El matadero.
Si La sonámbula fue empecinadamente valorada por debajo de sus variados méritos, Aballay, el hombre sin miedo hace el camino contrario y recibe una aclamación casi unánime. Igual que en aquel caso, el objetivo del director Fernando Spiner parece ser, al menos en primera instancia, nada menos que el género, ese esquivo Santo Grial recurrente del cine argentino en cuya melancólica busca se afanan cada tanto realizadores y críticos, siempre con una temblorosa expectativa que se ve repetidamente defraudada. El director toma elementos del western pero los cruza con una fuerza desaforada que se cuece en cierta tradición sincrética latinoamericanista del cine moderno. ¿Alguien dijo por allí Glauber Rocha? Puede ser: de pronto, en la película de Spiner, el protocolo del cine clásico empieza a sacudirse, los planos tiemblan en un estertor, las tomas subjetivas afiebradas que invaden las escenas en la última media hora de Aballay parecen establecer la vocación secreta de todo el proyecto: tomar el género para incomodarlo, para hacerlo estallar mediante la violencia ejercida sobre su gramática y su ética. El cura extasiado de Gabriel Goity –un personaje engañosamente lateral– es demasiado extemporáneo hasta para el western spaghetti. La figura de Aballay (el personaje que responde a ese nombre), que empieza como despiadado cuatrero y salteador de caminos y termina misteriosamente convertido en santo de los pobres, remite a la misma imagen de transformación agustiniana del asesino de cangaceiros de Glauber. La religiosidad descentrada de la película suma a su danza de rítmicas escenas de humillación y venganza cíclicas, el esbozo irónico, cargado de una apenas perceptible ferocidad, que señala una línea de la historia argentina que une a bárbaros y civilizados entonando, por su lado pero con idéntica unción, la misma canción patria en la que el campo de batalla es el vehículo para un extravío de orden místico. Por momentos, la película es tan rara que los porteños que viajan sin saberlo hacia el matadero por el paisaje tucumano cantan la misma estrofa dos veces seguidas. Al poco tiempo, los arrebatos telúricos confrontan con la indecisa iconografía de western del comienzo y alcanzan ribetes alucinatorios que le confieren a la película un carácter de anomalía, de criatura mutante: en su provocativa incongruencia, Aballay luce al final como una especie rara de desilusión en dos frentes. Como película de género pero también como exponente de un cine moderno al que parece aspirar genuinamente desde el principio –la elección de un escritor como Di Benedetto, autor del cuento en el que se basa la película, es una señal bastante clara en ese sentido– pero al que termina perteneciendo de modo insuficiente, casi por defecto.