Isabelle Huppert es una actriz hipnótica. Con su particular gestualidad y modo de manejar su cuerpo, la actriz francesa ha protagonizado películas inolvidables. Por eso la sorpresa cuando en Volver a empezar, película del belga Bavo Defurne (el título original es Souvenir) interpreta a Laura. La hipnosis dura los primeros minutos, en los que enfundada en un uniforme prepara paté en la fábrica donde trabaja. El encuentro de la mujer con Jean (Kévin Azaïs) cambia su rutina. El chico la reconoce como una estrella de la canción que desapareció del mercado. La conoce por su papá, fan de la cantante. La historia deriva en un melodrama kitsch en el que la pareja enfrenta la inmensa tarea de revivir a la estrella que fue tan popular en los años 1960-1970. Huppert no abandona el gesto distraído, incluso en los momentos decisivos de la película. Volver a empezar atenta contra la verosimilitud. No solo por la pareja despareja, sino, por la relación con un entorno que también luce detenido en el tiempo. Las canciones y, sobre todo, la mímica de Laura al interpretarlas rozan el ridículo. El guion de Defurne construye una relación amorosa entre Laura y Jean plagada de clichés. Busca provocar y en realidad, aburre. En cuanto a la vida artística de Laura, personaje que no transmite sensibilidad poética alguna, se mueve en un marco de competencia muy antiguo, con los mismos vestidos que la cantante usó para los hits del pasado. El director arma una película en la que romance y canción arman un mundo al que es difícil imaginar que alguien quiera volver. La diferencia generacional y la herencia del chico que sabe las canciones por su padre componen una historia deslucida. Con los mismos elementos dramáticos, la película hubiera estado a la altura de Huppert si el guion tuviera un poco de profundidad. Volver a empezar se queda en la superficie de los dos conflictos. El dilema entre el arte y el amor, duda universal llena de posibilidades narrativas, queda reducida a escenas ligadas a la anécdota. Solo la fotografía logra retratar eso que la película no dice. El departamento de Laura, la ropa, el camarín, el estudio de grabación son relevados por la cámara como preparando la percepción para una historia potente que jamás llega. La actriz, ícono del cine francés, no alcanza para intervenir el guion y el punto de vista del director, tan decadentes como anodinos.
Sofia Coppola retrata los efectos de la violencia doméstica, con la Guerra de Secesión como telón de fondo. El nombre de Sofia Coppola asociado a un relato clásico, protagonizado por mujeres, despierta interés. Con mano firme y delicada, la directora logra en El seductor una película de época, en el escenario desgarrador de la Guerra de Secesión en Estados Unidos (Virginia, 1864), y los efectos de la violencia estructural en el ámbito doméstico. Una niña busca hongos en el bosque. Ha llovido y el agua se cuela entre las hojas y la luz tenue. Rompe el hechizo, un hombre, un soldado herido (Colin Farrell). El seductor es una película que construye el clima de la casa de Miss Martha (Nicole Kidman) donde viven asiladas mujeres sureñas de distintas edades, temerosas por el avance de los yanquis. A tres años de iniciada la guerra civil, el soldado del bando enemigo entra en la casa gracias a la caridad cristiana de Martha que le salva la vida. Las niñas observan al hombre mientras las adultas coquetean con él. Entre el pudor y el deseo explícito, ellas buscan al hombre que ha llegado para revolucionar la casa. Edwina, Kirsten Dunst, avanza ante la mirada rebelde de Alicia, Elle Fanning. Cada una reclama la atención que cree merecer. La película plantea la seducción con picardía y un humor encantador, hasta que las relaciones cambian de tono y se desata la tragedia. Con detenimiento, Coppola regala imágenes bellísimas en torno a la casa donde se naturaliza la crueldad. El contraste domina la evolución de un conflicto que toca a Martha y Edwina de diferente manera. Mientras se escuchan las detonaciones del frente, en ese paraíso de arboleda centenaria y rosales las mujeres conviven con un hombre, John, el rostro humano del enemigo colectivo. El seductor es una película pequeña, de estados de conciencia. Farrell, Kidman y Dunst componen sus personajes con la represión interior que exige el contexto. La fotografía, la música y la casa señorial manifiestan el drama del grupo que sobrevive en medio de una desgracia que se prolonga en el tiempo. Coppola arma una estampa con las distintas luces del día y reserva las pasiones no dichas a la noche, con penumbras, velas y rezos en la rutina de las mujeres protegidas por Martha. Atrapadas en las condiciones que les impone la sociedad, ellas ejercen el poder desde un lugar que las enfrenta a sus propios monstruos. Actuarán con una particular manera de licuar las culpas, de nombrar el odio y mantenerse intactas dentro de la casa.
Una comedia fallida sobre el drama del desempleo La compañía de capital español está en plena expansión pero la orden es hacer algunos retoques en la planta de empleados. Retiro voluntario, de Lucas Figueroa, utiliza un tema sensible, cercano a la tragedia social, pero impone en su tratamiento las reglas de la comedia, alejada de cualquier sutileza o metáfora. Javier (Imanol Arias) es el gerente español que sufre la culpa por el recorte sin anestesia que debe realizar si quiere un lugar en el consejo directivo de la empresa y seguir con el estilo de vida lleno de comodidades. El azar lo cruza con un hombre desquiciado que le pide una dirección (Darío Grandinetti) y de esa manera inicia la relación extorsiva, tan desfachatada como inverosímil. El alto ejecutivo entra en la maraña de amenazas con pocos reflejos. Mientras Imanol Arias lucha infructuosamente con el personaje para hacerlo creíble, Grandinetti arma a fuerza de mucho oficio, la caricatura del tipo que quiere plata. De repente, aparece Luis Luque en el rol del recepcionista de la compañía y se convierte en el protagonista. El actor luce el registro alocado que necesita la película, aunque no puede salvarla solo. En tanto Miguel Ángel Solá interpreta al gerente de recursos humanos que siempre encuentra el modo de prevalecer. El actor participa en pocas escenas, un gancho publicitario que cubre la necesidad del guion simplón. Funciona como un malvado sin matices, una piedra en el camino del bueno de Javier. En medio de la línea de operadores del call center se habla de una reducción del 30 por ciento de los puestos de trabajo, se busca información real sobre los movimientos de la empresa y el gerente se relaciona con personajes de conducta que roza el delito. La película incluye también un cóctel de milonga, fútbol y mucho insulto argentino, una fórmula a la medida de la coproducción entre Argentina y España. El manejo del absurdo requiere talento. En Retiro voluntario las peripecias son clichés, salidas rápidas, un guiño a Matrix, sin sentido, y la construcción de un antihéroe rico. La historia se agota en un juego ridículo de trompadas, insultos y delirios a fuerza de porro.
Sobre las pérdidas irreparables En la nueva película de François Ozon, después de la Primera Guerra Mundial, hombres y naciones lamen sus heridas e intentan salir adelante. François Ozon no simplifica los conflictos que elige para filmar. En Frantz ofrece una obra de tiempo detenido, para narrar un drama ambientado en la primera posguerra europea. En 1919, en un pueblo alemán, las heridas están todavía abiertas, por eso la sola alusión a los franceses provoca dolor y rabia. Anna esperó en vano a su prometido Frantz, que quedó en una fosa común en territorio francés. La joven (Paula Beer) cumple diariamente el ritual de colocar flores y limpiar la tumba destinada a su amor. Los padres del muchacho (Marie Gruber y Ernst Stötzner) la han adoptado como una viuda antes de cumplir el sueño de casarse. Entonces llega Adrien (Pierre Niney), el francés que dice haber conocido a Frantz. La película de Ozon gira en torno a la conciencia individual de un soldado que cumplió una misión colectiva. El registro de la película en blanco y negro invoca un tiempo lejano pero también acerca el drama íntimo de cada personaje que llora su pérdida. Los padres y Anna abren la puerta de su corazón a Adrien y reconstruyen todo lo que Frantz amó. A su vez, el viajero cuenta cómo vivió el muchacho el arte y la alegría de París antes de la guerra. La historia, de repente, deja de ser una cadena de causas y efectos, sueños truncos y recuerdos. Después de una confesión del francés, Anna será la encargada de reescribir la memoria. Ozon es tan hábil que seduce al espectador contemporáneo llevándolo por motivos fallidos. Siempre la historia está en otra parte. Es soberbia la actuación de Paula Beer como la chica alemana que no puede sonreír. El director la rodea de una puesta que fotografía la naturaleza indiferente a todo, en contraposición con unas pocas imágenes en el campo de batalla. La austeridad del pueblo remite a tiempos difíciles, mientras Beer expresa el conflicto interior de una mujer protectora de la memoria necesaria. Ozon toma cada personaje con piedad en un tiempo despiadado. Además, ofrece una mirada humanista en medio de la muerte, al señalar la responsabilidad de los padres que alientan a sus jóvenes a luchar en la guerra. La pérdida sostiene el relato. Y sólo en algunos momentos aparece el color, como la irrupción de otro nivel de conciencia.
Terror adicional en torno a las víctimas de trata En Hipersomnia, el director Gabriel Grieco explora en el drama de las víctimas de trata. Pese a las buenas intenciones, el juego onírico del planteo narrativo termina por frivolizar el tema. Gabriel Grieco propone una película en la que mezcla el ejercicio en torno a las fórmulas del género de terror/gore, con un juego psicologista, para desembocar en una denuncia social. Hipersomnia expone las alucinaciones de Milena (Yamila Saud), una aspirante a actriz que sufre momentos de ausencia que la conectan con otro espacio. El lugar es un infierno en el que han quedado atrapadas un grupo de chicas, condenadas a ejercer la prostitución, bajo el yugo de una organización cruel. Sexo, sangre y tortura son los ingredientes de las imágenes expuestas con detenimiento y pericia fotográfica. Peter Lanzani integra el grupo de malvados, en el rol del muchacho que se conduele de las víctimas. El actor encara las escenas con el toque de desvalimiento requerido, aunque el conjunto está fuertemente señalado por la convención y el abc del género. El malo, malo será. Además de la pesadilla en la que el director intercala la vida cotidiana de Milena, psicólogo incluido, con el registro del horror, el guion va tomando un camino impredecible. El ejercicio de estilo y el tratamiento de lo siniestro chocan con el tema que Grieco expone como en viñetas de cómic para adultos de estómago resistente. El tema de la trata de mujeres en el mundo es un drama, una de las peores caras del crimen organizado. Más allá de las buenas intenciones del director (no es este el lugar para indagar y evaluar motivaciones previas a la película), el formato, el juego onírico y la exacerbación de la imagen son aspectos que frivolizan el tema. Ficcionalizar un drama social, como es la violencia extrema ejercida contra las mujeres, exige otras herramientas. La cuestión es tan delicada que los personajes de maqueta conspiran contra cualquier señalamiento en torno a la práctica aberrante. Gerardo Romano en el rol del director de cine funciona en un plano, el del director de teatro, que Grieco luego abandona, como si la obra que Milena ensaya disparara una percepción inexplicable. Jimena Barón, como una de las chicas maltratadas, disputa el protagónico, aun cuando el tono de la película no supera el estereotipo. Hipersomnia es un trago amargo en el que los amantes del terror encontrarán demasiada realidad y conflictos reconocibles, mientras que los espectadores sensibles a los temas sociales no podrán cruzar el umbral de la empatía con las víctimas, a causa del tratamiento elegido por Grieco.
Las canciones, las coreografías y el preciosismo del diseño ponen a "La Bella y la Bestia" en el lugar del ensueño. Los cuentos de hadas cargan con el desafío de conmover a espectadores entrenados en las historias taquilleras, cuando no, desencantados por exceso de guiones. La Bella y la Bestia es una invitación al mundo de los contrastes y la magia, filmada por Bill Condon (Chicago, la saga Crepúsculo), director que conoce las audiencias y sabe mantenerlas entretenidas. Evan Spiliotopoulos y Stephen Chbosky escribieron el guion basado en el cuento de Jeanne-Marie Leprince de Beaumont. La historia enfrenta al príncipe vanidoso a un hechizo que solo se desvanecerá cuando alguien ame al ser de apariencia monstruosa en que ha sido convertido. La Bestia vive en el castillo paralizado en un invierno eterno, junto a sus sirvientes, convertidos en muebles y utensilios. El hallazgo del cuento sigue siendo el perfil de la pareja protagónica y el nacimiento del amor. Mientras la Bestia espera el plazo implacable en que caerá el último pétalo de la rosa, en la aldea, Bella enfrenta todos los días las burlas y discriminación de los vecinos. La ven rara, siempre enfrascada en sus libros, protegida por el padre relojero. Nada más romántico que una doncella triste y un príncipe hechizado. Emma Watson transmite fragilidad y determinación a la vez. "Los libros vuelven más grande este mundo", dice, comparando el placer de la lectura con la estrechez del pueblito y sus habitantes. La actriz de aspecto angelical entra sin problemas en el rol, bien acompañada por Kevin Kline en el rol de Maurice, el padre de Bella. Dan Stevens, la Bestia, se mueve dentro del artefacto del personaje con la expresividad puesta en sus ojos, en el juego constante de primeros planos que humanizan al monstruo. Luke Evans como el malvado Gastón, el pretendiente de Bella, hace equipo con Josh Gad en el rol de Le Fou. Los gestos pícaros de Le Fou y sus inclinaciones amatorias no pasan del juego amanerado entre dos villanos de cuento. Uno de los atractivos de la película es la puesta del musical que se inserta en las escenas interpretadas por actores, o en las corridas y transformaciones mágicas de los objetos bellamente animados. Las canciones, las coreografías y el preciosismo del diseño ponen a la película en el lugar del ensueño. El baile inicial, los cambios de color, la velocidad, el modo de abordar la poesía del relato, escenas como la grupal de la taberna, sostienen la película más allá de las peripecias conocidas. También la canción de la Bestia establece un vínculo genuino con el espectador. El otro tema es la imposibilidad de ver la película subtitulada, para disfrutar de las voces originales. De todas maneras suenan con destreza y emoción, las voces de Meli G (Bella), Héctor Ortiz (Gastón), David Filio (Lefou), entre otros. La Bella y la Bestia de Bill Condon cumple fielmente con las reglas del relato y con la mítica del espectáculo que Disney ha paseado por el mundo en todos los formatos.
"Elle": una controvertida mirada sobre la violencia sexual Soberbio trabajo de la francesa Isabelle Huppert en el rol de la mujer que sufre una violación y toma decisiones sorprendentes. La violencia sexual en escena, aun cuando el primer plano del gato elude detalles, funciona como el primer trato del director Paul Verhoeven y el espectador de Elle: abuso y seducción. Michéle Leblanc, Isabelle Huppert, es la mujer abusada en su propia casa, en un vecindario de clase acomodada y modales intachables. La historia de Michéle va unida al modo de contarla, con la misma fuerza con que se relacionan víctima y victimario. El guionista David Birke pone en el centro de la consideración un hecho aberrante que, a medida que transcurre la película, se va naturalizando. Aparecen los datos del perfil de ella, la abusada, y estalla un mundo paralelo de violencias pretéritas. Hay motivos por los cuales ella jamás va a recurrir a la policía. Más bien, aplicará al episodio que no se agota en un hecho aislado, su particular mirada sobre sexo y poder. Michéle es dueña de una empresa que diseña videojuegos violentos, sexuales y crueles. Las pantallas buscan modos de destrozar y eliminar ante los ojos impávidos de la mujer que pide que el usuario sienta la sangre, "tibia y espesa, si es posible". Paul Verhoeven logra un ejercicio sobre la ira solo posible con una actriz como Huppert que va incorporando cierta extrañeza. El procedimiento incomoda al espectador tanto como el abuso de la escena inicial. La mujer sale a la caza del atacante sin alterar su rutina de empresaria fría, con vínculos problemáticos, escasa de lealtades y con una historia que la une fatalmente a su padre. Elle ofrece varias líneas de argumento enmarañadas hasta el retorcimiento.Filmada como un thriller, el trabajo de Stéphane Fontaine en fotografía transmite desahogo económico, un microclima de cenas con amigos, buen vino y unos personajes que están con Michéle a pesar de sus facetas infranqueables. Acompañan a Huppert, Laurent Lafitte (Patrick, el vecino); Charles Berling, Richard, su ex; Christian Berkel y Anne Consigny, la pareja amiga, entre otros. Isabelle Huppert eclipsa con su magnetismo, sus movimientos y el modo de exponer su cuerpo frágil. El personaje se vuelve una amenaza para el entorno. La ira acumulada la empuja a buscar cierto tipo de expiación, por vía del morbo y el sadismo. Elle hiere la sensibilidad, no solo por el abuso planteado. A lo largo de dos horas 20 minutos, va tomando forma la idea de que esa mujer psicópata merece un presente sin salida. Verhoeven resuelve la cosa con frialdad y desapego hacia los personajes. Hay en el guion pasiones y sentimientos que se ciernen en torno a Michéle, como los tentáculos de esos bichos sin nombre que devoran a la víctima en el videojuego que ella aplaude. En ese sentido, resulta polémico el enfoque del director porque parece, según Elle, que hay distintas categorías de víctimas frente a un hecho que es siempre aberrante.
El chileno Pablo Larraín logra un estupendo trabajo de Natalie Portman en una película sin vuelo narrativo. Un primerísimo del rostro de una mujer inicia la película de Pablo Larraín, Jackie. Para la platea adulta queda claro que la dama triste que camina hacia la cámara es Jacqueline Bouvier Kennedy, viuda de John Fitzgerald Kennedy. El magnetismo del personaje histórico se potencia con la fotogenia y el trabajo actoral de Natalie Portman, un hallazgo para la interpretación de la mujer que presenció el asesinato de su marido el 22 de noviembre de 1963 en Dallas. El guionista y periodista Noah Oppenheim reescribe los días siguientes a la muerte de Kennedy, con la estrategia de la entrevista a Jackie, quien encuentra en esa conversación, la posibilidad de crear algo propio, a partir de la memoria de sí misma y de esa especie de Reino de Camelot (la fortaleza del Rey Arturo) como se identificó el momento político del presidente demócrata. Larraín relaciona una visita guiada por la Casa Blanca restaurada, episodio previo al asesinato filmado en blanco y negro, con el entierro, el cambio abrupto de estado de Jackie y su voz narrando. El gesto intenta establecer el mito sin fisura. Aporta a esa construcción la figura de Abraham Lincoln, también víctima de magnicidio. La casa es el lugar donde vivieron dos mandatarios venerados. La película no se aparta de la viuda. "Creen que soy una tonta. Me conformo con una historia creíble", dice a su interlocutor. Jackie habla también con su cuñado Bobby Kennedy (Peter Sarsgaard) y con el sacerdote (John Hurt). La postal es de una soledad infinita cuando camina por la casa donde, presurosos, los responsables de la nueva administración embalan las cosas de la familia Kennedy. Mientras la cámara merodea por los salones lujosos, hay flashes del asesinato. Conmueven las escenas silenciosas de Jackie frente al espejo, con el rostro y la ropa ensangrentados. El paralelismo con Lincoln alcanza el cortejo, en el material gráfico de la época. En ese zapping temporal, el director sigue a Jackie caminando a tropiezos por el cementerio donde elige el lugar para la tumba, o junto a sus hijos. Hay en la película una reconstrucción fiel de los documentos de aquellos días, mientras, en registro intimista, ficcional, Larraín acerca la cámara a la viuda. "Nunca quise ser famosa", dice, con el vestido negro que instaló una tendencia en la moda mundial. Jackie tararea la canción popular que le gustaba a JFK y concluye: "No habrá otro Camelot". En la película de Larraín, la literalidad acompaña al personaje sin variaciones o sorpresas.
Una pasión sin escalas La película basada en la novela de Rafael Bielsa repasa los últimos meses de vida del líder montonero "Tucho" Valenzuela, con una notable actuación de Luciano Castro. El relato sobre los últimos meses de vida del líder montonero Edgar Tulio “Tucho” Valenzuela pone al director Leonardo Bechini en la difícil tarea de reproducir un episodio cuyos detalles escapa al público masivo. El gran relato de los años ‘70, en boca de vencedores o vencidos, hace de la película Operación México un campo minado. Basada en la novela de Rafael Bielsa, la película presenta la negociación forzada del Comandante Tucho con Leopoldo Fortunato Galtieri en enero de 1978. Valenzuela es secuestrado y llevado a una quinta en Funes, Rosario, junto a su compañera Raquel “María” Negro, embarazada casi a término. Un grupo de militantes montoneros esperan allí el plan canje de Galtieri. Valenzuela debe infiltrarse en la comandancia montonera en México y entregar la cúpula. Del éxito de la operación depende la vida de su familia la propia y la de sus compañeros. Operación México (el título remite a la masacre que Rodolfo Walsh contó en otro escenario atravesado por el mismo odio) cuenta con el protagónico de Luciano Cáceres, acompañado por Ximena Fassi en el rol de María. La pareja transmite las convicciones inquebrantables y el amor que mueve la decisión frente al ofrecimiento de Galtieri. Muy buen trabajo de Cáceres que mantiene la tensión durante toda la película, un thriller político en el que lo siniestro no se ve pero se intuye. Héctor Calori en el rol de Galtieri logra un buen retrato del jerarca agazapado para tomar el poder. El tono reflexivo del personaje, los modales educados y la sobriedad lo dejan bien parado, hablando de ‘guerra’ y de 20 mil bajas enemigas. Como ocurre con los temas que implican necesariamente interpretaciones políticas y posiciones ideológicas, depende del espectador el fallo final. La película, de todas maneras, se enfoca en la encrucijada de un hombre al que le cargan la mochila insoportable de la vida de sus seres amados. Con ese conflicto en primer plano, la violencia genocida y el terrorismo de estado son apenas parte de un contexto general. El director expone los hechos y al último ofrece datos fidedignos, poniendo el énfasis en el robo de bebés como una práctica sistemática de la dictadura. La dirección de arte, la presencia de Luis Ziembrowski como el prisionero no montonero, el contraste entre la apacible quinta litoraleña en verano y la ansiedad de María, hacen de Operación México una película muy interesante, que vuelve sobre la consigna “Patria o Muerte” desde el costado más vulnerable de cualquier persona. La tragedia de la historia real argentina pone a salvo el planteo de la tentación simplista y de toda banalización.
Michael Moore planta sus banderas y vale la pena verlo El documentalista pone voz y voto a un ensayo sobre las ideas de bienestar que su país abandonó hace tiempo, contra toda felicidad posible. "Mandenme a mí", cuenta Michael Moore que sugirió al Pentágono de su país, el más poderoso del mundo. Y allá va el documentalista, a plantar banderas en cada lugar que visita en busca de ideas. Formulada como un ensayo que reconstruye la tesis mientras Moore camina, habla y entrevista, la película ¿Qué invadimos ahora? pone en jaque el sistema estadounidense en su conjunto, interpelado a partir de las ideas que el director toma y enuncia. Moore expone una falsa inocencia cuando se muestra sorprendido por las conquistas laborales que los italianos, los primeros en aportar su experiencia como ciudadanos felices, describen. Vacaciones pagas y 36 horas de trabajo semanal aparecen como algunas de las ventajas de ese paraíso que Moore va construyendo durante dos horas de película.El procedimiento resulta interesante, entretenido, mantiene buen ritmo narrativo y hace foco en la palabra dicha de manera responsable por los testigos de cambios sociales saludables para el sistema democrático. La película funciona como un excelente instrumento de debate, desde la perspectiva de un ciudadano estadounidense que se siente incómodo con el fracaso del sueño americano y sus consecuencias. Se escuchan palabras muy duras en torno a la identidad forjada a partir de la competencia, la acumulación y el éxito a cualquier precio. Moore aborda muchos temas, repartidos en los países visitados donde dan testimonios personas de las distintas áreas de interés. En Francia aborda el tema de la comida saludable en escuelas públicas y los impuestos. Sigue con el sistema educativo finlandés; la universidad gratuita en Eslovenia; la calidad de vida de los alemanes y el valor de las políticas sobre la memoria, el Holocausto y las reparaciones históricas; la despenalización de las drogas en Portugal; el modelo del sistema carcelario noruego; las políticas de salud reproductivas y aborto en Túnez; el caso de los banqueros presos y la tradición de las mujeres en los puestos de decisión en Islandia. Moore intercala imágenes de archivo sobre las luchas estadounidenses y las conquistas tardías con respecto a los derechos de los negros, al tiempo que muestra golpizas, actuales, a cargo de los policías contra la población más vulnerable. Moore rinde homenaje a las mujeres (vía Islandia) y aporta su fina ironía y un texto que hasta podría leerse con interés, para denunciar por qué en su país, Estados Unidos, es tan difícil ser feliz. Una y otra vez el director repite que las ideas que lo deslumbran fronteras afuera nacieron en su país. Señala, como contrapartida, el resurgimiento de la esclavitud en Estados Unidos, el abandono de los ciudadanos por la falta de asistencia en salud y educación, la apuesta por los banqueros, la violencia institucional. A partir del juego de palabras del título, el director profundiza su postura política con el cine como herramienta poderosa.