Charlie es un hombre gordo, patológicamente gordo, obscenamente gordo. Pesa alrededor de 270 kilos, vive al borde del infarto y el ACV por la hipertensión y otros males, no puede moverse dentro de su pequeño departamento si no es con un andador, y pasa la mayor parte del día sentado frente a la TV y la notebook, comiendo; la primera imagen que tenemos de él, la que elige Darren Aronofsky para presentarnos al personaje, es brutal: Charlie se está masturbando mientras mira un film porno gay en la computadora, cuando lo sorprende un joven pastor religioso que entra en su casa sin llamar. A nadie que conozca el cine de Aronofsky, director de Réquiem por un sueño y Cisne negro, le sorprenderá esta escena, coherente con un estilo que se prodiga en toda clase de morbos; por el contrario, lo que llama la atención es que sea la única escena tan gráfica de toda la película, ya que el tema y el personaje lo habilitaban para un festín de efectismos. No los hay. Después de tal presentación, y a medida que se va conociendo la historia y el calvario del protagonista, la mirada cambia, aunque siempre persiste una duda, y esa duda es la nota distintiva del film y lo más rico que tiene: la ambigüedad moral del personaje, y las emociones contrastantes que despierta en el espectador: ¿qué le provoca Charlie a Aronofsky y qué transmite a través de su propia mirada? ¿Empatía, piedad, condena o simplemente repugnancia? El mismo Charlie se lo pregunta sin ambages al pastor: “¿Yo te doy asco?” El guion está basado en una obra de teatro de Samuel D. Hunter que, por lo que se sabe, tiene una buena parte autobiográfica: Hunter también fue gordo (nunca tanto como Charlie), aunque luego adelgazó; de jovencito, sus padres lo condenaron cuando salió del placard (Charlie está casado y tiene una hija cuando se enamora de un alumno, escándalo que conduce a que su esposa lo abandone y le impida ver a la hija); finalmente, a Hunter lo enviaron como misionero a una comunidad evangelista en la que jamás creyó (la parte representada por el pastor en el film). La pequeña ciudad donde transcurre tanto la obra de teatro como el film es Moscow, estado de Idaho, donde la vida y las libertades no son las mismas que en Nueva York. No es improbable que el contraste entre el mundo de Hunter y el de Aronofsky produzca esa ambigüedad a la que se aludía antes, y haga comprensibles algunas caídas de la película en lo llanamente sentimental (no atribuibles al cineasta sino al dramaturgo). De esta forma, La ballena se mueve en esas aguas procelosas en las que se mezclan la autodestrucción y la carencia más absoluta de redención, con un atisbo de esperanza y hasta un brillo de bondad. Porque en la mirada triste, profunda de Brendan Fraser, detrás de esos kilos de látex, maquillaje y, también, bastante más peso real que en sus ágiles años de La momia y George de la jungla, hay bondad. Una bondad infinita y desesperada. Es una mirada que, probablemente, al espectador argentino de cierta edad le recuerde la de un actor fallecido hace tiempo, Tincho Zabala, en cuyo rostro (también rellenito, pero no a ese punto) convivían siempre la comedia y la tragedia. La única persona que parece querer a Charlie es Liz (Hong Chau), la mujer coreana a quien al principio creemos sólo su enfermera, aunque su relación con él va más allá (lo que se sabe bastante más adelante). Liz trata a Charlie como aquellas personas que suministran jeringas a los adictos para que no enloquezcan: le lleva baldes de pollo frito de KFC, sándwiches enormes, chocolates que él acumula en un cajón de su escritorio para las crisis de angustia. Diariamente, también, un muchacho de delivery le deja a la puerta varias pizzas, que él paga con un billete que deposita en el buzón del correo. Se hablan sólo a través de la puerta. Charlie no quiere ser visto porque su cuerpo, su “humanidad”, como solía traducirse en las viejas novelas policiales, lo avergüenza. Tampoco permite que lo vean sus alumnos de literatura. Él mantiene su cátedra universitaria, y la pandemia lo ayuda en el ocultamiento: sus clases son online y en el damero digital aparecen los rostros de todos los participantes, salvo el suyo. Cuando le preguntan por qué, responde que la cámara de su notebook no funciona: ese cuadradito negro es Charlie, una voz sin rostro que discurre sobre Moby Dick, la gran ballena blanca. Charlie es la ballena que habla de otra ballena, y que pretende ser su propio capitán Ahab, destruirse a sí mismo. De nada sirven los reproches de Liz, quien sólo precipita su muerte. Él jamás le hace caso cuando ella le ruega que vaya a un hospital porque, dice, carece de recursos (de paso, eso también recuerda que en los Estados Unidos no existe la salud pública gratuita). Ahondar en la relación entre Moby Dick y Charlie sería estropear demasiado su argumento (qué difícil es a veces eludir el detestable anglicismo de “spoilear”). Baste agregar que con la novela de Melville también está involucrada Ellie (Sadie Sink), su hija, a quien la madre (Samantha Morton) arrebató de su lado a los ocho años, cuando salió a la luz el affaire de Charlie, entonces de peso normal, con aquel alumno de un curso nocturno. La reaparición de Ellie en su vida le permite a Aronofsky ir más a fondo en el buceo de la crueldad, de la intransigencia y la falta de compasión. En las escenas entre ambos, al igual que las que ella comparte con Liz y sobre todo con el pastor religioso (Ty Simpkins), la película deja de lado esa base de empatía, o mejor dicho de forzada empatía, que arrastra de la obra de teatro. Es un Aronofsky puro. Charlie ya no es la víctima de una feroz depresión a quien es necesario tenderle una mano, ayudar para que se cuide y no muera, sino un monstruo, el Leviatán bíblico citado por Melville, el demonio de adiposidad que debe arder en el infierno. El film, un film realmente incómodo, deja en libertad al espectador por cuál lado optar.
Tár es una tragedia a la vieja usanza. En los Estados Unidos, algunos la han acusado, por muchos motivos, de ser reaccionaria sólo porque el libro no acomoda su discurso a lo que se esperaba de él. Sí, tal vez, se habría tolerado en una figura masculina, despótico, abusivo, pero nunca en una mujer empoderada como la protagonista; tanto lo es que es una EGOT, esto es, una ganadora del Emmy, el Grammy, el Oscar y el Tony, privilegio que comparte —recuerda el film— con Richard Rodgers, Andrew Lloyd Webber, y Mel Brooks, aunque también lo hayan obtenido, sin que se las nombre, mujeres como Rita Moreno y Helen Hayes. Tár, en ese sentido, es un Don Giovanni mujer, una Doña Juana que hace lo que quiere con los otros —o con “el otro”, como se dice ahora—, y que tiene hasta una Leporella propia que la sirve a toda hora, Francesca. Y, como Don Giovanni, Doña Juana tendrá su castigo en otra clase de infierno. Petra, la pequeña hija adoptiva del matrimonio de Lydia Tár (Cate Blanchett) y Sharon Goodnow (Nina Hoss), juega en su dormitorio. Tár, la empoderada mujer de la que hablamos, es la primera que obtuvo el cargo de directora titular de la Filarmónica de Berlín, privilegio reservado a los happy few como Herbert von Karajan; Goodnow es la concertino de esa orquesta. En el juego, la niña ordena sus muñecos en semicírculo, como si formaran una orquesta, con un pequeño cubo en el medio a la manera de podio, y les va dando a uno tras otro una varillita, la batuta. Tár —que se autodefine como “el padre” de ella— la descubre, sonríe, y le explica: “No, Petra. Eso no es así. En una orquesta sólo dirige uno. Una orquesta no es una democracia”. Allí, en ese punto exacto, está la clave (en un sentido musical del término, como en una partitura) que determinará el “sonido” de la película. La clave no es ni el feminismo en cualquiera de sus variantes, ni la orientación sexual de los protagonistas, ni la identidad de género del joven aspirante a director que detesta a Bach por ser blanco y heteropatriarcal, ni la cultura conservadora contra la cultura “woke”, de la música tonal contra la atonal: todos estos tópicos están presentes en el guión, pero, para continuar con el símil musical, únicamente como “leitmotiven”, igual que los motivos-guía que ilustran, en una ópera de Wagner, los distintos temas; y están allí porque Tár es una película de nuestro tiempo y no del siglo pasado, pero no son determinantes; la propia protagonista así lo sostiene cuando, en el reportaje que le hace The New Yorker y con el que se inicia la película, el entrevistador le habla de género, si debe llamarla “Maestra” o “Maestro”: es una discusión, dice ella con ese fastidio de quien se la preguntado tantas veces la misma tontería, que no le interesa. Tár está por encima de eso, se tutea con los grandes de la música, no con los panelistas de televisión. La clave del film, entonces, es la autoridad omnímoda como condición necesaria para dirigir una orquesta. Y para llevar adelante la vida, como Don Giovanni. El poder. Para Tár, aunque no lo exprese en esas palabras, toda orquesta necesita un dictador (de manera delicada, se lo hace saber al delegado cuando éste manifiesta, equivocando los reglamentos, que el nombramiento de un subdirector debe ser votado por todos: ella le recuerda que es prerrogativa del director). Los músicos, sus subordinados, cumplen la misma función que los actores para Hitchcock (otro dictador), son las piezas que mueve a gusto, sobre las que influye hasta donde quiere, para la realización de la obra tal como ella la sueña concibe. Esa influencia, sin embargo, y como ya se dijo, trasciende la sala de conciertos, y esa voluntad de poder será la semilla de su caída. Si bien el personaje es ficticio, sus rasgos la emparentan con esa larga tradición de directores reales, empezando por Arturo Toscanini, cuyos insultos y alaridos quedaron registrados en sus grabaciones, y con otros del siglo pasado y el actual (como se verá más adelante), esa característica también ubica al film de Todd Field en otra tradición: la de aquellas películas (“Tár y sus precursores”, diría Borges) que plantearon el mismo asunto, y lo resolvieron según el verosímil de sus respectivas épocas y estilos. En “Ensayo de orquesta” (“Prova d’orchestra”, 1978), Federico Fellini llegaba a una conclusión similar; tras un ensayo que iba adquiriendo, fellinianamente, la dimensión de una batalla campal donde cada uno quería imponer su voluntad, el orden sólo se restauraba cuando el director recobraba el mando. No fueron pocos los que mencionaron a Mussolini cuando se estrenó aquel film. Por el contrario, en Encuentro con Venus (Meeting Venus, 1991), de István Szabó, el director que interpretaba Niels Arestrup, una paloma contra el halcón de Fellini, asistía impotente a la paulatina desintegración de su orquesta, planteo sindical tras planteo sindical, capricho de diva tras capricho de diva, y terminaba por dirigir un “Tannhäuser” escuálido. Hasta tenía que prescindir de un instrumentista ya algo mayor que le decía que su gran sueño era tener un taller mecánico antes que formar parte, anónimamente, de una orquesta sinfónica. Otro punto importante de la película: Lydia Tár, discípula de Lenny Bernstein (aunque, por razones cronológicas según los datos de la biografía imaginaria de la Wikipedia, sólo pudo serlo por un año, ya que Bernstein murió cuando ella tenía 19 años), comparte con su mentor la devoción por Gustav Mahler, y es a través de ese compositor que ella forja su propia lengua y que se aparta del maestro. Que mata al padre. En uno de los pasajes más bellos (y diáfanos) del film, cuando están por grabar la Quinta Sinfonía (la única que le falta a la Deutsche Grammophon para editar la “integral” de las sinfonías), ella les dice a los músicos: “El Adagietto de esta obra tiene la desventaja de ser demasiado popular. Lo conoce todo el mundo. Por favor, olvídense de Visconti [es la banda de sonido de “Muerte en Venecia”]. Bernstein, cuando lo dirigió en los funerales de Bob Kennedy, lo hizo en 12 minutos: para él era una marcha fúnebre. Pero nosotros lo haremos en 7 minutos, veloz, apasionado, porque es música de amor. Mahler estaba enamorado de Alma cuando la compuso”. Según Tár, no sólo el arte no tiene límites; tampoco los tiene su propia interpretación de ese arte, por caprichosa que sea: el inconveniente (para ella, para los otros) es que extiende el mismo criterio a toda su existencia. Como cualquier dictador. Y, desde luego, eso se paga. Sic semper tyrannis. En su caso, el suicidio de una discípula que se había enamorado de ella es el inicio de la bola de nieve que conducirá a su caída. La película es candidata al Oscar en numerosos rubros, y elogiar una vez más la excepcional labor de Cate Blanchett sería redundante. Eso no obsta para que en los Estados Unidos y Europa (aquí se estrenó tardíamente) el film tuviera numerosos verdugos, no sólo por escenas tildadas de “retrógradas”, como la del enfrentamiento entre Tár y aquel alumno “no binario” en Juilliard, el que detesta a Bach, sino más bien por la mención de nombres y apellidos auténticos, o rasgos reconocibles de figuras públicas, mezclados con personajes de ficción. Esa combinación suele resultar explosiva. El ex titular de la orquesta berlinesa, el también ficticio Andris Davis (Julian Glover), almorzando con ella nombra al famoso director caído en desgracia James Levine, al que el Metropolitan de Nueva York expulsó por denuncias de acoso sexual unos pocos años antes de su muerte (ocurrida en 2021) y al acusado Charles Dutoit; hasta Michael Tilson Thomas es ridiculizado por Tár cuando dice que “dirigiendo Mahler parece que gritara como una estrella porno” (comentario de pésimo gusto ya que MTT, como se lo llama popularmente en EE.UU., padece un cáncer terminal, lo que no se ignoraba cuando se rodó el film). Finalmente, la directora Marin Alsop, también nombrada durante el reportaje inicial —aunque de forma elogiosa— fue una de las primeras en atacar la producción. Según muchos, ella incluida, su perfil personal y profesional fue la base que inspiró el personaje de Tár. También hay un ataque contra el millonario, filántropo y director de orquesta amateur Gilbert Kaplan, ya fallecido, a quien el guión sólo le cambia el nombre de pila (aquí es Eliot Kaplan). Se lo describe como un cholulo de Tár y, ulteriormente, su reemplazante y plagiario cuando ella cae en desgracia (le roba la idea de llevar un instrumento de metal fuera de la sala en el inicio de la Quinta Sinfonía, para que suene más lejano, además de robarle la partitura); eso da pie a una de las escenas menos verosímiles de la película, que hasta podría ser tomada por onírica: cuando Tár se le aparece en el concierto y a puñetazos baja a Kaplan del podio. No es el único lunar de un film que, casi en su integridad, transcurre con fluidez y vértigo, pese a su duración. La caracterización de Francesca (Noémie Merlant), es más la de una servil ayuda de cámara que la de una aspirante a subdirectora de la Filarmónica (la “Leporella” que mencionamos al principio): en ningún momento se ve su relación con la música, y su lugar dentro de la historia es más funcional que otra cosa. Tampoco encaja del todo con el registro del film la escena del “descenso a los infiernos” cuando Tár persigue a una joven cellista rusa de la que se enamora, lo cual termina por subrayar demasiado el símil con Don Giovanni. Pero, más allá, de estas disonancias, algunas ambigüedades, y un desenlace un tanto grotesco (aunque coherente) Tár es un film que los amantes de la música clásica y del cine con personajes fuertes y controversiales no olvidarán fácilmente.
“¡Ya tuve demasiado Dios para un solo día!” se queja una mañana Buddy (Jude Hil, 9 años) a su madre (Caitriona Balfe), durante el desayuno. Si todos los niños del mundo se plantaran ante los adultos de la misma manera podría soñarse con un mundo distinto, más libre al menos, pero Buddy vive en el peor lugar y el peor momento para hacer un cuestionamiento de esa naturaleza: Belfast, Irlanda del Norte, agosto de 1969, cuando empezaban los “Troubles”, esto es, las guerras religiosas barriales. Atención: es el mismo concepto de “guerra religiosa” que existía durante las Cruzadas o la Edad Media, pero un mes después de que Neil Armstrong haya pisado la luna, los Beatles ya llevaran seis de haberse disuelto tras “Let It Be”, y Raquel Welch deslumbrara a Buddy en la pantalla del cine de su barrio, mientras enfrentaba a los dinosaurios de “Un millón de años antes de Cristo” (también deslumbraba a su padre, pero eso es otro asunto). “Tu abuela siempre dice que nunca es demasiado Dios. Pronto lo necesitarás”, le retruca al chico su madre durante aquel desayuno, pero él no entiende por qué razón. En definitiva, lo que él más anhela en la vida es convertirse en el mejor jugador de fútbol del Tottenham Hotspur de Irlanda, y que su compañera de banco en el colegio lo ame y quiera casarse con él. ¿Qué influencia podría tener Dios con todo esto? Pues sí, parece que tiene que ver con todo, comenzará a creer Buddy, porque los ataques incendiarios a las casas y negocios de las familias católicas de su barrio sólo acaban de empezar. Han de estar peleando a muerte, quemando autos, lastimando gente por alguien muy importante. Buddy y su familia están preocupados, pero, paradójicamente, no porque sean católicos. Ellos son protestantes, como Dios manda en esa parte de la geografía irlandea, pero el padre detesta el uso de la religión con fines políticos (como si la religión no se hubiera creado para eso), y no sólo pretende una convivencia pacífica sino que también se opone a los matones protestantes del barrio, que pronto serán asistidos (como ocurrió en otras zonas en el gran Ulster) por el Ejército Británico: los protestantes proponen continuar perteneciendo al Reino Unido, en tanto que los católicos a la República de Irlanda, a una única Irlanda que no reconocía a la Reina pero sí, desde luego, a Dios. A otro Dios: y esa es la gran complicación mental de Buddy. Parece que los católicos arreglan rápido: uno va, se confiesa con el cura, y ya está todo perdonado. En cambio, teme, el protestantismo parece una cosa más seria, aunque no tan lujuriosa en sus descripciones delEl padre de la familia, uno de los indudables héroes del film (y si se piensa que la vida imaginaria de Buddy es una semblanza casi autobiográfica de propio Kenneth Branagh queda clara la hermosa imagen que conserva de él) suele acompañarlo en sus quejas; “¡Maldita religión!”, se le oye decir en una escena. –¿Y para qué vamos entonces a la Iglesia? — pregunta entonces Buddy con lógica cartesiana. –Porque tu abuela me mata si no –le explica el padre (Jamie Dornan), con la lógica familiar que sostuvo el poder de las iglesias Belfast no es Amarcord ni, mucho menos –por fortuna—la Roma de Alfonso Cuarón. Es un relato líneal, simple, de la atormentada niñez de Buddy/Branagh, quien incapaz de comprender bien qué es lo que ocurre y por qué se pelean los que se pelean, tanto por asuntos terrenales como sobrenaturales, lo aterra la perspectiva de emprender a tan temprana edad el exilio, junto a sus padres y su hermano Willy, y dejar atrás la ciudad que tanto ama. Y a la compañera de banco. Ya la posibilidad de ser un astro de fútbol, sobre todo si van a algún país donde juegan fútbol tan distinto. Belfast es una caja de viejas fotografías puestas en orden, todas en blanco y negro: ese es el color excluyente del pasado familiar y social, ya que hay licencias (como la película con Raquel Welch, que aparece en Technicolor), y naturalmente la Belfast de hoy que “enmarca” la vieja caja donde se conservan las fotografías. El actor y realizador ya había hecho un estupendo trabajo en blanco y negro en su drama de 1995 Sueño de una noche de invierno (In The Bleak Midwinter). Dos labores extraordinarias complementan el dramatis personae de la bolsita de recuerdos: el abuelo (Ciarán Hinds, ayer nomás un galán), un protestante que ve a los “combatientes” de su bando con el respeto que podría sentir por un saltimbanqui disertando sobre Bertrand Russell, y la abuela, irreconocible Judi Dench, que se reserva casi las acotaciones de un coro griego. ¿Hasta dónde es verdad todo el relato, en especial las partes ulteriores, que construye Kenneth Branagh con su infancia? Un compatriota suyo, pero del sur, George Bernard Shaw, decía que toda autobiografía era una mentira, pero también que toda mentira era una autobiografía.
“Madres paralelas”, el nuevo film de Pedro Almodóvar que se estrena hoy en cines y en poco más subirá a Netflix, es un melodrama con un giro inesperado. Pero, a diferencia del lugar común, tan inesperado es ese giro que hasta parece sorprender al propio director, embarcado a esa altura en contar una película distinta de la que había empezado. Dicho de otra forma, además de dos madres paralelas aquí hay dos películas paralelas y el problema es que, como nos enseñó la geometría, las paralelas no se tocan. Eso es una lástima porque esa primera película, el melodrama puro sobre dos mujeres que dan a luz el mismo día y que comparten la misma habitación en la clínica, prometía un desarrollo ejemplar, dramáticamente perfecto, y narrado de tal forma que el espectador hasta podía adivinar qué pensaba cada personaje en cada situación límite, que son muchas. Y lo que pensaban, y lo que confirmaba luego el argumento, solían ser cosas a veces horrorosas. Tan cautivante es esa parte del film que es una pena revelar (o “spoilear”) su trama, como se viene haciendo en gran parte de la prensa desde que se estrenó el film en el Festival de Venecia del año pasado. Baste decir que Janis (Penélope Cruz), en el papel de una fotógrafa madura (en quien el espectador más adicto al cine puede ver a Bette Davis, Joan Crawford, Barbara Stanwyck o cualquiera de las grandes divas del melodrama clásico), tiene a su hija el mismo día que la adolescente Ana (Milena Smit) a la suya. Es el único vínculo, hasta ese momento, entre ambas, hasta que en un encuentro posterior y fortuito sabremos que una de las dos niñas ha muerto (aquí no se dirá cuál). La desgarradora noticia genera, desde entonces, una relación diferente, profunda y compleja entre ambas mujeres, donde no falta el altruismo, pero tampoco las mezquindades. Y cuando Almodóvar tiene al espectador inmerso en la historia, da aquel vuelco inesperado del se habló antes. Aparece otra película: la historia del pasado de Janis, el de sus ancestros fusilados durante la Guerra Civil por el franquismo en un lejano pueblo, y cuyos cadáveres han sido localizados por el movimiento de la Memoria Histórica. Arturo (Israel Elejalde), padre de la criatura de Janis a la cual no desea tener ni quiere reconocer, se ocupará -en su condición de arqueólogo forense- de la exhumación. ¿Y qué ocurre con el melodrama de base, justo cuando se develaba su mayor secreto? El guión lo resuelve a los apurones, hasta con un happy end indigno del realizador de “Hable con ella”, para continuar con la segunda película. ¿Por qué no hizo dos en lugar de una paralela a la otra? “La historia oficial” era un drama coherente: la narración de la criatura apropiada ilegalmente estaba vinculada con el trasfondo político de forma directa. “Madres paralelas” carece por completo de esa coherencia. Es como si, a mitad de camino, Almodóvar se hubiera decidido por otra salida. Nada de esto opaca, sin embargo, a la impar Penélope Cruz.
En estos años baldíos de Marvel, gore y las más diversas formas de cancelación, la mera existencia de este film bastaría como motivo de júbilo. Sus personajes son jóvenes estudiantes de cine desencantados de sus abuelos, es decir, de quienes hicieron el mayo francés de 1968, la nouvelle vague, la imaginación al poder y el prohibido prohibir, y más tarde traicionaron sus principios -sin el humor de Groucho- para transformarse en esos buenos burgueses contra los que tanto habían combatido. Jean-Paul Civeyrac, director del film, es legatario de una indignación similar a la vez de una nostalgia ajena, ya que era un niño cuando ocurrieron aquellos hechos (hoy tiene 57 años, y 52 en el momento del rodaje). Estos estudiantes provienen del interior (Lyon, Bordeaux, etcétera) y llegan a París para estudiar cine, tanto en la teoría como en la práctica de cortometrajes. Civeyrac los filma en blanco y negro, pantalla panorámica, y los dota de atributos más literarios que reales: discuten en los cafés como se discutía cuando aún se fumaba (ellos siguen fumando); debaten películas como en los tiempos de la Cinemateca de Henri Langlois, y citan autores, filósofos y cineastas como lo hacían los personajes de Godard, pero con una diferencia básica: lo que en la nouvelle vague era expresión de libertad o contingencia (Belmondo en la bañera leyendo en voz alta una edición “poche” de la Historia del Arte de Elie Wiesel, en Pierrot le fou), acá las citas responden a un orden estrictamente cartesiano; todas ellas se pueden explicar en el contexto de lo que les ocurre a los personajes y a la dirección moral que toma la película con respecto al mundo y a la historia (o, como se decía en una época, las citas son el “mensaje”). La contradictoria moraleja podría ser: si los abuelos nos traicionaron, nos vengaremos de ellos con una lógica pre-godardiana aunque naveguemos sus mismas aguas y empleemos sus mismas armas. Mes provinciales, título original del film que alude a esos estudiantes de provincia que vienen a tomar su educación parisiense, es también el de una obra de Pascal en la que el autor de los “Pensamientos” arremete contra la hipocresía de los jesuitas: la mentira es lícita siempre que no intentemos engañar a Dios. El protagonista del film, Étienne (Andranic Manet), una versión más melancólica que la del Antoine Doinel de Jean-Pierre Léaud de Truffaut, o la del de La maman et la putain de Jean Eustache (aunque menos problemático para irse a la cama con la que sea), se compra una edición, también poche, del Pascal referido, porque esa idea rige su vida: desde luego, sustituyendo el lugar de Dios por el de él mismo. Así, con esta individualidad frágil que necesita siempre de una lógica contenedora (cosa que no les ocurría a los desenfadados próceres del 68) transcurre un film donde los vínculos entre sus personajes están mediatizados por la cultura que consumen. El seguimiento de esos consumos se vuelve didáctico, aunque -ni falta hace aclararlo- para un público fuertemente cinéfilo. Sólo para ese público esta película será un festín. En tal línea, la forma en que uno de los tres amigos protagónicos, Jean-Noël (Gonzague Van Bervesselès), homosexual, enamorado en vano de Étienne, encuentra para hablarle por primera vez del tercero, Mathias (Corentin Fila), el líder del grupo y el cinéfilo más agresivo (aunque de corazón tierno, si se lo compara con algunos especímenes locales), es diciéndole: “Le encantan las películas de Boris Barnet”, cosa que sorprende gratamente a Étienne. Barnet (1902-1963), el director ruso de La chica del sombrerero y El agente secreto, se alinea en el guion enciclopédico de esta película con otros artistas soviéticos disidentes, seguramente los preferidos por Civeyrac, con el fin de establecer vínculos entre los personajes y, como se dijo antes, explicar lo que les ocurre en su propio contexto. Poco más tarde será el turno de Marlen Khutsiev (1925-2019), cuya película La puerta de Ylich ven los tres amigos en una proyección casera en el departamento que alquila Étienne en París. Tal proyección dará pie a que se entrometa Annabelle (Sophie Verbeeck), su compañera de piso y activista de cuanta causa circula por allí, y se entable una extensa discusión, como en los años 60, de arte militante contra arte por el arte. Los rostros cambian, los debates permanecen y también las citas: el socialista Marcel Sembat le pidió a Matisse que no se enrolara en el frente, durante la Primera Guerra, porque –le enrostra Mathias a Annabelle— la misión de un artista es ejercer el arte y no morir en el frente. No sólo son cineastas los soviéticos disidentes citados en el film sino que también hay músicos, como la pianista Maria Yudina (1899-1970), que hacía llorar a Stalin aunque nunca dio el brazo a torcer, y a quien el profesor de cine de Étienne le hace escuchar el CD de una de sus versiones de Bach). Flaubert, su correspondencia artística; Pasolini, sus Cartas Luteranas, y algunos de los poemas de Novalis y Gérard de Nerval (a quien Mathias menciona, familiarmente, sólo como Gérard) son otras de las referencias literarias sobre las que se sostiene la arquitectura de citas del film, su tardío romanticismo y su spleen mórbido (pese a que otro de sus personajes desprecie a Baudelaire de manera manifiesta). Mathias, con su típica iracundia de cinéfilo, suele reprocharles a los cortometrajes de sus compañeros la falta de realidad, la carencia de una expresión regida por la necesidad en lugar de esos asuntos que llenan los medios y las redes sociales, o que no son más que literarios. El film de Civeyrac suele ponerse a salvo de esos riesgos justamente cuando deja de lado lo literario y asoma una “realidad” distinta: la visita de los padres provinciales de Étiene a París, por ejemplo, o esa magnífica escena nocturna en la que el protagonista pasea a solas con Mathias, observan el Sena, y el film construye una metarrealidad sobre sus propios diálogos, sin citar a nadie más que a ellos mismos.
En 1966, del día a la noche, Claude Lelouch tuvo el mundo a sus pies: Un hombre y una mujer, su drama romántico de presupuesto tan magro como su guión (un guión minimalista, se diría hoy) no sólo ganó la Palma de Oro en Cannes y el Oscar a la Mejor Película Extranjera al año siguiente sino que -lo más importante para él-, eludió el frío corazón de los críticos y el más helado de sus colegas, que empezaron a odiarlo desde entonces, pero dio de lleno en los de los millones de parejas que iban a verlo como un deber moral. Hasta los habitués del Lorraine y del bar La Paz, dicen, la veían de incógnito. La película, con sus osados movimientos de cámara, sus desafíos a las formas académicas, sus juegos con el tiempo, el blanco y negro y el color, sus diálogos breves e insustanciales pero transformados, a fuerza de reiteración, en epigramas, llegó a elevar la cursilería de su fondo a un nivel de vanguardia. La estocada final la dio Francis Lai con esa canción que no hubo radio ni Wincofon que dejaran de repetir por entonces, el bada bá dadá, badabadadá que acompañó a Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée (llamados en el film, casi textualmente, Jean-Louis y Anne) cuando se abrazaban en las playas invernales de Deauville, rodeados por la cámara de Lelouch: y en este caso de manera literal ya que él siempre manejó la cámara, nunca se la cedió a un tercero. Un hombre y una mujer fue, a la vez, una expresión de libertad del joven cine francés de la época y una apoteosis del kitsch. Ese mismo kitsch que estudiaban los rebeldes estructuralistas en la Escuela Práctica de Altos Estudios de París, tratando de evitar que los contaminara. Lelouch, en cambio, fue su brazo armado. Sin proponérselo se convirtió en el Godard de la gente, en el transgresor de rostro humano. Y ganó millones: eso tampoco se lo perdonaron. Su película volvía sobre el inagotable tópico “boy meets girl”, transformado ahora en joven viudo con hijo encuentra joven viuda con hija. Ya en la postulación de sus respectivos pasados se incluyó el primer toque irrisorio de los muchos que más tarde, y hasta hoy, habría de tener la historia: la esposa de Jean-Louis se había suicidado porque no soportaba los riesgos que él enfrentaba por su profesión de piloto de carreras, y el esposo de Anne había muerto en cumplimiento del deber pero por otro tipo de riesgos: era doble en películas de acción. En la historia de este amor que, como dice el bolero, no tuvo otro igual, hay un detalle que no suele tenerse demasiado en cuenta pese a lo claro que es: el único que se había enamorado fue Jean-Louis; Anna, en cambio, jamás lo estuvo de él. Él era capaz de hacer la ruta París-Deauville las veces que fuera necesario para estar a su lado; él la abrazaba como se abraza a quien se ama de verdad. A ella, la sombra del marido muerto le impidió cualquier amor futuro y hasta la mera consumación de la primera unión física. Para Anne, Jean-Louis fue poco más que un refugio de su soledad, como lo será el resto de los hombres que conozca. En 2019, más de medio siglo después, Lelouch retomó con Los años más bellos de una vida ese amor desbalanceado: sus protagonistas son tan libres de cualquier atadura al futuro como, casi, al presente, y en el caso de Jean-Louis también al pasado ya que el Alzheimer avanza sobre sus días. Para hacerlo, produjo una modesta revolución en la historia de las películas serializadas (esas que los críticos llaman “sagas”, lo cual hubiera horrorizado a Borges y a los vikingos). En 1986 había estrenado Un hombre y una mujer, 20 años más tarde (Un homme et une femme, 20 ans dejà), una secuela tan disparatada a la que hoy no sólo ignora sino que, además, refuta, como si fuera apócrifa. La trata como Cervantes trató al “Quijote” del impostor Fernández de Avellaneda: escribe una segunda parte como si esa secuela no hubiese existido nunca. En 20 años más tarde, Jean-Louis y Anne se reencontraban: él seguía ocupado con los autos de Fórmula 1 y estaba en pareja con una jovencita interpretada por Marie Sophie L. (la “L.” era la inicial de Lelouch, porque ella era por entonces su nueva mujer, a la que hizo actuar, y lo de “actuar” es una manera de decir, en cuatro de sus películas). Anne, que antes era script-girl, se había casado con un productor de cine y convertido, a su vez, en productora. Después de fracasar con sus últimas películas, Anne se proponía rodar la historia de ellos dos. Su propia hija, Françoise, ahora interpretada por Evelyne Bouix (futura intérprete de la Piaf en “Edith y Marcel”), era actriz y encarnaría a su propia madre, mientras que Richard Berry haría de Jean-Louis. Esto era un pretexto para volver a filmar con otros rostros los momentos culminantes de Un hombre y una mujer, intercalarlos con los originales, y saturar con el bada bá dadá, badabadadá. Pero en ese entonces ya las radios habían olvidado el tema y los Wincofon se habían extinguido. Pero ese proyecto fracasó y Anne lo cambió por un policial, quizá no tan ridículo como esta secuela donde Marie Sophie L., celosa por el reencuentro de Jean-Louis con Anne, lo condujo en el rally Paris-Dakar a una muerte doble, la de él y ella, en medio del desierto, hasta que ex nihilo aparecían unos beduinos en camello, que los salvaban. Quizás abochornado, con justa razón, por lo que había hecho, Lelouch realizó Los años más bellos de una vida como si se tratara del único reencuentro de ambos después de medio siglo. Jean-Louis, de 88 años, ahora vive en una residencia geriátrica, y su hijo Antoine, a quien volvió a interpretar Antoine Sire tal como lo había hecho en las dos partes anteriores, va en busca de Anne para generar ese encuentro. Ella, de 86 años (aunque parece menos), recibe a Antoine junto a su nieta y su hija Françoise, papel que ha recuperado Souad Amidou como en la primera parte. Quienes hayan visto la segunda se enterarán de que nunca fue actriz ni interpretó a su madre en una película sino que siempre ejerció como veterinaria, especializada en caballos. La magia del cine. Los años más bellos de una vida, pese la edad del realizador y sus intérpretes, no carece de algunas escenas de acción en las que se los ve manipular armas y disparar contra gendarmes. Son el contenido de los sueños, naturalmente. Además de los enésimos inserts de las escenas románticas de Deauville hay agregados insostenibles, como la aparición de una hija extramatrimonial de Jean-Louis, interpretada Monica Bellucci (¿capricho personal del director?). También Lelouch vuelve a darse el gusto de añadir su famoso cortometraje Era una cita (1976), donde recorrió a casi 200 kms/hr la madrugada de París, atribuyendo esas imágenes de vértigo a otro recuerdo de su personaje moribundo. Sin embargo, y este “sin embargo” queda para el final porque es lo más arduo de explicar, tras la maraña de incongruencias y reiteraciones de una película que se rodó en menos de dos semanas; en las escenas a solas entre ambos, él en su silla de ruedas con ese rostro de anciano donde aflora intacta, por momentos, la misma sonrisa de su juventud; ella acomodándose el mechón derecho de sus cabellos aún lozanos; en ese intercambio de miradas y silencios, en la emoción contenida que no cede al sentimentalismo; en esos diálogos sencillos, seguramente improvisados, los mismos que sostendrían dos ancianos con un pasado en común, hay una realidad que trasciende y eleva al film por sobre cualquier estrategia de ficción: sabemos que no son Jean-Louis Duroc y Anne Gauthier quienes recuerdan sus vidas sino Jean-Louis Trintignant y Anouk Aimée quienes lo hacen. Y, en especial a los espectadores que han seguido esas vidas desde hace mucho, les será difícil no emocionarse. Trintignant ya había interpretado un papel similar en Amour, de Michael Haneke, junto a Emmanuelle Riva, film que mucho habían amado los críticos. Esto es otra cosa. Al igual que en los 60, Lelouch volvió a ser libre, ahora es el Haneke de la gente. P.S.: Después de los créditos de cierre hay un bellísimo homenaje a un film de Eric Rohmer. No se vaya antes del cine ni se desconecte si la ve online.
No hay lugar que haga más feliz a la izquierda democrática como la oposición. Desde la pureza del llano, sus líderes repiten principios y consignas, declaman párrafos textuales de los manuales económicos clásicos del siglo XIX, y, sobre todo, critican descarnadamente a quienes tienen el poder. Por tanto, cada vez que el resultado de una elección los lleva al gobierno –a veces fuera de todo cálculo–, lo primero que sacude a sus dirigentes es aquella frase que Truman Capote le atribuía a Santa Teresa de Jesús: “Más lágrimas se vierten por las plegarias atendidas que por las no cumplidas”. Esto fue lo que ocurrió en Grecia, en 2015, con el partido Syriza (Coalición de la Izquierda Radical), que llevaba como candidato a Primer Ministro a Alexis Tsipras, un político joven que durante toda la campaña le prometió a un país devorado por la recesión, la falta de empleo, de futuro y demás delicias tan habituales en otras latitudes, que ellos no pagarían la deuda externa, que aumentarían salarios y jubilaciones, que protegerían los planes de salud, que se terminaría la austeridad y se volvería a crecer; en fin, consignas que ni siquiera hace falta enumerar porque también son harto sabidas en las otras latitudes antes mencionadas. Sólo que Tsipras ganó las elecciones, y allí empezó el calvario. Costa-Gavras, después del fulgurante y precoz éxito de Z, que lo consagró hace medio siglo, no había vuelto a ocuparse de una historia de su país natal. En A puertas cerradas lo hace en profundidad, con protagonistas griegos que hablan en griego (no como los franceses internacionales de entonces Yves Montand, Jean Louis Trintignant, Charles Denner y tantos otros), y con bastante de su antigua pericia para el thriller político, y con sus simplificaciones, y con sus mañas. Su habilidad para retener el interés del espectador sigue intacta, lo cual aquí es más valioso ya que este film no es, como Z, la electrizante historia de un asesinato político, sino la crónica de la frustrada renegociación de una deuda externa. Hay que ser muy audaz para poner como protagonista de una película a un ministro de economía, y en un contexto de desencanto donde la esperanza es más nula que en la Atenas de los coroneles: en aquellos tiempos se vislumbraba el fin de la dictadura y el sueño de la democracia; hoy, con la democracia consolidada hace tantos años, una parte de Grecia emigra y la otra sobrevive como puede. “Nunca fuimos tan libres como en la Ocupación”, decía Jean-Paul Sartre al comienzo de “La república del silencio”. La película se inicia casi como Z, hasta con los saltarines compases de la música de Alexandre Desplat que citan, vagamente, la partitura histórica de Mikis Theodorakis. Un grupo de hombres, los malvados de hoy que si bien no son los coroneles de antes juegan un papel similar, observan en un televisor la marcha de las elecciones en Grecia: “Si gana Syriza”, dice el líder de ellos, el ministro de economía alemán y líder de la banca europea Wolfgang Schäuble (Ulrich Tukur), “los echamos del euro”. Schäuble no sólo encarna toda la crueldad del sistema sino que, como se mueve en silla de ruedas, Costa-Gavras se aprovecha de esa condición para duplicar su pintura de implacable villano, casi como Héctor Salamanca en Breaking Bad o Joan Crawford en ¿Qué pasó con Baby Jane? Insistimos: no es fácil hacer un thriller con ministros de finanzas, de modo que hay que echar mano a los recursos que sean. Su contraparte es el ministro griego Yanis Varoufakis (Christos Loulis), que no sólo debe enfrentar, y sin experiencia política alguna, el poder de la “troika” (la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el Fondo Monetario Internacional) sino también la feroz interna de Syriza, ya que él es un extrapartidario a quien Tsipras (Alexandros Bourdoumis) le ha confiado la cartera económica y la renegociación de la deuda sobre la base exclusiva de la confianza que le tiene. Varoufakis, en cuyo libro de memorias “Adults in the Room: My Battle With Europe’s Deep Establishment” se basa el guión del film, lleva siempre en su bolsillo la renuncia: él es un intransigente, Tsipras un negociador; él un halcón, el Primer Ministro una paloma: una paloma un poco peleadora, pero paloma al fin. Las reuniones con la banca europea, las cumbres en Bruselas y Berlín y los encuentros a puertas cerradas lo irán fogueando velozmente en la forma como debe comportarse si pretende seguir adelante con una propuesta que allí nadie le admite: la reforma de la “carta de intención” que lo obligan a firmar para no caer en el “Grexit” (salida de Grecia del euro). Sin embargo, claudicar sería traicionar a su electorado, y eso él no se lo permite. “¿Qué es este juego de la democracia si nadie aquí está de acuerdo con ella?”, plantea en uno de esos encuentros, con el escaso tacto de siempre y sin corbata. Como el film narra hechos históricos recientes, recordarlos no sería caer en “spoilers” como si se tratara de una ficción; pero, ya que Costa-Gavras elige su habitual camino del thriller nervioso, efectista, a veces sorpresivo (y en eso continúa siendo un maestro), tal vez sería mejor no abundar en más detalles. El film recae en alguna metáfora cursi, como aquella en que se ve al Primer Ministro como un pez espada, es decir, un duro tironeado por los pescadores (la culpa es de Varoufakis, autor del símil en su libro). Pero eso no es nuevo en Costa-Gavras: ya en Missing (1982) insertó imágenes del trote de un caballo blanco como símbolo de la libertad. Sin embargo, eso no es lo más llamativo de “A puertas cerradas”: hay una escena cuyo tenor bizarro sorprende hasta a aquellos que creían haberlo visto todo. Una escena coreográfica, onírica, ominosa, donde bailan los dueños del poder europeo, incluyendo a Angela Merkel y a… Christine Lagarde. Sí, el personaje de la canosa ex directora del FMI, a quien tantas veces vimos compartir sonrisas en las fotos con el ex ministro Nicolás Dujovne, aparece bailando en una película de Costa-Gavras. No further questions, your honor. El cine todo lo puede.
El antisemitismo francés de finales del siglo XIX donde se enmarcó el “caso Dreyfus” (extendido entre 1894 y 1906), no fue solamente el rasgo vergonzante de una sociedad y una cultura sino un “importante concepto político” asociado a la Iglesia, como lo señaló Hannah Arendt en “Los orígenes del totalitarismo”. Así lo consideraba, por ejemplo, el escritor católico Georges Bernanos, el mismo que llenó de curitas rurales su literatura y que años después pronunció una de las frases más infames que registra la historia: “Hitler deshonró el antisemitismo”. Es decir, el nazismo y sus crímenes fueron el “exceso” de un concepto político legítimo. Pero Bernanos no fue el peor de los antisemitas; lo precedió, con mayor virulencia, el periodista, ensayista e historiador católico Édouard Drumont, auténtico precursor de “Mein Kampf” con su infame libro “La France juive” (“La Francia judía”, 1866), y por quien Bernanos jamás ocultó ni su admiración ni su defensa: a él le dedicó el libro “La grande peur des bien-pensants” (1931). La verba inflamada de Drumont, quien en 1890 fundó la Liga Antisemita Nacional de Francia, no terminaba en los círculos intelectuales parisienses sino que gozó de amplio eco en las clases populares, aquellas que en los films sobre el caso Dreyfus se apiñan para gritar a coro “Muerte al judío” durante la ceremonia de degradación. “Bernanos tiene indudablemente razón por lo que se refiere al populacho”, escribe Arendt en la obra citada. “Había sido ensayado previamente en Berlín y en Viena por Ahlwart y Stoecker, por Schoenerer y Lueger, pero en ningún lugar resultó su eficacia más claramente probada que en Francia”. Y sobre la colaboración de la Iglesia con esa corriente ideológica en Europa expresa: “Fueron los jesuitas quienes siempre habían representado mejor, tanto por escrito como verbalmente, la escuela antisemita del clero católico. Este hecho es en amplia medida consecuencia de sus estatutos, de acuerdo con los cuales todo novicio debía probar que carecía de sangre judía hasta la cuarta generación. Y resultado de que a comienzos del siglo XIX la dirección de la política internacional de la Iglesia hubiera pasado a sus manos”. El valioso, desencantado film de Roman Polanski J’accuse posee un concepto en común con la obra de Hannah Arendt, aunque tal vez en sentido inverso: el de “la banalidad del bien”. Así como la autora de “Eichmann en Jerusalén” definió al nazi al que juzgaban como un burócrata, un hombre gris que hablaba de los crímenes contra la humanidad como si lo hiciera de un mero trámite, lo que ella formuló como “la banalidad del mal”, en la reivindicación que hace Polanski de Dreyfus tampoco existe la exaltación del heroísmo y de la función reparadora de la historia que había en muchas de las películas previas, sobre todo las de Hollywood: es un expediente revisado, y sólo a medias, porque se le otorgó un indulto y no un nuevo fallo que lo declarara inocente. [Lo que sigue hasta el final de este párrafo es un spoiler: el lector puede saltearlo hasta el inicio del próximo, pero es preciso mencionarlo para completar la idea de la “banalidad del bien” en Polanski]. A Dreyfus, una vez reincorporado al Ejército en un acto más bien frío, deliberadamente poco emotivo, no le preocupan los honores; sólo que le reconozcan el ascenso que burocráticamente perdió durante los años que pasó encarcelado. Y ni eso logra. Un final impresionante. El relato de J’accuse no difiere demasiado de sus antecedentes cinematográficos en su línea narrativa, aunque sí en el tratamiento de esa historia. El oficial Alfred Dreyfus (Louis Garrel) es injustamente condenado por traición a la patria tras la acusación de haber vendido secretos militares a los alemanes. Como judío, es el chivo expiatorio de los altos mandos, y aunque entre los generales, jueces y ministros son pocos los que creen en su culpabilidad, y menos aun con el correr de los días, termina degradado y prisionero en la Isla del Diablo, en el Caribe, durante largos años. En ese período tuvo lugar la famosa carta abierta “J’acusse”, que Émile Zola publicó en la primera página del diario L’Aurore, en la que clamó por la inocencia de Dreyfus ante el presidente de la República, Felix Faure, que poco caso le hizo (Faure fue el que murió por excesos eróticos en el palacio del Elíseo, y al que hoy en Paris recuerda una calle y una estación de la línea 8 del metro. Dreyfus sólo tiene una placita, en la avenida Émile Zola). Hay un personaje clave en la película de Polanski, cuya contrastante caracterización con la que tuvo en versiones anteriores permite apreciar bien la mirada diferente del director de El pianista. Se trata del coronel Georges Picquart (Jean Dujardin), el único aliado con el que contó Dreyfus durante el proceso, el único que se propuso demostrar, en vano, su inocencia, y desenmascarar al auténtico traidor, el comandante Ferdinand Walsin Esterhazy (Laurent Natrella). Pero Picquart, protagonista de la novela de Robert Harris “An Officer and A Spy” (2013), sobre la que se basa el guión del film, es un antisemita más. En una de las primeras escenas, Dreyfus, alumno de Picquart en la escuela militar, le pregunta por qué recibe bajas calificaciones, y si eso tiene que ver con su condición de judío. “Seré honesto con usted”, le responde Picquart. “No me gustan los judíos, pero no permito que eso condicione mi juicio”. A lo largo del film, la lucha del coronel por demostrar la inocencia de su subordinado carece de épica: lo hace porque, una vez que descubre la cama que le tendieron a Dreyfus, así se lo impone su sentido de justicia, aunque no hay cosa que le pese más. En La vida de Emile Zola de William Dieterle (1938), film protagonizado por Paul Muni en el que el caso Dreyfus ocupa toda la segunda mitad, Picquart no sólo actúa de manera heroica y neorromántica, en consonancia con el estilo de la película, sino que, antes de desatarse el caso, es el único oficial del ejército que aprueba la literatura de Zola, a la que el resto de sus camaradas desprecia y pretende prohibir. Algo similar ocurre con Picquart en “I Accuse” (1958), de y con José Ferrer, y guión de Gore Vidal, aunque en este caso se trata de una película sólida, heroica pero sin una pizca de romanticismo, que hasta contiene una escena en la que Dreyfus manifiesta la pérdida absoluta de su fe en la república y se muestra deseoso de obtener el indulto, aunque se lo desaconsejen. Otra diferencia entre las tres versiones (son muchas) es la semblanza del verdadero traidor, Esterhazy, al que las dos primeras muestran como un villano refinado y culto (la versión Ferrer empieza con él y sus citas en la embajada alemana), mientras que Polanski apenas le reserva un papel secundario, el de borracho putañero. Con excepción del pionero Georges Méliès quien, en 1899, cuando el caso aún seguía su curso, realizó una serie de cortometrajes en los que expuso la inocencia de Dreyfus (Méliès, junto con Anatole France, Emile Zola y Georges Clemenceau, fue una de las pocas figuras públicas que se encolumnaron entre los “dreyfusards”, contra la enorme mayoría de los “antidreyfusards”), los cineastas franceses dejaron que Hollywood se ocupara antes del caso en los films mencionados. Nadie tenía prisa. Recién en 1975 Yves Boisset, con libro de Jorge Semprún, realizó su propio “J’accuse” con formato de telefilm, e incluyó algunos de los personajes omitidos por el cine, como el mencionado antisemita Drumont, con quien comienza la película. Aparentemente, el tema seguía siendo incómodo en un país que hasta en 2005 contaba con una sociedad literaria llamada “Los amigos de Édouard Drumont”. Finalmente, hay quienes sostienen que Roman Polanski (inclusive él mismo, de forma indirecta en un reportaje) rodó esta película como reflejo de su situación personal ante la justicia y en especial la opinión pública, esa fuerza que protestó violentamente durante la entrega de los César de hace dos años y lo obligó a ausentarse. Lo mismo ocurrió en el Festival de Venecia cuando la presidente del Jurado, Lucrecia Martel, manifestó que no quería ver esta película en la sala, y que sólo por obligación lo haría en algún lugar privado. Sin embargo, nada hay en el film que permita interpretar eso de manera manifiesta.
“El padre”, obra teatral del francés Florian Zeller, articula el mundo de un hombre que padece el mal de Alzheimer como una trama secreta, conspirativa, que lo amenaza con un fin atroz: el confinamiento en un asilo geriátrico. Esa realidad exterior, cada vez más hostil, lo acorrala mediante los ardides provocados por sus alucinaciones: identidades cambiadas, a veces superpuestas con otras figuras de su entorno, y de su pasado, y casi siempre con su hija como protagonista. A diferencia de otros films sobre casos clínicos similares, como Lejos de ella de Sarah Polley, donde no sabíamos si el extrañamiento de Julie Christie era ficticio o real porque no compartíamos su punto de vista, lo original de El padre es la identificación que forja Zeller de espectador y protagonista, al punto de que sus alucinaciones –o no–, son también las nuestras. Dicho de otra forma, Zeller ha hecho del Alzheimer un argumento policial. El pasado de ese hombre está sostenido por recuerdos de una vida que fue coherente aunque ahora, sometida a una lógica que lo confunde, la de la enfermedad, se ha vuelto absurda. Anthony (Anthony Hopkins) es Ingrid Bergman en Luz de gas, es Joan Fontaine en Rebecca, y hasta es Anthony Perkins en el Señor K. de El Proceso. Aunque sepamos que del otro lado del espejo no hay criminales ni jueces sino personas que lo quieren bien, que lo protegen y sufren, el camino que recorre es idéntico al de aquellos seres en peligro. Supondrá que la mujer que cuida de él le roba sus relojes, que su hija no sólo tiene a veces otro rostro sino que, entre otras mentiras, le oculta el paradero de su otra hija; que su yerno, también bifronte, conspira en su contra. Tampoco sabe si su casa es ya su casa. El libro ni siquiera le otorga un nombre propio a dos de esos personajes (son “El hombre”, o “La mujer”, porque sólo al final conoceremos sus identidades reales), y hasta el casting parecería sumarse por obra del azar a la confusión: la hija comparte nombre de pila con su doble, Olivia Colman y Olivia Williams. Esta es la segunda versión cinematográfica y la primera dirigida por el propio Zeller, su opera prima, con la colaboración en el guión del experto Christopher Hampton, que además la tradujo al inglés. La pieza teatral se representó en casi todo el mundo; en Buenos Aires la protagonizó Pepe Soriano, en Madrid Héctor Alterio, en Broadway Frank Langella, en Londres Kenneth Cranham y en París, donde se estrenó en 2012, Robert Hirsch. Cinco años antes de que Anthony Hopkins consintiera en firmar el contrato para el cine (cuentan que Zeller la escribió pensando en él, y por eso se llama así el personaje), el francés Philippe Le Guay dirigió la primera adaptación, con Jean Rochefort en el papel central. Fue la última actuación de Rochefort antes de morir, y una de sus más brillantes. Aquella versión tuvo otro título, Florida, en alusión al estado de los EE.UU. donde vivía la otra hija del protagonista, y a sus naranjas, que cumplen una función especial en el argumento de esta versión. La comparación entre ambos films no favorece al más reciente. La adaptación francesa, si bien coincide en lo central, que es la visión del mundo desde la interioridad de un hombre cuyo pasado y presente han sido saqueados por la enfermedad, abre sin embargo el relato a una serie de conflictos accesorios, y personajes nuevos, que no sólo enriquecen la dimensión del protagonista sino que le dan al film la posibilidad de explorarse a sí mismo en otros géneros, como la comedia. Florida, en esas exploraciones, es capaz de añadir una subtrama deliciosa, como la rivalidad del viejo Claude (Rochefort) con un amigo al que acusa de haberlo estafado, y por lo cual dejaron de hablarse durante años, y a quien a su muerte se propone desenterrar del cementerio local para no tener que compartir el mismo sitio cuando él muera. Por la dinámica de la trama tampoco sabremos, hasta casi el final, si esa estafa fue real o no. Nada de esto, ni un singular viaje en avión a Miami que articula la totalidad el film, aparecen en la nueva versión. Desde ya, esto no la desmerece; se trata, en definitiva, de elecciones diferentes. La adaptación de Zeller es más cerrada, más claustrofóbica, más sensiblera (en especial su desenlace), y, por qué no decirlo, más teatral. Hopkins hace el papel con esa grandeza dramática tan digna del aplauso como previsible aún antes de verlo, a diferencia de Rochefort, que no deja de sorprendernos con ese vieux canaille, pícaro y desdichado, que inspira tanta piedad como sonrisas.
En el barrio (In The Heights) está interpretada por un elenco joven, latino, de ritmo en la sangre y sangre caliente; sin embargo, el primer beso que se ve en pantalla ocurre a los 114 minutos, y ni siquiera es el de la pareja protagónica: para que Vanessa y Usnavi se atrevan a dar ese paso (en realidad es ella quien lo hace, y gracias al champagne) habrá que esperar otros seis minutos, es decir, a las dos horas de película sobre un total de 2 horas y 23 minutos. Para los tiempos previos a la pandemia, cuando fue su rodaje, resulta demasiado; ni siquiera Lolita Torres, quien exigía por contrato que no hubiera besos en sus films, llegaría hoy a tanto (como tampoco a superar los 90 minutos perfectos que duraban los suyos). Y algo más: en ambos casos son besos pudorosos, breves, como para salir del paso; hasta los flemáticos ingleses de Downton Abbey besaban mejor que estos latinos de fuego en la sangre. No es sencillo diagnosticar la sequedad de sentimientos en In The Heights. Tal vez haya que recordar la frase de Robert Benchley, uno de los más lúcidos cofrades de los parroquianos del Algonquin: “La ópera es ese género en el que cuando un personaje es apuñalado por la espalda, en lugar de sangrar canta”. En Broadway, origen de esta obra de Lin-Manuel Miranda, el artificio es similar ya que sus personajes, como en todo musical, no sólo reaccionan cantando a todo lo que les ocurre sino también bailando. Y es aquí donde vuelve a darse el eterno conflicto de los musicales llevados al cine cuyas puestas dramatizan, de manera realista, lo que les ocurre a los personajes en los momentos no cantados. Es un híbrido que nunca se llevó bien ni con la verosimilitud ni con los gustos de cada espectador (salvo que se sea Stanley Donen o Bob Fosse, por supuesto, que no es el caso de Jon Chu, director de esta película): aquellos que gozan con los musicales (o con las óperas) sólo quieren canto y baile; aquellos que prefieren lo dramático siguen la historia con el miedo de que cualquiera se ponga a cantar en el momento más tenso, como quien teme un ataque de epilepsia. In The Heights, como se dijo, es un exitoso musical cuya versión para el cine, al menos en su primera semana de exhibición en salas y HBO Max en los EE.UU., estuvo lejos de alcanzar el mismo fervor (sólo 11 millones de dólares de recaudación en boletería). Su historia cuenta las esperanzas, sueños, frustraciones y logros de la comunidad latina en Washington Heights, distrito de Nueva York con amplia población de ese origen. El barrio se encuentra en el extremo norte de Manhattan, más allá de Harlem; una zona a la que llegan muchos turistas (o que llegaban, cuando se podía viajar) porque allí está The Cloisters, el más importante museo de historia medieval de los Estados Unidos. Protagonista y relator es Usnavi (Anthony Ramos), el buen muchacho que vive alimentado por sueños de progreso que, en realidad, son herencia de los de su padre dominicano, quien bautizó de tal forma a su hijo porque al llegar al puerto de Nueva York la primera nave que vio decía US Navy. En el barrio, o más específicamente en la cuadra (“the block”, tal como la llaman), se concentran soñadores provenientes de toda la cintura cósmica del sur, quienes sueñan mejor allí que en sus respectivas patrias. Hay dominicanos, puertorriqueños, salvadoreños, venezolanos, chilenos; inclusive representantes de quienes descendieron de los barcos, aunque no los veamos (pero está la bandera y son mencionados). La muchacha que le gusta es una empleada de peluquería especializada en pintar uñas de manera creativa, Vanessa, a quien interpreta la actriz Melissa Barrera. Podría uno ceder al chiste fácil y decir que, al principio, el amor no correspondido de Usnavi es un amor sin Barrera, pero el famoso musical de Robert Wise y Jerome Robbins de 1963, también ambientado en la comunidad latina de Nueva York (aunque en una zona más paqueta como el Upper West Side), tiene más de una diferencia con In The Heights, más allá de la maravillosa partitura de Leonard Bernstein. Pocas adaptaciones de “Romeo y Julieta” para el cine tuvieron la gracia y el vigor de West Side Story/Amor sin barreras: el conflicto planteado por Shakespeare, ese contemporáneo nuestro como nos recuerdan Harold Bloom y algunos noticieros de TV, no sólo es vigente sino también universal. En cambio, a los conflictos regionales de los musicales de Lin-Manuel Miranda, tal como les ocurre a sus personajes, se les hace difícil abandonar los Estados Unidos: es improbable que el anterior e igual de exitoso Hamilton se represente en muchos otros escenarios fuera de Broadway. Los conflictos de In The Heights son parroquiales, cuando no un poco mezquinos, y ni siquiera están planteados con la fuerza necesaria. No es fácil sentir demasiada empatía por los destinos de esos vecinos, ni por sus sueños en Manhattan, cuando se tiene en cuenta cómo se vive hoy en el resto de la Patria Grande. Hasta el desenlace del film es un tanto miserable y si no fuera por aquel asunto del spoiler hasta lo contaríamos. Algunas coreografías, algunos números musicales colectivos filmados a lo Busby Berkeley por el señor Chu son irreprochables, y deleitarán a quienes gustan de este “candy para la vista”. Hay inclusive un homenaje a Boda real, la película en la que Fred Astaire desafía la gravedad y baila sobre las paredes y el techo de su habitación; aquí lo hace una pareja sobre el exterior de un edificio de departamentos, y es justamente cuando se produce el primer beso de la película. Eso recuerda aquella definición del baile que dice que es la práctica vertical de un deseo horizontal, aunque en este caso la horizontalidad sólo inspire un pudoroso roce de labios.