No hay lugar que haga más feliz a la izquierda democrática como la oposición. Desde la pureza del llano, sus líderes repiten principios y consignas, declaman párrafos textuales de los manuales económicos clásicos del siglo XIX, y, sobre todo, critican descarnadamente a quienes tienen el poder. Por tanto, cada vez que el resultado de una elección los lleva al gobierno –a veces fuera de todo cálculo–, lo primero que sacude a sus dirigentes es aquella frase que Truman Capote le atribuía a Santa Teresa de Jesús: “Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas que por las no cumplidas”.
Esto fue lo que ocurrió en Grecia, en 2015, con el partido Syriza (Coalición de la Izquierda Radical), que llevaba como candidato a Primer Ministro a Alexis Tsipras, un político joven que durante toda la campaña le prometió a un país devorado por la recesión, la falta de empleo, de futuro y demás delicias tan habituales en otras latitudes, que ellos no pagarían la deuda externa, que aumentarían salarios y jubilaciones, que protegerían los planes de salud, que se terminaría la austeridad y se volvería a crecer; en fin, consignas que ni siquiera hace falta enumerar porque también son harto sabidas en las otras latitudes antes mencionadas. Sólo que Tsipras ganó las elecciones, y allí empezó el calvario.
Costa-Gavras, después del fulgurante y precoz éxito de Z, que lo consagró hace medio siglo, no había vuelto a ocuparse de una historia de su país natal. En A puertas cerradas lo hace en profundidad, con protagonistas griegos que hablan en griego (no como los franceses internacionales de entonces Yves Montand, Jean Louis Trintignant, Charles Denner y tantos otros), y con bastante de su antigua pericia para el thriller político, y con sus simplificaciones, y con sus mañas.
Su habilidad para retener el interés del espectador sigue intacta, lo cual aquí es más valioso ya que este film no es, como Z, la electrizante historia de un asesinato político, sino la crónica de la frustrada renegociación de una deuda externa. Hay que ser muy audaz para poner como protagonista de una película a un ministro de economía, y en un contexto de desencanto donde la esperanza es más nula que en la Atenas de los coroneles: en aquellos tiempos se vislumbraba el fin de la dictadura y el sueño de la democracia; hoy, con la democracia consolidada hace tantos años, una parte de Grecia emigra y la otra sobrevive como puede. “Nunca fuimos tan libres como en la Ocupación”, decía Jean-Paul Sartre al comienzo de “La república del silencio”.
La película se inicia casi como Z, hasta con los saltarines compases de la música de Alexandre Desplat que citan, vagamente, la partitura histórica de Mikis Theodorakis. Un grupo de hombres, los malvados de hoy que si bien no son los coroneles de antes juegan un papel similar, observan en un televisor la marcha de las elecciones en Grecia: “Si gana Syriza”, dice el líder de ellos, el ministro de economía alemán y líder de la banca europea Wolfgang Schäuble (Ulrich Tukur), “los echamos del euro”. Schäuble no sólo encarna toda la crueldad del sistema sino que, como se mueve en silla de ruedas, Costa-Gavras se aprovecha de esa condición para duplicar su pintura de implacable villano, casi como Héctor Salamanca en Breaking Bad o Joan Crawford en ¿Qué pasó con Baby Jane? Insistimos: no es fácil hacer un thriller con ministros de finanzas, de modo que hay que echar mano a los recursos que sean.
Su contraparte es el ministro griego Yanis Varoufakis (Christos Loulis), que no sólo debe enfrentar, y sin experiencia política alguna, el poder de la “troika” (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) sino también la feroz interna de Syriza, ya que él es un extrapartidario a quien Tsipras (Alexandros Bourdoumis) le ha confiado la cartera económica y la renegociación de la deuda sobre la base exclusiva de la confianza que le tiene.
Varoufakis, en cuyo libro de memorias “Adults in the Room: My Battle With Europe’s Deep Establishment” se basa el guión del film, lleva siempre en su bolsillo la renuncia: él es un intransigente, Tsipras un negociador; él un halcón, el Primer Ministro una paloma: una paloma un poco peleadora, pero paloma al fin. Las reuniones con la banca europea, las cumbres en Bruselas y Berlín y los encuentros a puertas cerradas lo irán fogueando velozmente en la forma como debe comportarse si pretende seguir adelante con una propuesta que allí nadie le admite: la reforma de la “carta de intención” que lo obligan a firmar para no caer en el “Grexit” (salida de Grecia del euro). Sin embargo, claudicar sería traicionar a su electorado, y eso él no se lo permite. “¿Qué es este juego de la democracia si nadie aquí está de acuerdo con ella?”, plantea en uno de esos encuentros, con el escaso tacto de siempre y sin corbata.
Como el film narra hechos históricos recientes, recordarlos no sería caer en “spoilers” como si se tratara de una ficción; pero, ya que Costa-Gavras elige su habitual camino del thriller nervioso, efectista, a veces sorpresivo (y en eso continúa siendo un maestro), tal vez sería mejor no abundar en más detalles. El film recae en alguna metáfora cursi, como aquella en que se ve al Primer Ministro como un pez espada, es decir, un duro tironeado por los pescadores (la culpa es de Varoufakis, autor del símil en su libro). Pero eso no es nuevo en Costa-Gavras: ya en Missing (1982) insertó imágenes del trote de un caballo blanco como símbolo de la libertad.
Sin embargo, eso no es lo más llamativo de “A puertas cerradas”: hay una escena cuyo tenor bizarro sorprende hasta a aquellos que creían haberlo visto todo. Una escena coreográfica, onírica, ominosa, donde bailan los dueños del poder europeo, incluyendo a Angela Merkel y a… Christine Lagarde. Sí, el personaje de la canosa ex directora del FMI, a quien tantas veces vimos compartir sonrisas en las fotos con el ex ministro Nicolás Dujovne, aparece bailando en una película de Costa-Gavras. No further questions, your honor. El cine todo lo puede.