de pausas y una cuidada puesta en escena, teatral desde el manejo y la ocupación de los espacios. Por momentos, Marie y Boris dejan de lado los picotazos y parecen encontrar un margen para salvar la pareja. Una coreografía que comparten con sus hijas provoca un chispazo que termina en la cama. Pero son engaños pasajeros. La relación está terminada y de la peor manera: atada a una pelea por la plata. “Después de nosotros” constituye otra buena apuesta de Cines del Solar por el mercado europeo, en este caso por un drama que abreva en la tradicional cualidad del cine francés para bucear por las emociones.
Acción en piloto automático Lo bueno que ofreció el debut de Jack Reacher en la pantalla, allá por 2012, se desinfló a toda velocidad. El personaje creado por Lee Child quedó reducido a una máscara elegida por Tom Cruise para mostrarse duro e implacable, despojado de la sofisticación que le impone el Ethan Hunt de “Misión imposible”. Cruise protagoniza, produce y mete la nariz en el guión al extremo de bajarse la edad en plena película. “Jack Reacher: alrededor de 40 años”, leen en un informe. Y no, Tom ya va para los 55. También hay cambio de director en esta secuela, ya que Christopher McQuarry le cedió la silla a un buen amigo de Cruise como Edward Zwick. Juntos habían hecho “El último samurai”. El de Zwick es uno de esos casos tan comunes en Hollywood: realizadores que alternan buenas películas (“El caso Fischer”, no estrenada en Tucumán, “Diamante de sangre”, “Tiempos de gloria”) con otras malísimas (“Leyendas de pasión”, “Estado de sitio”). Reacher, ya fuera del ejército estadounidense, se involucra en el caso de la mayor Turner, injustamente acusada de espionaje. Mientras le salva la vida a Turner (interpretada por Cobie Smulders, que es tan bella como inexpresiva) Reacher se desayuna con la existencia de una presunta hija. La chica, como es de suponer, queda atrapada en una trama peligrosísima. La historia, forzada a más no poder, avanza a los tropezones, entre diálogos insólitos y escenas de acción que aburren por lo mecánicas y carentes de imaginación. Tom Cruise pone cara de Tom Cruise todo el tiempo, aunque a esta altura del partido está más cerca de Liam Neeson que de Chris Pratt. Lejos de entretener, la película avanza sin pena ni gloria hacia el más previsible de los desenlances.
Bridget volvió en muy buena forma Bridget Jones ¿celebra? sus 43 años en absoluta soledad. Sopla una velita, se emborracha, canta a los gritos y recrea aquella escena inaugural -de la que pasaron ya 15 años- cuando se metió en los corazones montada a un adorable y circunstancial patetismo. Porque el de Bridget no deja de ser un cuento de hadas, moderno, deliciosamente guarango y 2.0, pero cuento de hadas al fin. Ya quisiera cualquier chica sentirse tironeada por Colin Firth, Hugh Grant y, bienvenido al club, Patrick Dempsey. El sufrimiento de Bridget siempre será pasajero y desde ese código construye sus desventuras. La comedia romántica tiene leyes que más vale no modificar, Hay buenas noticias en esta tercera entrega de la saga. El regreso a la dirección de Sharon Maguire, por ejemplo, bajada del barco en aquella fallida secuela de 2004. Maguire sabe cómo y por dónde debe transitar Bridget para que la empatía que genera funcione a pleno. Y hay además una historia atractiva, escrita a seis manos y con la participación clave de Helen Fielding, autora de la novela original. Pero la que inclina definitivamente la balanza es Renée Zellweger, cuya carrera había colapsado y recupera este papel -su papel- con un gustito a revancha en cada plano. Muy bien por ella, Resulta que Bridget quedó embarazada y no está segura de quién es el padre. Tuvo encuentros ocasionales con el omnipresente Darcy (Firth) y con el millonario Jack (Dempsey). Se establece entonces un juego de tres, y a su alrededor gira un universo de personajes secundarios que le ponen el mejor sabor a la historia. Sarah Solemani y Emma Thompson (que integra también el equipo de guionistas) rayan alto en este rubro. Hay gags buenísimos y otros demasiado transitados. Riesgos que se corren cuando la película es muy larga (dos horas) y la anécdota no da para tanto. Entre postales de Londres y una banda de sonido plagada de hits poperos de ayer y de hoy, Bridget hace lo suyo. Pone caritas, tropieza, se ahoga en un vaso de agua y hace el ridículo, pero sabe que siempre habrá un príncipe listo para rescatarla.