Woody Allen se da gustos caros
Woody Allen rinde culto a la belleza de Roma y al talento de los actores que convoca para una comedia de enredos entretenida
En lo que parece la fase final de la gira de Woody Allen por Europa, que ha dejado una buena cosecha de películas, A A Roma con amor expone ante la ciudad imponente y magníficamente fotografiada, algunos temas recurrentes en Allen, los encantos de la comedia y un elenco numeroso, aprovechado a medias por el director.
La historia sirve a la clásica comedia de enredos, ingenua, contada como si ya hubiera sido escuchada muchas veces. Hay algo de eso en el planteo de Allen que convoca a cantidad de parejas, cada una con su búsqueda o conflicto. Un inspector de tránsito inicia la narración en la que se cruza distinta clase de gente. El recurso aparece cuando Allen necesita liberar a los personajes de las explicaciones. Por las historias breves desfilan: un arquitecto famoso (Alec Baldwin), que encuentra a un colega joven (Jesse Eisenberg) y su pareja (Greta Gerwig), a la espera de Mónica (Ellen Page), la tercera en discordia; otra pareja, la de Hayley (Alison Pill) y el italiano Michelangelo (Flavio Parenti) que provoca el viaje desde Nueva York, de los padres de Hayley (los roles de Allen y Judy Davis). Roberto Benigni es Leopoldo, un hombre rutinario que de golpe se vuelve famoso; y el tenor Fabio Armiliato es el padre de Michelangelo.
Como ocurre en las comedias de Allen, soluciona la banalidad de las historias con cantidad de personajes encantadores y reflexiones que sortean la superficialidad general.
Todos tienen que resolver alguna insatisfacción o se enfrentan a un deseo oculto. Van y vienen por Roma, discretamente mostrada.
Allen rinde culto a los artistas sobre los que detiene la cámara. Baldwin acompaña, como un ángel de la guarda nostálgico, el affaire de Jack; Benigni compone un personaje a su medida, con cambios frenéticos; y Penélope Cruz se luce en todo sentido en un papel que pone picardía y mucho humor, metida en otra pareja joven, recién llegada de la provincia, por un trabajo para el aspirante a hombre de negocios. El hallazgo de Allen, que hace despabilar al espectador sometido mansamente a esa sinfonía de sentimientos, es el tenor en el rol del dueño de la funeraria que sólo canta cuando se ducha.
En la película, italianos y americanos se esfuerzan por comprenderse; reaparece del halo protector de la calidad de turista y Allen deja entrever sus temas favoritos, en el rol de un director de ópera jubilado: la fidelidad en la pareja, el romanticismo, el arte, los clichés de la actriz neurótica, el chiste sobre la estrecha relación entre ser un imbécil (sic) o un tipo progresista.