Medidas extremas y moral maleable
A partir de una cámara nerviosa, que interroga, esta película asume un conflicto que no termina. El conflicto moral de un soldado y la ética de una sociedad y sus contradicciones como dimensiones problemáticas, también bélicas.
Sin estridencias, con un énfasis puesto en la reflexión y su incomodidad, aparece A War: La otra guerra. La película del danés Tobias Lindholm tuvo nominación al Oscar en la categoría Mejor Film de habla no inglesa ‑amén de un recorrido por muchos festivales internacionales‑, rubro donde fuera merecedor otro título de índole igualmente bélica, El hijo de Saúl, todavía con estreno pendiente en Rosario.
El trabajo de Lindholm no es tan desconocido para el espectador. Repartido entre algunos largometrajes propios y guiones para otros directores, destaca El secuestro (2012) ‑cuya temática coincidiera con la de la norteamericana Capitán Phillips, de Paul Greengrass‑ y su guión para La cacería (2012), la notable película de su compatriota Thomas Vinterberg, también nominada al premio Oscar.
Desde rasgos generales, puede apreciarse en Lindholm una mirada de talante crítico, interesada en adentrarse en conflictos que permitan un prisma sobre las contradicciones del cosmos social. Es éste el rumbo de La otra guerra, cuyo título de origen es más elocuente por suficiente: Krigen (Guerra). Está claro que toda guerra es mucho más que lo que Lindolm expone, pero ¿cuál otro título valdría para este trauma de carácter social insalvable, quizás moralmente irrecuperable?
El film se estructura de manera simétrica, entre un primer tramo dedicado a dar cuenta de las tareas de un grupo de soldados en Afganistán y un segundo capítulo que transcurre en Copenhague, entre la sordidez de un clima árido y el funcionamiento de la ciudad. Un equilibrio que no es planteo esquemático, sino contrapunto que relaciona ambas partes, de manera necesaria. Esta necesidad la provoca el retrato del líder del pelotón (a cargo de Pilou Asbaek, actor fetiche de Lindholm) y su vida familiar. Durante su primera hora, La otra guerra transcurre desde el montaje paralelo, a partir de la vida cotidiana de su esposa e hijos, subsumidos en los trastornos escolares, laborales y hogareños. Hay llamados telefónicos que intentan paliar las ausencias. En un punto ‑acá lo más sensible‑, tal planteo no dista nada de cualquier otra situación semejante: el padre trabaja afuera y la madre procura sostener el equilibrio del hogar.
Para llegar a esta instancia, el film apela a momentos que prologan de manera ascendente. El comienzo mismo es el de la explosión y la vida del soldado que muere entre las manos de los compañeros. La desesperación, las tareas sin objetivos claros ‑si bien se trata, presumiblemente, de proteger a afganos de talibanes‑, la rutina de lidiar con la muerte, hacen mella en varios. Uno de ellos llega a las lágrimas, pide volver a casa, tiene miedo. Y el comandante que entiende y busca alternativas que lo contengan. Este vínculo será el detonante del episodio posterior, sea como reiteración de la muerte inicial, sea como disparador de la decisión militar desafortunada que sobrevendrá.
La cámara adopta, en todo momento, un punto de vista partícipe, al acompañar a los soldados en sus misiones, al ingresar en moradas desconocidas, al disparar contra el sospechoso de armas. Además, es una cámara en mano, que contagia el andar de los personajes y asume la situación endeble en la que se toman ciertas decisiones. Ahora bien, no porque se trate de entender el comportamiento bélico como cosa loable, sino por introducirse en una lógica en donde los errores están presentes de manera indefectible, y en las manos de personas que gustan, por ejemplo, de bromear con el cadáver reciente, inventando maneras ingeniosas, negrísimas, con las que referir tales bravuras a sus hijos: porque, ¿cómo explicar a un hijo que se ha matado, que se sabe matar?
Ocurrida la decisión fatal, que involucrará la muerte de civiles, el comandante es llamado a declarar en su ciudad y La otra guerra cambia de carátula, al volverse un film de litigio, con la palabra como continuación de un mismo enfrentamiento. Contienda que así como hermana para la decisión de un enemigo, encuentra también disidencias internas que hay que purgar para poder, en suma, proseguir con los otros disparos.
Si papá hacía mucho que no venía, ahora está, por fin, en casa. Y más vale que no se vaya, porque lo necesitamos. Nada de cárcel para él, aun cuando fuera culpable. ¿Lo es? Las pruebas están, pero son también maleables. Y lo que confabula, en última instancia, es la camaradería y aprecio y respeto que entre pares sobresale. Si lo que realizan es espantoso, habrá también que pensar cómo es que el mismo orden social se vale de ellos. Les forma para hacer lo que hacen, luego les juzga. En el medio, la pregunta del hijo al padre: ¿mataste?
En última instancia, La otra guerra apela a la responsabilidad, al comportamiento moral como eslabón social de fundamento. Cuando el niño repasa países en el mapa del dormitorio, ante la vista del padre, inicia su enumeración en Afganistán y culmina en Estados Unidos. La observación cierra un círculo que dice más que cualquiera de esas encíclicas con las que demasiado cine de mensaje se cree, todavía, benefactor.
Mejor aún, hay una escena estupenda, de índole metalingüística. Es así: los soldados están reunidos para escuchar las palabras del comandante, quien les invita a ver un video del soldado herido, recuperándose ahora en el hospital. Los soldados, en sus sillas y amuchados, observan el plasma con el mensaje del compañero, bajo una carpa que recuerda una función de cine primitiva. La "película" vista es elemental, de prédica eficaz, retórica. Tiene golpes de humor, es efectista, no evita el patetismo. La reacción final es la del aplauso contagioso, casi con lágrimas. Un desenlace irónico para lo que es, en suma, trágico. Los medios, se sabe, construyen realidades tendenciosas. Por aspectos como éste ‑sagaces, provistos de cine‑ es que La otra guerra es una gran película.