Luz y arrugas
Muchos estrenos esta semana, de los que vi les recomiendo El chico de la bicicleta y El sorprendente hombre araña. Pero este texto es sobre uno de la semana pasada: A Roma con amor, de Woody Allen que, como podía preverse, es todo un éxito en Buenos Aires.
Sí, ya se sabe, Woody Allen dedicó gran parte de su cine en los últimos años a explorar otras metrópolis lejos de Nueva York. Por ahora no salió de Europa. Generalizando, se puede decir que Londres –tal vez por no ser lo suficientemente extranjera, por hablar “su mismo idioma”– lo impulsó a un cine feo, malhumorado, con ínfulas de profundidad mal entendida. Conocerás al hombre de tus sueños, El sueño de Cassandra y Match Point fueron gruesas y torpes. Y sus reflexiones sobre la maldad, la ambición y la vulgaridad proponían un trabajo interpretativo mínimo y obvio, con lo cual el director pagaba el tributo al sector de sus seguidores que querían sentirse “recompensados” por entender, por ejemplo, que el paralelo entre la pelotita de tenis y un anillo golpeando una baranda los llevaba, con cartelones, al concepto del azar.
En cambio, París, Barcelona y Roma han obrado de distinta manera en el director. Las tres películas son vitales, luminosas, livianas. Sí, seguramente tienen un gran componente de folleto turístico. De ser así, se trata de lindos folletos turísticos, un poco obvios, sí, pero agradables. Las tres son, a su manera, películas cargadas de erotismo: Allen, de buen humor, sabe contagiar la alegría de filmar mujeres hermosas, o incluso –gran mérito de director y guionista– sabe exhibir (y hasta crear) cualidades impensadas en sus actrices convertidas en personajes. Rebecca Hall y Penélope Cruz en Vicky Cristina Barcelona y Rachel McAdams en Medianoche en París brillaban por su hermosura, y brillaban más porque Allen encontraba aún más fotogenia, más personalidad, más encanto en ellas. En A Roma con amor hay tres mujeres cargadas de electricidad cinematográfica: Ellen Page, otra vez Penélope Cruz, y Judy Davis. Lo de Penélope Cruz es obvio. Lo de Judy Davis es destacable: con cerca de 60 años, su tonicidad de jugadora de tenis, sus arrugas de expresión y expresivas y un aderezo gruñón incomparable, Davis es el contrapeso ideal para el personaje de Woody Allen: ante cada mohín y frase a repetición del actor-director-guionista, ella aplica el rigor, como podría hacerlo un espectador ya cansado de la neurosis fílmica alleniana. Este dispositivo de comentar las acciones de un personaje se da como interacción realista en el caso de la historia de Davis y Allen, y con fantasía y arbitrariedad narrativas en la historia de Jesse Eisemberg, Greta Gerwig y Ellen Page: quien comenta, primero como aparente personaje presente, y luego como presencia a modo de conciencia palpable, es Alec Baldwin, uno de los más grandes comediantes del momento (por timing, por sus pausas convincentes, por sabiduría, por cansancio irónico de escuela Bill Murray). Bueno, en esa historia (la película tiene varias líneas narrativas unidas apenas por el ambiente romano y la liviandad de todo el asunto) está Ellen Page, en un personaje que, contra todo pronóstico, es prometido como un imán sexual. Y, contra todo pronóstico, gracias a diálogos que, sí, son habituales en Allen (habituales pero eficientes), cumple con la promesa. En A Roma con amor hay también otras historias, las de italianos sin estadounidenses alrededor, y son más lineales en sus citas y homenajes (y hay que adaptarse durante varios minutos al histrionismo chamuscado de Roberto Beniigni, después pasa). Sí, claro, no es una película brillante, ni de las mejores de Allen. Es apenas, una película feliz, liviana, que en su espesor mínimo tiene unas cuantas marcas de sabiduría de viejo zorro.