TRAGEDIA A LA CALABRESA Rosa (impresionante debut actoral de Lina Siciliano) es sobrina de un jefe y líder familiar de la zona de Calabria, la Ndrangheta, mafiosos de la región arraigados a costumbres ancestrales que manejan a piacere el contrabando y negocio de la cocaína. Rosa sufre de pesadillas al recordar a su madre, en vinculación familiar con los fuera de la ley, o en todo caso, en relación a ese territorio ocupado por el poder delictivo. Rosa no es un personaje pasivo, observa con detenimiento, habla solo lo necesario, se la ve feliz junto a su pareja. Pero sospecha y mucho de su ámbito familiar, de su tío y del entorno, siempre sujeto al recuerdo de su madre. Efectivamente, Una femmina es una película sobre la mafia pero contada desde la perspectiva de una mujer, sujeto menor dentro de la genealogía de esta clase de películas, acomodado su rol al de madre, esposa sumisa o mero objeto de delectación del mundo masculino. Pero Rosa es un personaje distinto: ausculta con su profunda mirada, investiga, observa con fruición ese mundo al que ella también pertenece pero que parece haber sido el responsable de la muerte de su progenitora. En ese sentido, la historia troca a tragedia con paisaje calabrés, a una mixtura shakesperiana y de película sobre la mafia, donde subyace un asunto, algo no aclarado con suficiencia, a cuenta pendiente para resolver. Por eso los movimientos de Rosa dentro de ese paisaje agresivo y, aparentemente, traidor y asesino, se complacen con lo más transparente de la tragedia, como una especie de Lady Macbeth de Calabria que hará lo imposible por resolver el conflicto. Sorprende que Una femmina sea la opera prima en ficción de Francesco Costabile, cineasta adicto hasta acá al documental con trabajos referidos al gran diseñador y vestuarista Piero Tosi o alusivos a la obra y vida de Pier Paolo Pasolini. Sorprende de buena manera cómo cada plano tiene la precisión y duración necesarias, aferradas al tiempo que la protagonista debe invertir para averiguar el porqué de la muerte de su madre. En este punto, el crecimiento dramático de la historia tiene su escena de inflexión, su antes y después, cuando el tío de Rosa fustiga y expulsa a la sobrina en plena comida familiar. Desde allí, con Rosa fuera de campo por unos instantes, la película girará hacia la definitiva revelación. Rosa dejará de mirar y actuará a solas o junto a su novio desarticulando ese ámbito mafioso y familiar que tanto daño le provocó desde pequeña. Pero Rosa, con cadáveres a su alrededor que no molestan y otros que sí y se extrañaran para siempre, también podrá cantar y mirar al cielo en esa procesión religiosa del desenlace, señal de triunfo y de misión cumplida.
Desde las primeras imágenes de la película, la misma directora Sabrina Farji se plantea una serie de interrogantes sobre el personaje. Un cuadro representativo, la alusión al hecho histórico, la presencia de Mariquita Sánchez de Thompson. Pero el documental irá a la búsqueda de las raíces, los orígenes, el comportamiento y el lugar que ocupó como mujer entre dos siglos. En ese sentido, Mariquita, mujer revolución convergerá hacia esa línea donde se fusiona el documental y la ficción, a algunos hechos recreados y / reconstruidos, al recurso de las cabezas parlantes, al correspondiente contexto histórico, al lugar como escritora del personaje, sus relaciones de pareja, los enfrentamientos o acercamientos con políticos de entonces y, esencialmente, su palabra rectora, sus expresiones sobre el estado de las cosas que van más allá de haber sido quien albergó en su aristocrático hogar a quienes compusieron y luego entonaron por primera vez el Himno Nacional. Por razones puramente casuales, hace unos días volví a ver buena parte de El grito sagrado (1954, Luis César Amadori), clásico biopic sobre el personaje en la piel y la euforia retórica de Fanny Navarro. El film, gestado hace casi setenta años, remite a una manera de hacer cine histórico, plantando aquella bandera ideológica del peronismo de la década como interpretación simbólica. La propuesta de Farji se ubica en la vereda de enfrente en cuanto al procesamiento de los materiales. Es un documental, pero con la directora presente en varias imágenes. Es una narración establecida como un rompecabezas a armar desde lugares comunes que transmitió la historia desde una postura enciclopédica, donde la intención de la película es, justamente, desovillar y alejarse de esos lugares comunes. El film remite a un personaje poderoso de la historia argentina, aunque desde la decoración de un hecho real, como comparsa de un suceso trascendente. Pues ahí, en ese punto, Farji gana la apuesta: desprenderse del manual y fijar la atención, a través de la investigación, los testimonios y las escenas ficcionalizadas (no es este punto el más logrado del film), junto a los interrogantes que la directora continúa planteándose en relación a qué lugar realmente ocupa Mariquita Sánchez de Thompson en aquel período específico de la historia argentina. Lejos, muy lejos diría, de la ilustración y el mensaje patriótico, Mariquita, mujer revolución abre puertas para el intercambio de opiniones ya que jamás se somete a clausurar a un personaje importante, con sus virtudes, certezas e inestabilidades.
EL MISMO HORROR, EL MISMO DOLOR 1980, Corea del Sur. 1976 hasta fines de 1983, Argentina. Dictaduras, muertes, desaparecidos, represión. Madres. Muchas madres a la búsqueda de sus hijos. Restos fósiles, reconocimientos de expertos, preguntas sin respuestas. Interrogantes planteados por esos hijos de otras personas. Recorridos por los centros clandestinos, por esos espacios enormes, fríos, paredes que parecen hablar o escuchar susurros. Chupaderos de la muerte de acá y de allá, por Asia y América del Sur. Viajes de la muerte, los aviones con destino fijo: esa zona entre el río y el mar. No había que dejar rastros. Si no era a través de los aviones, ahí estaban los fusilamientos, acá y allá, en Corea y Argentina, el mismo horror, el mismo dolor. La historia que se parece, se entronca de un país a otro, de una dictadura a otra. Y solo, y vaya que fue (es) suficiente la valentía de esa mujeres, con pañuelos o sin ellos, de rostros distintos, de arrugas causadas por el paso del tiempo, también por esas pérdidas de seres cercanos, algunos de ellos recuperados como restos fósiles que revelan la verdad absoluta, la violencia de Estado, el silencio cómplice, el grosero y vulgar algo habrán hecho. Allá y acá. En el sur coreano y en el sur de este continente. Gwangju-se fue el paisaje coreano arrasado por la dictadura de Chun Doo-hwan: La masacre arremolinó entre mil y dos mil muertos, y allí estuvieron y están las sobrevivientes, esas madres del dolor que instarían por el fin de la dictadura, recién producida en 1987. Y las Madres de Plaza de Mayo surgen con sus testimonios, también de algunos sobrevivientes de aquel horror donde la vida seguía sin inconveniente alguno mientras las voces del fuera de campo llegaban a los oídos de los secuestrados y torturados. Trabajo de largo aliento y de años hasta su concepción definitiva, el emprendido por el cineasta coreano Im Heung-soon. En primera instancia en talleres con alumnos de enseñanza secundaria de su propio país. Los resultados estéticos y temáticos del documental Buena luz, buen aire, ya descriptas sus motivaciones y propósitos, son transparentes. El trabajo oscila entre el objetivo institucional, la elección narrativa de cabezas parlantes, el contrapunto entre un horror y otro, los recorridos de la cámara por esos pasillos convertidos en silencio de catacumbas y la manifestación y pedido de justicia, más allá del paso del tiempo, por los hechos criminales de décadas atrás. Trasluce un testimonio entre tantos, aquel que expresa que además de las torturas infligidas en los cuerpos, el aislamiento invadía cada minuto de existencia, acaso como sensación previa al siguiente vuelo en avión o al inminente fusilamiento.
El inicio de Último recurso resulta más que sugerente desde su novedad temática. Supuestamente el Mundial de Fútbol de 1930 en Uruguay no fue el primero sino que cuatro años antes hubo otro, lo ganó Argentina y se borró hasta el mínimo detalle del mapa. La noticia llega a la redacción de una revista en bancarrota o algo parecido a eso, cuestión que decidirá una investigación a cargo de una periodista (María Villar) y de una pasante recién llegada al lugar de trabajo (Tamara Leschner). Esos minutos iniciales de la octava película de Matías Szulansky (solo 31 años) presentan un conflicto extraño, un intríngulis a resolver, un enigma que podría disparar hacia zonas, por qué no, lejos del realismo y cercanas a lo sobrenatural. El descreimiento del director de la revista y de los veteranos redactores se contrapone a la curiosidad y energía de las dos mujeres. Mientras tanto, una voz difusa procedente de un viejo cassette amplía las posibilidades del conflicto. De ahí en más Último recurso se abre a dos vertientes temáticas, la citada investigación y, por otro lado, referir a aspectos privados de la dupla protagónica. En un momento, cuando la película empieza a inclinarse por el segundo tópico, surge una gran escena, acaso la mejor de la película, donde se mezcla la Historia con el fútbol, el mundial fantasma con el contexto, todo ello a través de una conversación donde se incluye a un hombre de origen asiático y a su traductora. Esta escena podría haber servido de prólogo a que la citada investigación se sumergiera en claves acordes al género fantástico, entremezclado con el policial y, por qué, hacia algunas grajeas afines al terror. Pero no: de ahí en más la trama profundiza aspectos laterales al centro neurálgico del relato: un paseo en lancha una relación afectiva, conversaciones poco productivas para el crecimiento dramático. Desde este punto, Último recurso pierde interés y potencia hasta el final, desarmando una intriga inicial ya de por sí atractiva, olvidando si existió o no ese mundial y eligiendo una subtrama inesperada que parece proceder de otra historia, otra película, otro discurso cinematográfico antagónico al del comienzo.
Un viaje, el viaje Primera ficción o, en todo caso, lejos del documental a secas como en sus trabajos anteriores (Café de los maestros, El francesito, La experiencia judía), la nueva película de Miguel Kohan trata de un viaje, acaso el esencial, en la vida de un antropólogo (Rubén Fleita) con la naturaleza jujeña de protagonista, o más que eso. Película-investigación sobre una leyenda, aquella del despenador, quien elimina el dolor sobre la muerte a los deudos a través de un abrazo al enfermo, la cámara de Kohan ancla su interés en el personaje central, su recorrido por las rutas en su auto fuera de época, la ausencia física por el deceso y el recuerdo de su compañera y los propios resultados de sus análisis médicos. En ese sentido, El despenador tiene dos ejes de interés temáticos: aquello concerniente a Raymundo (el antropólogo) y la investigación a realizar sobre la leyenda chamánica. En esos dos ítems, la película fluctúa sin apresuramientos, describiendo cuestiones privadas (sumemos en este punto los inconvenientes de “comunicación” vía telefónica del personaje) y públicas, en este caso, arraigadas al objetivo principal ya del antropólogo: descubrir, si es posible, el origen y el significado de El Despenador como retrato de la muerte o como leyenda o como apropiación del cuerpo y de la identidad del otro. Allí Kohan decide construir el discurso desde la imponencia de la naturaleza, por suerte, jamás supeditada al aburguesamiento turístico, sumada a un par de entrevistas (solo eso, para qué más) que informan sobre el sujeto chamánico. Esa bienvenida decisión del director por alejarse del pintoresquismo turístico no impide el registro visual de rituales andinos o celebraciones varias. En este sentido, Kohan concurre y filma la procesión de la Virgen de la Candelaria y el Toreo de la Vincha (en donde no se daña al animal). Sin embargo, estas escenas, filmadas desde la subjetiva del antropólogo, transmiten una extraña atmósfera fantasmal, como si registraran un pasado lejano, donde se concilian esos aspectos públicos y privados que caracterizan al film. Finalmente, el “apunamiento” que padece el antropólogo corrobora que se está cerca del desenlace de un viaje iniciático, de revelación, tal vez de búsqueda inconclusa, en donde lo personal se equilibró con aquello público, en donde la muerte ronda o da vueltas o anda cerca: Pero el viaje, al fin, pudo hacerse.
EN EL NOMBRE DEL PADRE Vera Gemma posa para los fotógrafos con su rostro invadido por las cirugías. Tiene un chofer propio, de particulares características, se reúne con su hermana Giuliana, recuerdan a su padre y especialmente exalta el cuerpo de Apolo de aquel actor de westerns spaghettis y policiales (y que llegó a filmar en Argentina: Ya no hay hombres, película olvidable). Vera va de casting en casting, tiene un representante poco preocupado por ella sino por los contactos que pueda obtener para engrosar su alicaída cuenta bancaria. Vera reflexiona, opina, observa a su alrededor desde su origen del Trastevere romano. Difícil ser la “hija de” cuando su vida parece estancada y a la búsqueda de un lugar en el mundo. Pero Vera Gemma es inquieta, se mueve todo el tiempo, divaga en diferentes espacios intentando no caer en una rutina que puede resultar fatal. La octava película de la italiana Tizza Covi y el austríaco Rainer Frimmel (responsables de La pivellina) recorre una vida inestable, a un personaje frágil, en principio poco empático con el espectador, que empieza a transmitir seducción y carisma de acuerdo al devenir de los acontecimientos. Alguno más que inesperado. Ocurre que Vera no es solo la construcción de un personaje rememorando a un padre celebrado por el cine. La estructura narrativa del film gira hacia otra zona, a las costuras de una película neorrealista siglo 21, a propósito de un accidente que daña a un chico, la presencia de su padre de profesión mecánico, un hogar de clase media baja y sobreviviente y un paisaje novedoso para la protagonista, lejos del auto y el chofer propio, los castings y las fotos de los paparazzis. En esas dos vertientes temáticas oscila Vera, yendo y viniendo de la historia personal y privada al suceso impensado, al descubrimiento de un nuevo mundo al que el personaje accede por casualidad. Allí la película decide su destino definitivo: no anclarse en la nostalgia por un pasado cinéfilo a través de la rémora de un padre actor sino meterse de lleno en la historia de Vera, ya sin necesidad del sustento vía apellido, ahora solo desde ella, con sus carencias y virtudes, su rostro de sorpresa en ese hogar ajeno, sus visitas al taller mecánico, su rol de madre de ese chico al que protege contra todos los males de este mundo. Sí, claro, el imponente cuadro de Giuliano Gemma en la casa de Vera y junto a la cama (vaya Edipo) seguirá gobernando o acaso guiando las acciones de la atribulada hija. Pero Vera es Vera a secas ya sin el Padre Apolo como necesidad. Por eso, la escena en la que se encuentra con Asia Argento y ambas concurren a un cementerio donde está enterrado “el hijo de Goethe” termina resultando antagónica al devenir del relato. Allí, como construcción emotiva de la memoria cinéfila el impacto hacia el espectador es inmediato y eficaz. Pero poco tendrá que ver con esa Vera que camina y camina, como se observa en la última toma de la película, tal vez menos frágil que antes y ya sin necesidad de trascender por su famoso apellido.
EL LADO OSCURO DE LA PATAGONIA Tres hermanos, segunda película de Francisco Paparella (Zanjas), trae un par de novedades dentro de ciertas estructuras repetitivas del cine argentino. Por un lado, el hecho de anclarse en la Patagonia, pero no desde la postal turística ni tampoco de la empatía y el rictus agradable que transmiten situaciones y personajes del cine de Carlos Sorín (La película del rey, El perro, Historias mínimas), cineasta que conoce minuciosamente ese paisaje. Pero, además, las imágenes que manifiesta Tres hermanos, por suerte, se toman vacaciones de la gran ciudad y de la zona palermitana, también de cierto minimalismo de la puesta en escena, para adentrarse en un espacio agreste, primitivo, abierto, con fuerte incidencia dramática. En los últimos años, esa incidencia de la naturaleza que cobra protagonismo se vislumbra en películas recordables o meramente aceptables como La araña vampiro, La novia del desierto, El invierno; Los salvajes, Al desierto, El monte y varias más. Es decir, un cine local tomándose licencia del Planetario y de diálogos cortantes (o nulos) para meterse de cabeza en una geografía deteriorada con personajes y conflictos particulares. Por esos caminos de alto riesgo transita la película de Paparella describiendo las rutinas de tres hermanos, con sus características específicas, exhibidas desde la crudeza más extrema, sin subterfugios ni sutilezas, despellejando cada escena, como ocurre al inicio con la caza del jabalí y el posterior desollado del animal. En ese espacio de supervivencia (con)viven Walter, Matías y Marcos, con música trash metal bien fuerte, sexo ocasional, machista y misógino, engaños laborales, cierto rechazo al vecino país Chile, escasos diálogos y una naturaleza que protege pero también intimida y asusta. Uno de ellos se queda sin trabajo, otro toca la batería y practica artes marciales, el tercero visita prostitutas. Son breves escenas filmadas al detalle por la cámara de Paparella que sirven para conformar un conjunto opresivo donde la calma y el nervio cotidiano pueden romperse en cualquier momento, como sucederá con ese dique protagonista cercano al final. Claro, Tres hermanos no es una película sutil que pide a gritos la complicidad del espectador. Va directo al asunto, sin rodeos, de la forma más cruda posible, despellejando entre toma y toma las miserias de tres hermanos, tres antihéroes que viven el día a día sin mirar para atrás pero tampoco desde la necesidad de plantearse un futuro venturoso. En medio de tanta escena salvaje, sin embargo, habrá lugar para más de un momento de corte poético, como ese dique que se hace añicos, la correspondiente inundación, la casa devastada, el jabalí podrido y ese solo breve de batería que transmite malestar, bronca, y hasta diría, una más que densa y peligrosa resignación.
Seduce y desconcierta en dosis similares la segunda película de la joven directora y guionista Léa Mysius (Ava, opera prima, de 2017). Seduce por jugarse a una zona de riesgo donde se entremezcla el drama familiar, ciertos tópicos de terror desde su temática relacionada a las brujas, una mirada en principio periférica sobre la bisexualidad y la problemática racial como argumento secundario pero tratado con contundencia en varios tramos. Pero también, esa acumulación de objetivos de diversa índole provoca ciertas confusiones que se transmiten en un guión que no opera con un centro único de interés sin profundizar demasiado en sus ejes temáticos. En efecto, Los cinco diablos es una película fallida desde sus ambiciones, atenta a exponer sus múltiples temas pero que, en varias ocasiones, queden en la superficie y en la mera ilustración. Ya desde el inicio la historia ofrece los protagonismos de la pequeña Vicky y de sus padres Joanne y Jimmy, ella francesa, él africano, ella instructora de natación, él bombero, representando a un matrimonio en crisis en un bucólico paisaje alpino. Pero el sujeto narrador será Vicky y su capacidad extrema al poseer un olfato hiperagudo. A ese trío familiar en tensión se sumará Julia, hermana de Jimmy, revelando secretos del pasado y expresando su cercanía a Joanne, vislumbrada a través de tenues acercamientos que empiezan en la cocina. La propuesta, en algún punto, suma centros de interés pero no termina de desarrollar casi ninguno con la profundidad necesaria. Da la impresión que los aspectos sobrenaturales que invaden la historia no se fusionan de manera eficaz con la zona realista que representa el ámbito familiar y las novedades que se producen dentro del clan. En ese sentido, lo más relevante de Los cinco diablos, dos o tres escenas de interés, se manifiestan a través del personaje de Vicky y sus poderes con el olfato, desplazando a una zona menos que secundaria las implicancias familiares relacionadas a sus padres y a su tía recién llegada. Por ejemplo, el comienzo anuncia algo intimidante que luego no tendrá trascendencia en la trama. Fuego, gritos, mujeres, horror y el rostro de Adéle Exarchopoulos que mira (y nos mira) a cámara en actitud interrogadora. ¿Se está ante un aquelarre de brujas? ¿Frente a una ceremonia con esas características? El plano es enfáticamente bello desde el uso de la luz, al borde de lo coreográfico, seductor desde el poder que comunican las imágenes. Es que Los cinco diablos es un digno envoltorio visual (reparar en el uso del paisaje alpino desde las decisiones fotográficas) que cercena y disminuye aún más su ya descalabrado rompecabezas temático. Eso sí, el trabajo de la niña Sally Dramé es un punto alto y cada una de las apariciones de Adéle Exarchopoulos ilumina la pantalla. Aleluya: volvió Adéle de La vida de Adéle.
En más de una ocasión la crítica de cine (los críticos, uno mismo) utiliza el término “académico” (y sus derivados) para invocar la supuesta prolijidad formal de una película. Otro término recurrente es el de catalogar a un film como “solemne” dando a entender el tono grave que impera en la narración. Y esto más allá de la calidad de la película en sí misma, de sus logros o defectos en la puesta en escena, de la forma en que el cineasta transmite el discurso al espectador. En efecto, cuando se escribe sobre cine se suele caer en ciertos lugares comunes o en “tips” que la crítica usa como necesidad imperiosa para analizar una determinada película, valiéndose de ciertos recursos que se repiten (repetimos, aclaro) en más de una oportunidad. Ocurre que la cuarta película de Martín Viaggio amerita que se vuelva a exponer el manual del lugar común apelando a los términos antes citados con el fin de analizar de manera crítica los contenidos y la forma en que se transmite el discurso fílmico. Daría la impresión que Cuando ya no esté, en casi todo su desarrollo, justifica la nueva utilización de las palabras “académico” y “solemne” para analizar las escasas bondades que trasuntan en su hora y media. En ese sentido, no encuentro otro camino que calificar a la cinta a través de esas definiciones, y por qué no, de manera avasallante. Ahora, ¿había otra forma de expresión para describir la historia de Arturo, a quien se le informa que tiene los días contados por una enfermedad y que la ciencia nada puede hacer con eso? ¿Existía otro camino temático que el afán del personaje por reconciliarse con su hijo y comunicarle con tardanza de la horrible noticia a su esposa y a sus compañeros de trabajo? ¿Podía haberse construido una puesta en escena diferente donde la música, hermosa pero excesivamente invasiva, refuerza algunas escenas de manera gratuita? Probablemente no pero justamente desde esa contundente prolijidad formal surgen tomas y planos de indudable valor turístico (la película se filmó en Mendoza) ajenos al lenguaje cinematográfico. Y aparece, en más de una ocasión, ese riesgo transparente de que la película caiga en golpes bajos y expulse lágrimas gratuitas en el espectador que, por suerte, se diluye rápidamente. Ahora, Cuando ya no esté necesita de ese tono grave y solemne, de ese academicismo de manual y de planos y movimientos de cámara racionalmente expresados a través de las imágenes para transmitir su discurso. Y desde allí los resultados terminan siendo frágiles, perfectos pero dignos de una naturaleza muerta. Un personaje secundario, el del ciego que encarna el gran Marcos Woinsky, tal vez represente los alcances y objetivos de la película en sí misma. Verborrágico y reflexivo, su criatura de ficción oscila entre la sutileza y la banalidad. Destaco como desenlace de este texto “académico” y “solemne” el notable trabajo de Gustavo Garzón. El año pasado con El monte y ahora en Cuando ya no esté se confirman las innegables virtudes del intérprete.
UNA MUJER Y UN CONTEXTO Suerte de viaje ideológico de un sujeto pasivo, descripción de un contexto repleto de silencios y miedos interiores y sutil mirada sobre una sociedad que en buena parte disfruta de su tercer año golpista, la opera prima de Manuela Martelli (actriz de renombre acá y en su país de origen) manifiesta un determinado estado de las cosas con un punto de vista declaradamente unívoco. Carmen (gran trabajo actoral de Aline Küppenheim) representa a la alta burguesía chilena pero sin voz ni voto en conversaciones con íntimos o no tanto cuando se refiere a ese estado de las cosas. El accionar criminal de la dictadura pinochetista (cívica, militar, económica) permanece en un espacio en off como se expresa en la primera escena de la película: algo ocurrió pero no se sabe qué fue, ya está, no se observa en el plano. Desde ahí Carmen observará y luego tomará decisiones, a su manera, claro, como si de a poco armara su propio rompecabezas ideológico, qué es aquello que sucede a su alrededor y cómo de ahí en adelante se desarrollarán sus relaciones privadas: con el padre, el esposo, en un almuerzo, en una fiesta. Ahí Carmen desovilla su identidad, su actualidad fluctuante, más aun, cuando deba ocultar a un joven supuestamente militante y opositor al régimen imperante. 1976 es un viaje hacia el interior de un personaje que descubre acontecimientos y hechos impensados para ella: el rol que ocupó la iglesia contra la dictadura, el papel que jugaron los medios (en la película constantemente se observan televisores encendidos anoticiando informaciones sobre el régimen), la rabiosa colaboración de las capas altas de la sociedad chilena con las autoridades, en especial, en esas conversaciones que se ven interrumpidas cuando se intenta hablar de política. La directora Martelli nunca recurre a la información abundante sobre ese estado de las cosas. Retacea explicaciones, descarta escenas de alto impacto ideológico, elabora una narración donde ese sujeto actuante, pasivo en principio, activa su mirada a medida que descubre hechos y acontecimientos. En esas caminatas de Carmen, siempre cigarrillo en mano, la película decide modificar a su personaje central, adentrándose en los bordes del infierno, en la periferia de una dictadura que silencia voces u obliga a hablar en forma tenue y hasta temerosa. Un buen ejercicio comparativo podría establecerse entre 1976 y La historia oficial de Luis Puenzo. Dos miradas, dos mujeres, dos paisajes criminales, dos tomas de conciencia. ¿Opuestas o complementarias? ¿Qué conecta o separa a Carmen y Alicia, la profesora de literatura del oscarizado film local? Creo entender que lo esencial es la forma en que se transmite el discurso, por extensión, la manera en que se construye la puesta en escena. Desde allí podría sugerirse que entre ambas películas subyacen más diferencias que similitudes. Y en algunos tramos, de acuerdo al devenir de los relatos, esas distinciones terminan resultando amplias y concluyentes.