Rodrigo Demirjian contempla en El legado (2023) a sus padres artistas como creaciones de las vidas que ellos han dejado atrás. Mirar su película plantea, desde ritmos irregulares, la comprensión de sus primeros ejemplos vitales. el nacionalismo es una especie de infantilismo … cuando vos ves el quilombo del mundo Tal “arritmia” está sostenida en la coproducción argentina-española ensayando dos elementos: voz y tono. Ellos estarán fundados entendiendo obra como estructura en proceso de ajuste o arreglo. Este préstamo de la acepción ingeniera aplica para nosotros espectadores ya que cada visionado y recuerdo audiovisual es una reconstrucción constante basada en lo real de la imagen. En los primeros cuatro minutos Demirjian ha establecido las voces de sus orígenes. Primero escuchamos a mamá. Ella, con un vestido que asemeja patrones viperinos en blanco y negro, despotrica de la exposición museística mientras busca la obra de su esposo. “[Tu papá] está en depósito” es justamente la metonimia dicha por Evangelina que le da pie al montaje para iniciar la primera de más de siete grabaciones de voz donde papá e hijo hablarán mientras en la imagen se suceden garabatos, también blancos y negros. Esas conversaciones indicarán que herencia, siempre, es choque. Y cada vez que tales garabatos y fundidos se conviertan en algo figurativo, entendemos que heredar podrá ser transformación de lo vivido en algo muy diferente de lo que se tuvo al principio. Mientras, la ternura y la dureza en las reflexiones paternas conmueven. Así, esas voces se superponen, varias veces ni se escuchan a sí mismas. De estas maneras, el realizador mantiene clara la base de sus propuestas. Los vaivenes de la voz son el rasgo humano más difícilmente asible en el análisis de cualquier legado. Esta marca aquí la diferencia clave con respecto al cortometraje The Painter’s Son. Este título podría aludir a Rodrigo y la reflexión sobre la identidad familiar pero con la voz ausente allí, la película recién estrenada da un paso por delante. … sabes qué es la patria, que es una palabra fuerte, ¿no?: La infancia… ojo, que esa frase no es mía, es de Rilke Entre voces, entrevistas a familiares y la vida íntima de los Demirjian; la película ensaya la pérdida como una forma de herencia. Otro ejemplo de esto son las conversaciones entre el realizador y Florencia, su hermana, quien llevó por años las exposiciones de su viejo. Ella habla desde su experiencia como hija que nunca entendía los mandatos o gustos paternos. La primera escena con Florencia, la hermana, precisa, en un plano medio y con mayor nitidez en la imagen, cómo la figura paterna les hereda errores y diferencias a sus hijos: ella habla de cómo no se sentía reflejada por los gustos elitistas de su viejo. En un momento lo cita diciendo “que bueno que me enseñes a leer La náusea de Prou…”. Al incluir esto en el montaje, la posible ignorancia queda desestimada para dar paso a la complicidad entre hermanos. A fin de cuentas, después descubrimos que ella, en una suerte de venganza poética nunca enunciada así, se ha encargado con claridad y durante años de la obra artística de su padre. Decisiones técnicas como estas muestran mejor que toda palabra el dilema que representa, para un hijo, la figura paterna. Es ejemplar también el rigor en el uso de la cámara fija en escenas dentro del taller que está siendo remodelado, en contraste con la cámara en mano cuando habla con los entrevistados paternos. El realizador “construye”, esboza, un papá donde la ambigüedad es inseparable de las tentativas y las torpezas. Él mismo indaga su propia duda hacia la “paternidad fisiológica” al final, después de conversar con su hermana sobre si quiere donar esperma para su pareja. Muy dubitativo de cuál será su rol para la criatura, el cierre burdo en la clínica para extraer semen mientras ve porno intencionalmente le resta seriedad a la relación paterna que se pueda creer como tal. … no es lo mismo perseverar que persistir, o como se diga Finalmente, ¿podría decirse que arte es, más que crear o conocer, lo que hacemos con la fisiología y la convivencia familiares? Dejemos el asunto abierto porque, si bien Rodrigo plantea estos vínculos como recíprocos entre dos o más (personajes, elementos…), tampoco él pretenderá total rigor.
All good stories start with a misunderstanding* ¿Qué hacemos con el dilema de valorar obras sobre figuras maternas tan cuestionables cuando la mamá es dadora de todo origen y todo mito? Atravesándolo o explorándolo desde la ausencia como hacen The Cry of Granuaile*, Camuflaje y Julia no te cases, tres maneras del cine para abordar lo mítico y verificable. En la introducción del Pequeño diccionario de cinema para mitómanos amateurs de Miguel Cane, este queda diferenciado desde sus matices. Ahí mitomanía no es solamente mentira o la manera de deformar historias. También consiste en la necesidad de vivir a través de tales narraciones y la tendencia a admirar exageradamente a personas, cosas y en estos casos, hechos. Las tres películas que nos convocan trabajan con acepciones de distintos mitos. Una narra uno fundacional, otra uno materno y la tercera uno histórico. El mito entonces será, al menos para este texto y a partir de aquel libro, la necesidad de entendernos a través de la reelaboración pasada. Para encontrar un lugar en el mundo hace falta, no solo el arquetipo y sus connotaciones simbólicas. También hay que convocar distintas perspectivas y reacciones frente a lo narrado. La ficción irlandesa de Donal Foreman narra el esfuerzo de una realizadora norteamericana y su entorno para reinterpretar las historias alrededor de Granuaile. La obra dirigida por Jonathan Perel ubica de protagonista al escritor Félix Bruzzone para conversar sobre los desaparecidos en Campo de Mayo, incluida su madre. Y la de Pablo Levy narra la vida personal de Julia, la mujer que de niña soñó con ser ‘solo’ madre y esposa. En la obra de Foreman, varias voces susurran, releen y reformulan a Grace O’Malley desde su contexto geográfico e histórico. Todos los personajes, expertos y pueblerinos, narran pasajes de esta reina de Umaill. Lo interpretan con la leve ingenuidad y espectacularidad típicas del cine hollywoodense de la que quieren burlarse sin saña. En la de Perel, Bruzzone, con voz en off, camina y habla con quienes testimonian sus experiencias en el campo de concentración durante 1976. Además en los incisos el escritor reflexiona, también fuera de campo, sobre su deporte cotidiano, correr. Hay algo en esta figura del corredor en la obra que provoca asociar con la naturaleza homónima de esta palabra. Quien corre aquí refuerza, con el desplazamiento de la cámara, una idea de ‘lugar personal’, flexible y frágil. Así se intuye un pasadizo a las carencias o escondites que la mirada de Bruzzone sugiere y muchas veces calla. El deportista se mueve en un dentro y fuera múltiples: el Campo de la historia verificable, el del cine y el del ejercicio. En estas escenas su voz jadea y la cámara en mano se acentúa. Tales pistas reflejan, como él señala, una franca huida hacia la vejez y hacia la infancia. Ello dependerá de su relación espacial con los trenes que atraviesan el Campo de Mayo. Por otra parte, Julia se narra a ella misma desde las contradicciones e ignorante de que está quedando un registro. Solo al final de la obra sabrá que su hijo ha utilizado esos audios. Para darle fuerza, Diego Marcone, el diseñador de sonido, aprovecha dos vibraciones diferentes en la voz de Julia. Así este dispositivo explora con sencillez la infidelidad y los matices en este retrato documental, aún si es la misma protagonista quien se (d)enuncia. En medio de tales diferencias, con el propio funcionamiento de los mitos comienzan las similitudes. Si el rol primero de la madre es gestar, estos tres realizadores reelaboran la maternidad como motor, ausencia y, finalmente, productiva contradicción. Así Camuflaje reelabora desde la elisión. Sin sensiblería Perel reconstruye la desaparición de su mamá a través de las experiencias de otros en el Campo de Mayo, incluidas dos madres. …Granuaile, por su parte, trabaja a su protagonista con todos los materiales al alcance, incluidos sueños, versiones opuestas y también conflictos con la madre fallecida. Julia… hace lo respectivo acentuando el valor del cine en todo esto: haber heredado en soledad historias como los Gritos y susurros de Bergman, o a la Francesca de Los puentes de Madison. Al final, como ocurre para nosotros espectadores, la primera persona en plural incluye a realizadores y protagonistas. La experiencia cinematográfica es, en gran medida, comunal para su realización y recepción. De manera similar, la madre como figura íntima, histórica, contradictoria y múltiple moviliza procesos de los que todos, guste o no, somos deudores.
Yo creo que el género, cualquiera de ellos, bien trabajado, lúdico, genera un lazo con el espectador tan fuerte que nos da la posibilidad de subvertir casi cualquier cosa. (Matías Bertilotti entrevistado por Hugo F. Sánchez en Télam [enlace] ¿Cómo precisamos lo expresivo de una ‘ficción’ que pone la lupa en violaciones dictatoriales de los setenta y ochenta? Antes de precisar y ponderar esto, recordemos que El hombre inconcluso (2022) reitera dos veces y al comienzo el punto de partida de su idea. Primero, luego de los créditos, indica el frecuente “los hechos y personajes son ficticios, cualquier semejanza con la realidad es pura coincidencia”; y a segundos de un prólogo reflexivo sobre el cambio¹, dice: “inspirada en hechos reales”. Aquí ya hay una contradicción matizada. Se trata de una investigación policial, ambientada en Carmen del Sauce, Rosario²; años ochenta. Entre saltos temporales y confusiones de identidad de dos Julián Gianoglio (Gastón Ricaud y Nicolás Pauls), narra la resolución de un asesinato. Para responder la pregunta inicial, ilumina la síntesis de Aumont y Marie en el apartado de «expresión» en su diccionario teórico y crítico. Parafraseemos en particular lo que ellos mencionan de Derrida y Gombrich. El primero cuestionó las concepciones clásica, romántica y moderna de lo expresivo porque privilegiaban en demasía la producción de un significado. Para el segundo, la expresividad se ubicaba en lo formal, implicaba una marcación violenta de esos rasgos. Según él, ella posee elementos naturales (el valor emocional de algunos colores, por ejemplo) y solo se define en medio de su contexto histórico. El dilema viene cuando nos preguntamos con qué criterios particulares precisar esos aspectos en la película de Bertilotti, y recordando que el meollo allí, lo que busca denunciar, también es formal. Porque el crimen de falsificar identidades como lo hicieron supuestos funcionarios con esas partidas de nacimiento, consiste finalmente en formas siendo desdeñadas. Bertilotti, realizador con varias obras para cine y tv en su filmografía, se apoya en la propuesta sonora y en algunas decisiones actorales para reiterar tal expresividad en su primera obra de ‘ficción’. Los gestos casi farsescos de Alejandro Scholler, quien interpreta al lugareño Mariano, son una muestra de esto. También hay efectos utilizados para generar sorpresa que empobrecen la claridad de sentidos visuales. A diferencia de estos, como el plano final donde vemos a los Julianes a través del parabrisas roto, algunos sonoros ponen en riesgo las múltiples intrigas buscadas en el guion y sostenidas con el montaje paralelo de Alberto Ponce. Al final, algunos desaciertos en la dirección actoral y varias decisiones técnicas estereotipan este thriller. Y a su vez, la plena ficcionalización presentada aquí es un reto para problematizar quizá a ciegas sobre la figura del doble en la realidad histórica. Porque quiénes pueden saber su identidad, con padres fallecidos o enloquecidos, partidas falsificadas y sin datos que los distingan totalmente del resto. ¿Cómo cambiar o mantenerse igual frente a confusiones de origen?
En Después de Catán, Víctor Cruz ensaya dubitativo sobre su oficio como realizador. Mientras tanto, la templanza en las miradas de Celia Frutos y Lorena Décima documentan un problema más urgente: el del fracaso de la basura en provincia de Buenos Aires. La primera escena retrata una inquietud foránea trabajada por Cruz desde hace varios años. En sus obras anteriores japonés, italiano y español confluían como particularidades de sus testimonios. En esta ocasión ellos se entrecruzan con la ágil productividad del chino y las frustraciones del realizador. En este cruce de culturas, durante ciertos instantes el subtitulaje adquiere preponderancia por encima de lo visual. Es en el movimiento de la mirada de Celia y Lorena donde la obra se siente genuina además de esas decisiones técnicas. Durante sus escenas, Cruz respeta la íntima dignidad de ambas mujeres cortando a negro y recortando el plano cada vez más. En vez de movimientos truculentos de cámara, los cortes resaltan con brevísimos silencios lo omitido y la emoción escondida. Más firmezas como esta habrían afianzado las preguntas de Cruz sobre documentar. Su propio tono de voz suena autoimpuesto cuando duda del alcance de sus herramientas. Él también se está reflejando en el dilema de la basura. Pero ejerciendo como montajista, su inquietud queda por encima de las entrevistadas. En 2019, Ulises de la Orden también se planteó el problema de CEAMSE y la basura en provincia de Buenos Aires con Nueva Mente y sus efectos en trabajadores y ciudadanos. Su búsqueda pedestre era más honesta. En cambio, Cruz reconoce desde el subtítulo que está ensayando su propio sujeto y está cuestionando los alcances documentales. El ruido surge cuando nos enfrentamos a un tema donde hay activismo y afectados como el de la basura. Un yo imponiendo su perspectiva y desestimando el cine resulta engañoso. Aún si el documental deforma a sus ‘personajes reales’, también forja cambios sea a partir de pequeños alcances en nuestro pensamiento y emoción. Como ha hecho en sus obras anteriores, sería sensato pedir mayor ecuanimidad y urgencia entre los personajes de Cruz y él mismo. Finalmente el dilema está en que toda decepción frente a las herramientas expresivas es libre e inevitable, como el valor que le damos a lo que otros consideran basura. Lo que no es relativo, ni siquiera en términos ensayísticos, son las consecuencias contaminantes de los entes gubernamentales y estatales sobre cada organismo biológico.
Hay un continente donde nada tiene nombre En La herida y el cuchillo (2019), Miguel Zeballos ensaya paradojas temáticas y técnicas. Estos fragmentos para una película sobre el director teatral Emilio García Wehbi hurgan en los límites de su propuesta creativa. A partir de once presentaciones teatrales ocurridas entre 2014 y 2019, esta obra hecha de cine y teatro muestra frontalmente la conveniencia de cierta pose artística que pretende ser disruptiva: siempre se critica una ideología, en este caso la del capitalismo, desde una sutil comodidad. Los choques entre el quehacer teatral y sus búsquedas políticas aparecen por ejemplo en la escena donde el actor ensaya fuera de campo las entonaciones de aquello que decía Platón en La República. También surge en la función donde las actrices denuncian con ferocidad ciertos engaños sociales, y en la escena siguiente Wehbi aparece sentado durante varios segundos. De esta manera el montaje de Zeballos y Valentina Flynn ensaya ficción y documental para hallar una armonía momentánea entre los cuerpos, sus fragmentos y el diseño sonoro de Fernando Soldevila. Los diálogos y las confrontaciones de actores, efectos de golpes y ecos, y los títulos sobre el plano aparecen como formas de invadir lo visual. Ya en su obra anterior Un continente incendiándose (2017) Miguel trabajaba el abismo entre lo audiovisual y lo verbal. En ese momento lo hizo con la variación de las voces narradoras cuando la protagonista, Mercedes Muñoz, y el propio realizador hablaban de forma omnisciente mientras paisajes o material de archivo aparecían en escena. Incluso Zeballos mostraba a Mercedes ensayando sus primeras líneas en la película luego de que hubiésemos escuchado la versión “definitiva” minutos antes. La mayor paradoja trabajada ahora está en los ensayos teatrales donde el artista parece ser el público y no solo el director. Sentado en una butaca, Emilio García marca las intenciones de sus actores. Esa escena sin contraplanos da la idea de que él es a la vez un espectador activo y un solitario de sus ideas. El impasse posterior con una de sus actrices en un momento similar mostrará que ningún director es el único que comanda su propuesta teatral, aun si así lo cree. Además, inmortalizar estos ensayos en escenas documentales asoma una paradoja técnica: las variaciones para conseguir la intención certera pueden convertirse en algo definitivo. Ahora, si estamos de acuerdo en que ambas obras ensayan maneras contradictorias de habitar espacios o lugares; la de 2017 partía de la geografía neuquina para tantear la zona previa a la memoria que menciona el narrador. En cambio, esta trabaja los espacios teatrales desde lo no convencional. Hay escasos planos generales y los desnudos son marcas de identidad fragmentadas por planos detalle. Parece que se tratara de notas a pie de página o comentarios de un espectador que conoce como amateur los funcionamientos de la escena. Corregite Y aunque en entrevistas Zeballos no se considere un experto teatral, tiene experiencia en las tablas. Así, se vuelve comprensible que La herida y el cuchillo desnude con precisión la inutilidad de la puesta en escena. Al final el director de cine o de teatro no es el único ni el que más arriesga en una obra. Acaso Miguel esté diciendo que el artista, sean cuales sean sus posturas o su rol en un proyecto, es quien debe enfrentar con más precisión sus contradicciones ante el público. Tal vez sea como aquello que señalaba Samuel Beckett a través de unos de sus personajes en Rumbo a peor. El artista es a quien le toca “fracasar cada vez mejor”.
“… Lo sonoro no inventa el fuera de campo, pero lo puebla, y reemplaza lo no-visual con una presencia específica”. (Gilles Deleuze) Golpes sonoros y omisiones narrativas caracterizan la ópera prima de Luciano Romano. Así él aborda la precariedad de los detalles laborales y personales de Rodrigo (Javier Vaccaro), su protagonista. Este labura en una construcción con Édgardo (Néstor Villa), jefe que se comporta como padre, y después con otro peón más joven (Jesús Catalino). Tal dinámica paterna también se aprovecha para la sub-trama del embarazo de la ‘pareja protagónica’. La mujer gestante solo se oye a través de llamadas telefónicas, nunca aparece su cuerpo en escena. Como en toda narración atenta a lo social y humano, al realizador bonaerense le importa lo que está fuera de lo imaginable. Este acierto apacigua imágenes tan significativas. La cámara en mano aprovecha las líneas verticales, horizontales y transversales para indicarnos que el panorama obrero precariza a quienes interactúan en ella. En la perspectiva visual, los andamios atraviesan las figuras humanas. Mientras, los colores pálidos de azules y grises plantean posibles salidas a los traumas vividos desde el inicio de la obra -y antes- por los personajes. De todas maneras, la sensibilidad palpable en el guion y en la propuesta visual de Última pieza (2022) se perjudican con lo llano del diseño sonoro y la dirección de actores. Ahí surge la paradoja. La intensión sin matices de los tonos vocales de los actores contrasta con los matices antes mencionados. Con el cliente de la obra se ven claramente los brochazos de la construcción de personajes. Julio Fernández lo interpreta como un jefe villano. También la esposa de Rodrigo está retratada casi exclusivamente desde la queja. La película se siente entonces inconclusa y con trazos gruesos. Esta incompletitud tampoco tiene por qué ser una grave desventaja cuando la problemática obra donde estos hombres trabajan está a medio hacer y Romano elide su conclusión. Él deja para el final el crecimiento laboral y personal de su protagonista. Ahí Rodrigo reconoce, también fuera de plano, que su hija le enseña más de lo que él le podría enseñar a ella en toda una vida. Ignoramos a quién le dice esto porque en realidad ninguno de los destinatarios ficcionales valoraría estas palabras. A esa reflexión la acompaña visualmente el plano general de Antonella (Renata Flood), su hija a espaldas, y un jacarandá floreciendo. El árbol de copa ancha, coincidente con la figura de la niña, refleja la tan necesaria estructura que le ha faltado al protagonista. Todavía si el realizador estuviera reflexionando a conciencia sobre la técnica y las incapacidades alrededor de ellas; estas aparecen desde la primera escena con el efecto sonoro de un golpe en el piso. Entonces matizar la dureza de los actores durante el resto de la obra como lo hace en la escena final habría brindado mayor credibilidad y empatía en su desarrollo. Atento a cómo la precariedad laboral refleja carencias personales, Romano está buscando entramar la raíz del problema con hombres de distintas generaciones. Las maneras de relacionar a la figura paterna ya no parten de la culpa y la muerte simbólica. Lo que toca ahora es resolver desde la técnica. El éxito o fracaso de esta empresa es variable; y más el reconocimiento, sea propio ajeno.
Jack: The most intense joy lies not in the having but in the desiring Joy: You seem different. You look at me properly now (Ambas citas de Shadowlands) Con un paisaje marino, William Nicholson advierte en la primera escena que buscará varias perspectivas para contar esta historia inspirada en su vida. Un cenital en movimiento muestra el oleaje sobre las piedras. Cerca de estas, madre (Annette Bening) e hijo (Joe Citro) solían pasear en su infancia. Luego oímos la voz en off del hijo crecido (Josh O’Connor). Y ahí, en un gran plano general, la figura de Bening se ve mínima ante un peñasco y una escalera que parece interminable. Así queda reconocido que aquellos paseos pueriles ignoraban cómo estaba ella en realidad. Esta firmeza audiovisual permite que la segunda película de Nicholson como director reformule crisis familiares de este subgénero dramático. El realizador inglés decide así sumarse a una tradición con ejemplos como Kramer vs. Kramer (1979), Gente como uno (1980), Secretos y mentiras (1996), Amour (2012) y Manchester by the Sea (2016) donde el deseo está en cómo llevar grupalmente la pérdida. Y en los guiones escritos por Nicholson a solas, él aborda duplas donde las mujeres son más independientes emocionalmente que los hombres. A estos les corresponde entonces ‘ponerse al día’. Por ejemplo esto se puede decir de Joy y Jack/Clive en Shadowlands, la obra teatral más conocida de Nicholson y dirigida por Richard Attenborough. En ella el famoso escritor C.S. Lewis, interpretado por Anthony Hopkins, reconoce la importancia del sufrimiento solo a través de Helen Joy, interpretada por Debra Winger. A diferencia de esa historia de amor matrimonial; en esta oportunidad, el padre (Bill Nighy) es el que se va y ambos enfrentan la separación a través del hijo. Más allá de las acciones, la diferencia central entre los roles maternos y Grace está finalmente en quienes interpretan sus miradas. La destreza actoral de Annette Bening endurece en exceso el semblante de su personaje hasta un nivel donde entendemos más las razones de haber sido abandonada que sus reclamos previos y posteriores. A modo de contraejemplo entre las películas mencionadas en el segundo párrafo, la mirada de Mary Tyler Moore en la obra de Redford ejemplifica mejores sutilezas. Cierta ternura e ingenuidad en sus ojos permiten hacer empatía con las incapacidades emocionales del personaje. Por su parte, excepto en unas pocas tomas de primeros planos, la mirada de Bening impide ponernos de su lado y como su personaje es el que tiene más protagonismo de los tres, se siente un desbalance. Lo que Beth no sabía decir, Moore lo expresó con su cuerpo. A cambio, Grace comunica y demanda comunicación con la misma intensidad que lo hace el cuerpo de la actriz. Estas decisiones actorales hacen que la obra desacierte varias escenas si bien la química entre los protagonistas y el montaje de Pia Di Ciaula asoman agudezas sobre las dificultades familiares. La escena de la ruptura es ejemplar en este sentido. Con diez minutos de duración Nicholson sitúa el drama en la cocina. Lo dicho por los personajes y la expresividad actoral se concentra aquí en planos medios y primeros planos. El diseño de vestuario de Suzanne Cave propone que Grace pertenece con vivacidad a su casa mientras el de Edward sugiere estar uniformado de gris por sus comportamientos. Aquí Bening interpreta momentáneamente a su personaje desde la ingenuidad y la indefensión sin victimizarla. Nighy, a cambio, susurra con firmeza su decisión y su mirada trasluce dolor y arrepentimiento. Esta personalidad y la figura recuerdan al personaje de Sutherland en Gente como uno pero es en la diferencia donde la obra de Nicholson adquiere fuerza. El enfrentamiento entre Nighy y Bening ocurre en la mañana luego de que Grace vuelve de misa. Sutherland y Moore se sinceran en la semioscuridad de la madrugada. Hablar en la luz del día significa allí mayor madurez aún cuando uno de los personajes haya planificado su ida. Tales decisiones enfrentan los binomios familia-fe, guerra-paz, piedad-compasión, luz-sombras con la figura del hijo. Es él quien queda para ordenar el desastre sin pretender que lo enmendado quedará igual que el caos original, como quiso Beth y como querríamos todos pretendiendo ser ‘gente común’. O’Connor toma el reto con empatía suficiente para ser el escucha atento de su madre aún frente a su posible suicidio. Algunas críticas desestimaron la obra por la dificultad de ver algo tan escabrosamente íntimo como si al cine se le permitieran solo ciertas huidas. A pesar de ellas, Las cosas que no te conté le brinda a Nicholson volver tras la cámara para darle aire a la intimidad teatral en la que él tiene más experiencia y hallar en O’Connor un intérprete confiable de sus traumas. Y a nosotros nos permite anhelar escenas domésticas con las que sepamos observar el mundo exterior.
Cada película de Matteo Zoppis y Alessio Rigo de Righi representa una bestia diferente. Paradójicamente, el equipo técnico de Re Granchio (2021) es similar al de Il solengo (2016) y al de Belva Nera (2013), las obras anteriores de este dúo creativo. Las tres coproducciones también comparten otras circunstancias. Se ambientan en Viterbo, Italia. Inician con cazadores hablando sobre relatos de otras épocas, unas más remotas que otras. Y así como los dimes y diretes abordaban en esa ocasión la cuestionada existencia de una pantera en Belva Nera o del “jabalí solitario” Mario de Marcella en Il solengo; acá estos lugareños nos dan una primera impresión de Luciano, el protagonista “borracho y loco”. Eso sí, de inmediato lo conocemos nosotros de vista. Luciano también está enamorado y el papá de su amada les hace la guerra. Hablemos ahora de algunas diferencias con las obras previas. Las tres películas son coproducciones ítalo-argentinas y por primera vez Zoppis y Rigo ambientan parte de la historia en este país latinoamericano. Además Vittorio Giampietro compuso las bandas sonoras de las tres. Sin embargo su repertorio de instrumentos y melodías cambia para esta ocasión. Las notas en espiral del saxofón de Il Solengo son más dilatadas acá y las acompañan tambores y flautas. Acá hay también escenas de cantos tradicionales mientras allá era música compuesta sin voces ni coros. Allá ficción y documental se entremezclaron. El registro documental consistía en las narraciones de los lugareños. Y claro, toda narración busca veracidad cuando a fin de cuentas el discurso siempre delata al sujeto que habla. Por esto acá los relatos son interpretados por actores y algunos cazadores actúan en las historias. La obra está dividida en dos capítulos y es visible una técnica interpretativa en ellos. Luciano está interpretado por un artista performativo, Gabriele Silli, quien aparenta ser dos personajes diferentes. Así este juego de disfraces le ofrece a los realizadores la oportunidad de afianzar sus ficciones camuflando lo documental. A partir de una leyenda que conocieron grabando sus dos películas anteriores, estos cantos y engaños de paisanos adquieren voz propia y ya no desde la sorpresa como con la vida de Mario. Acá hasta la gama de colores en la propuesta visual de Simone D’Arcangelo es más amplia. Junto a las estepas, los árboles y las cuevas que aparecían allá; se suman ríos, mares, peñascos y caminos pedregosos. Acá la calidez del hogar es menor y la soledad se hace más palpable. Y los varios rojos de esta obra multiplican los sentidos simbólicos. Roja es la muerte, la violación, la promesa de un tesoro en la forma de un cangrejo. Rojizos también son el agotamiento, la tristeza en las venas oculares de Silli, y las paredes del bar donde Luciano se desahoga con vino y canciones. Y finalmente en esta obra premiada hay más parodia. Las citas a los géneros del western ironizan a Boccaccio, Pasolini y Herzog con planos llenos de posibles lecturas y relecturas como el cuidado a no caer en preciosismos. Aunque esos autores emergen como influencias comprobables, Zoppis y Rigo abordan puntillosos la ambigüedad de narrar desde la vida tan particular de seres sumamente foráneos a lo citadino. Por ese reflejo invertido, como el del rostro de Luciano en el lago al inicio de la obra, la filmografía del dúo ahonda en los vericuetos de narrar y describir. Y si es cierto que esta es una obra similar a un cangrejo que no va para adelante ni para atrás sino un poco para todos lados, como indica Diego Lerer [enlace]; lo será desde la metáfora y la técnica. Con una constancia similar a los movimientos laterales de cámara utilizados en medio del verdor, el dúo acompaña a estos personajes errantes, observados u observadores. Y lo hacen enfrentándolos a las contradicciones instintivas y narrativas de sus errancias.
¿Qué diferencia hay entre las enseñanzas ofrecidas por un profesor, un psicoterapeuta y un amigo? Pretendamos una simple respuesta*: el primero le brinda sentido al conocimiento en medio de la simultaneidad de la vida. El segundo reformula el sentir en los aprendizajes y tropiezos de sus pacientes. El tercero ejerce ambos roles desde la intuición y dispuesto a que sea recíproco. Esta diferencia se vuelve confusa en la coproducción Language Lessons (2021). La floridana Natalie Morales dirige, co-escribe y co-protagoniza junto al luisiano Mark Duplass la historia donde ella interpreta a Cariño, una profesora particular de español, y él a Adam, el inesperado alumno que recibe, como regalo de cumpleaños de su esposo, un paquete de cien clases con ella. En principio las sesiones virtuales parecen una oportunidad para mostrar con despreocupación las diferencias personales y los respectivos prejuicios socioeconómicos de Cariño y Adam. Él ostenta una casa de dos pisos con piscina incluida. Ella se conecta desde distintos sitios de Costa Rica, también a modo de aprovecharlos pedagógicamente. Luego, a medida que tres acontecimientos agravan sus rutinas de clases, la obra premiada va perdiendo lo espontáneo de las actuaciones principales. Morales y Duplass construyen sus personajes a través de una química abierta a la tontería, la gracia y la franqueza. La mirada luminosa de Morales expresa calidez tanto como incomodidad. Duplass aprovecha todo su cuerpo para ridiculizar con gusto a su personaje. Los excesos en aquellos tres giros argumentales del guion también vuelven irrelevantes los detalles técnicos que buscan emular el funcionamiento de las plataformas web. Así las imágenes congeladas, la baja resolución y el sonido desfasado aparecen como errores ingeniosos de la imagen audiovisual ya que el plano fijo aquí enmarca el punto de vista de las computadoras de Cariño y Adam. Al final a costa de resaltar la soledad de ambos y forzar una relación significativa, las grandes acciones de Morales y Duplass como profesora y alumno evidencian la incredulidad de la obra de que perfectamente se puede aprender de lecciones pequeñas, vengan de quienes vengan. Por lo menos el desempeño actoral ejemplifica de manera genuina como las amistades surgen del desinterés y la torpeza enmendada.
En Taranto (2020), los cuerpos, acentos, gestos y rostros reflejan el lugar de nacimiento como un crisol de estas vidas diezmadas por la acería más grande de Europa. Víctor Cruz detalla a partir de los tarentinos el efecto pasado y actual de la fábrica ILVA sobre la salud de los ciudadanos, y la confrontación entre la ineptitud gubernamental y los activistas. El realizador no quiere que estos sean solo cuerpos de denuncia. Por ello mantiene un diálogo entre el mencionado activismo, el registro histórico, la estética y la antropología. Así ninguno de estos cuatro ejes se impone. Por una parte, los propios entrevistados conversan en varias ocasiones con terceros en escena o reaccionan ellos mismos a momentos cruciales en el paulatino desmantelamiento de la acería. La cámara interviene y la marca cronológica resalta con la tipografía las fechas de videos periodísticos grabados entre los 60s y los 2010s. Aunque Víctor prefiere que oigamos y observemos a los tarentinos y la geografía al sur de Italia, no solo lo que plasmaron los medios. Esto se sostiene de tal manera que por lo menos en cuatro ocasiones, oímos a los entrevistados antes de ver sus rostros. Aquí está hablando Tarento (en español) no solo como metáfora de que todo ciudadano personifica su lugar de nacimiento. También nos brinda esta impresión la cámara que los muestra desde su punto de vista, el de ellos y el de la ciudad. Por ejemplo, mientras oímos a la fotógrafa Anna Svelto o a Carmelo Attolino, vemos su entorno de trabajo y luego sus rostros al borde del plano, gesticulantes o caminantes. Ahí está la invitación a contemplar y entender al ser humano como parte de un contexto más importante que él. Con una o dos excepciones, la obra mantiene esta confianza en la palabra, la imagen y el cuerpo antes que del semblante durante su breve duración. Incluso en dos escenas mientras algunos entrevistados hablan parados en un primer plano, la cámara los desenfoca y vemos con claridad el fondo mientras los seguimos oyendo. Así ocurre con el último momento donde habla el ambientalista Alessandro Marescotti. Cuerpo y paisaje son una misma identidad aquí y tal vez en oposición con esta simple idea, los migrantes queramos teorizar, problematizar y rebatir una verdad como esta con muchas aristas. Esas excepciones también dan cuenta de que Cruz no embellece en exceso estas vidas a través de lo audiovisual. Ciertamente la dirección de fotografía ilumina con delicadeza ciertas tomas sobre todo las dedicadas a los campesinos o las de los edificios residenciales. En otras escenas la cámara en mano muestra de entrada a los ambientalistas como Marescotti que dan la cara física y política desde su profesión ante el grave proceso de deterioro de la ciudad. Es significativo además que los representantes públicos aparezcan después de la mitad de la película. Así el montaje de Marcos Pastor y Cruz sugiere que la ciudadanía de todo país es la que suele padecer primero los engaños estatales y gubernamentales. Esto lo presentan aquí sin victimizar a los entrevistados. Además con el inicio se deja en claro que este abordaje no pretende ser social. Primero conocemos el origen mítico de Taras narrado desde la costa y luego Svelto presenta y habla en su estudio sobre viejos registros de la ciudad. Estos denuncian el índice mortal de ciudadanos con cáncer y tumores. Por otro lado, Umberto Attolino, habitante de la ciudad, también lo hará con emoción posteriormente mientras sube un edificio residencial donde vivieron vecinos ya fallecidos. En otra escena uno de los entrevistados discute con una vecina bien informada que está en desacuerdo con responsabilizar enteramente al IRVA. Al final de esta obra, una de las que inauguró el BAFICI; los ciudadanos muestran soluciones y forman a los jóvenes. En medio de su preocupación porque emigrarán de Taranto por falta de futuro, esta crónica apresura al menos posibilidades de cambio mas no respuestas certeras. Y a pesar de que los políticos no son quienes primero dan la cara como deberían, Cruz halla tiempo para que un activista en la preservación natural y ciudadana de Taranto enfrente al primer ministro de esa época por su negligencia.