La película no lo dice enseguida, pero lo que parece una suerte de manifiesto nihilista puesto en boca de un personaje que atraviesa una crisis de los cuarenta, es en realidad algo muy distinto. El movimiento se realiza con sutileza pero se nota: A quién llamarías toma una distancia prudencial de su protagonista y, lejos de duplicar su visión de la vida cómodamente escéptica, ofrece un cuadro casi opuesto que rastrea un brillo secreto en los personajes y espacios más recónditos de la ciudad. El conflicto que se establece entre el protagonista (interpretado por Roberto Birindelli) y los que lo rodean se extiende hasta darse entre él y la película misma, y quizás por eso sea que las líneas de Birindelli suenan tan impostadas, falsas e irritantes: su queja de pose cool con toques de misantropía resuena contra los contornos de un mundo que se percibe mucho más robusto y vivo de lo que quiere hacer creer el personaje. Para demostrarlo, ahí están las escenas en una quinta un día de sol, el encuentro con una mujer en un bar o la relación entre su mejor amigo y su secretaria en la que los dos se muestran plenos y felices, llenos del otro. Es casi como si los comentarios constantes de Birindelli se estrellaran una y otra vez contra un universo distinto al suyo, en el que no campean la miseria, el engaño ni el fracaso, signos que en todo caso sí pertenecen al cosmos íntimo del personaje.
La operación del director Martín Viaggio consiste en poner una cosa al lado de la otra y comparar: Birindelli junto al mundo, ese contraste pone en evidencia necesariamente el resentimiento del primero y la luz a veces refulgente del segundo. En algunas críticas sobre la película se habló de misoginia, pero las mujeres de A quién llamarías que no apoyan a los hombres (o que directamente los engañan, como la novia del protagonista) tienen motivos de sobra para no ser acompañantes fieles de sus parejas. Además, el enojo de Birindelli toca a las mujeres pero no se queda en ellas, su bronca alcanza a todas las personas sin distinción de sexo.
Un cierto aire de gravedad que se presiente en algunas escenas se disipa rápidamente en otras, por ejemplo, en los recorridos nocturnos en auto, donde se respira un aire perteneciente a un cine diferente del presente: el argentino de los 60, la Nouvelle Vague, el Nuevo Cine Argentino. Una buena parte de A quién llamarías transcurre en la calle y de noche, y ese clima impregna también a uno de sus mejores personajes: Viviana, la mujer que conoce el protagonista y que parece mandada por la misma película para ponerle los puntos, para interrumpir abruptamente sus frases y reflexiones berretas (no por nada ella es la primera que le dice que no lo quiere escuchar). Cuando Birindelli se calla la boca y observa la realidad que lo circunda el personaje puede vislumbrar pliegues luminosos que antes permanecían ocultos tras la desconfianza de sus palabras. Cuando el protagonista cuenta al pasar que estudió Letras porque quería hacer poesía (y terminó dejando y sin escribir nada) queda claro que a Birindelli no le va muy bien en el terreno del lenguaje, al que utiliza como simple escudo para defenderse de las cosas que le acontecen. El único verdadero momento de felicidad parece llegar recién al final, justo cuando, en medio de un evento confuso, disruptivo y que prácticamente no es contado por el relato, el personaje se encuentra desarmado en su retórica de la derrota e imposibilitado para hablar.