Turismo cinematográfico con sello Allen
El cineasta neoyorquino continúa con su periplo europeo y desembarca en la capital italiana. Historias corales, que incluyen al propio Woody, quien encarna a un director de ópera retirado con las características que lo identifican.
Woody Allen está viejo. Obvio. Su cine perdió originalidad, impacto, sarcasmo verbal, emotividad y ferocidad con buenas armas. Más que obvio. En los últimos años algunas de sus películas parecen paseos turísticos por ciudades europeas (Barcelona, Londres, Roma) más que films trascendentes por sus temas y elecciones estéticas. Obvio otra vez. ¿Y entonces, cuál es el problema? Ya hizo las obras maestras, las buenas y aceptables películas, también las malas y de inmediato olvido. Ya van 45 títulos dirigidos y resulta imposible, obviamente, encontrarse con una filmografía sin subas y bajas, donde se perciben sus reiteraciones, esquemas, lugares comunes e historias que traslucen como concebidas de “taquito” A Roma con amor es una de ellas donde Allen hace turismo cinematográfico contando una historia coral con personajes centrales y secundarios, mejor tratados algunos que otros: una joven pareja que el azar separa por unas horas, otra que espera la llegada de los padres de ella (Judy Davis y el mismo Allen), un rutinario empleado que se hace famoso de manera inesperada (Roberto Benigni) y un veterano que anduvo por la ciudad tiempo atrás (Alec Baldwin) y conocerá a su alter ego italiano. Con esos personajes y con el paisaje previsible de Roma en plan territorio para enamorados (la Fontana di Trevi, otra obviedad) y con el inicio y final con “Volare” de cortina musical (seguimos con los lugares comunes), Allen construye una película con sus momentos felices y no tanto, aquellos donde se intuye la mirada de turista enamorado de una ciudad por encima de situaciones no construidas en películas anteriores.
A Roma con amor marca su retorno como actor luego de algunos descansos donde no encontró un rol ideal para mostrar el paso inexorable del tiempo. Justamente, su dupla con Judy Davis, donde él encarna a un director de ópera retirado, con las características que lo identifican desde Annie Hall hasta hoy, resulta uno de los puntos fuertes de un film menor, deshilachado, que fluctúa entre profundos pozos narrativos y aislados momentos de genialidad y originalidad desde la puesta en escena. Hay otros personajes, como la joven pareja de italianos y el charlatán que encarna Benigni (insufrible, como siempre), que parecen olvidados por el guión, cuestión que sorprende tratándose de la obsesión esencial del autor. Penélope Cruz, interpretando a una prostituta (¿fetichismo de Allen de los últimos años?), trasluce como un atractivo y hermoso decorado. En fin, otro Allen que no será recordado ni ahí como una obra importante pero al que también cuesta omitirlo sin vueltas por tratarse de un film inofensivo, pasatista, inocuo y tan leve y livianito como el pegadizo estribillo de “Volare, oh, oh, oh; cantare, oh, oh…”