Con una sola decisión estilística, A una legua nos plantea una diatriba: ¿Se trata de un documental maleable para las nuevas vías de difusión o debería ser visto en una sala de cine? Pareciera una pregunta accesoria.
Te van a criticar, y vos sonreite
Hay una inquietud creativa y profunda dinamizando el documental de Andrea Krujosky. Antes de transcurrida la mitad de la obra, ya Camilo Carabajal e Ingrid Schönenberg, músicos de larga trayectoria, han hablado de su proyecto de bombos hechos con bidones de agua reciclados, han hecho un concierto en el Centro Cultural Recoleta, se han reunido con un científico que nos habla del Himno Nacional Argentino resguardado en el ADN de una bacteria, han investigado sobre la reforestación de ceibos, pues es con la madera de estos árboles que se hacen los bombos; y se han reunido con el último de los hermanos Ábalos, Víctor, para hablarles de su proyecto.
Tanta agilidad creativa diluye el foco de la película en una serie de anécdotas que, pareciera, podrían haber sido más explayadas en una miniserie de episodios breves o en un proyecto trans-media. Es valioso que el material no quiera conformarse con una sola variante de este amplio tema (crear música es también repensar los elementos con los que ella es compuesta), pero un formato de mayor duración habría permitido ahondar en cada aspecto.
Uno de los aciertos más grandes del documental es mostrarnos cómo se corta y lija la madera para darle forma al bombo. En vista del cuidado que están emprendiendo los realizadores para preservar tal material, uno incluso querría ver el proceso más detalladamente y de una manera tan artesanal como lo es la creación misma del instrumento. Pareciera que atrás quedaron los planos más sugerentes de los primeros minutos del documental. Ahora nos encontramos en un ambiente rústico que, si no desentona, deja anhelando otro acercamiento a una labor tan detallada.
¿Suena como un bombo?
Cuando Carabajal visita a su padre, oportunidad para hablar de sí mismos y su recorrido con la música, surge esta pregunta que parece en broma, pero evidencia la búsqueda más profunda del documental: que los instrumentos suenen como lo que aparentan. En medio de contrastes visuales y sonoros (las manos del científico trabajando con su computadora y las manos del artesano de bombos finiquitando detalles del instrumento, la cercanía de la música tocada por un artista frente a la distancia de la que suena ante un científico de espaldas), la obra traza un diálogo, a veces errático, pero siempre con la firmeza de quien está viendo las distintas aristas de un proceso complejo.