Aballay

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

Gaucho emblemático y contradictorio

El western gauchesco tiene en Aballay una de sus interacciones más claras. Hasta tal punto que, por momentos, hay que recordar que el film está protagonizado por gauchos y no por cowboys, en virtud de un montaje que, desde el inicio, evoca los encuadres abiertos, el paisaje árido, la diligencia, el galope terroso, y los matreros ocultos y a la espera del botín. El tiroteo consecuente es otro de estos lugares comunes y, eso sí, bienvenidos.

Lo que comienza de manera vertiginosa cede paso elíptico al después de tantos años, con el niño de la víctima ya crecido y en busca de venganza. Su mirada fue el último recuerdo para Aballay (Pablo Cedrón), gaucho ahora perdido entre una penitencia asumida --nunca más bajar del caballo - y un mito que crece y lo santifica. En el medio, y de a poco, persecución y cuchillos, más una mujer de mirada triste y furiosa.

Aún cuando son muchos y buenos los momentos en clave western - con una pandilla de forajidos de rasgos tan salvajes como los que supiera delinear Sam Peckinpah, con planos detalle y transpirados, a la manera de un Sergio Leone- , hay momentos donde el equilibrio con la gauchesca parece perderse, allí donde las resoluciones no terminan de satisfacer: la falta de raccord entre algunos planos en la mímica gestual, el cura gritón, el nudo falso de las cuerdas que sostienen a Aballay, el hablar porteño de poca convicción , el reconocimiento fácil de ciertos rostros (Gabriel Goity, Horacio Fontova). Más aún, el intercambio de miradas entre Aballay y el niño no parece encontrar el rencor inmediato, la gradación rítmica justa, que permita claridad al espectador y justifique la película completa; de hecho, el mismo intercambio será reiterado en otras oportunidades.

Por otra parte, es la caracterización de Cedrón la que sobresale: parco, rostro ceñudo, aire moreiriano. De él se dice mucho, y es ese murmurar el que le permite la mejor composición. Por otro lado, la contraparte de Nazareno Casero en el papel de Julián resulta algo endeble.

Ahora bien, Aballay pareciera reunir rasgos de tantas aristas como fuera posible: el pueblo indígena, el cura y sus penitencias, las pulperías, los gauchos, la santería pagana, la ciudad, el campo. Aballay como síntesis de todo ello, con su muerte a cuestas, necesaria para el logro del equilibrio general, para el surgir del mito.

En este sentido, entonces, el gaucho Aballay como expresión política de sus tiempos, que no son otros más que éstos, los de hoy día, así como lo fuera el Juan Moreira (1973) de Favio para la primavera camporista.