Una tragedia gauchesca
El western ha sido misteriosamente un género poco abordado por el cine argentino: sólo algunos grandes maestros se han animado a filmar este tipo de películas (Leonardo Favio con su Juan Moreira, o Lucas Demare con La Guerra Gaucha), que en su vertiente gauchesca se presenta como un tópico natural para un país con la historia, la literatura y la geografía de la Argentina. Acaso el desafío fuera muy grande, pues el western ha sido un género que se dedicó a repensar, o hasta reescribir, la historia, y la vida política argentina del siglo pasado no dejó mucho espacio a los aventureros que pretendían problematizar el pasado (basta reparar en que gran parte de la lucha política actual pasa por la revisión de un relato hasta hace poco intocable de la historia). Pero las coerciones del poder no bastan para explicar semejante ausencia, que encontrará también razones históricas (el propio género cayó en el olvido en la cinematografía mundial desde principios de los ´80), económicas (el western siempre ha sido un género costoso) o artísticas (no se trata de un género fácil).
Lo cierto, en todo caso, es que el western gauchesco ha vuelto revitalizado a las carteleras cordobesas con Aballay, el hombre sin miedo, de Fernando Spiner, un filme épico de grandes aspiraciones, que si bien no cumple todas en la misma medida, constituye un buen ensayo para pensar este género apasionante y tristemente olvidado. Basado en un cuento de Antonio Di Benedetto, Aballay tiene todas las características de un western clásico: hay una tragedia filial en su inicio, que decantará en una épica de venganza con un gran dilema moral, que se convertirá en el centro de la película. Está el pueblo sojuzgado por un grupo de violentos gauchos cuatreros, que imponen su ley a sangre y fuego, aunque habrá un forajido que vivirá un recorrido redentor, opuesto al del protagonista, que a su vez es el forastero que vendrá a desafiar el orden establecido. No faltarán por supuesto los grandes planos de los espacios abiertos (de los majestuosos cerros de Tucumán, donde se filmó la película), la lucha del hombre por sobrevivir a la intemperie, en una naturaleza hostil, la creación de una mitología autóctona, que en este caso adquirirá características místicas, mezcladas con la cultura e iconografía cristianas.
Formalmente impecable, la película comenzará con un asalto a una diligencia, filmado de manera soberbia: son Aballay (un destacado Pablo Cedrón) y sus cuatreros, quienes no sólo se llevarán el botín, sino también la vida de los pasajeros, incluido el padre del niño Julián, que será asesinado a sangre fría por el líder de la banda. Aballay, sin embargo, se verá conmovido por la mirada aterrorizada del niño, a quien perdonará la vida. Diez años después, Julián (Nazareno Casero, una elección poco afortunada) emprenderá su propia cruzada vengativa, que lo llevará a un poblado perdido en Tucumán, llamado La Malaria, donde encontrará al pueblo sojuzgado por la banda de Aballay, aunque liderada ahora por El Muerto (Claudio Rissi, excelente), un sanguinario dictador que no se detiene ante nada para conseguir sus caprichos. No sólo eso, Julián se enamorará además de Juana (Mora Anghileri), futura mujer de El Muerto, devota creyente de un jinete mítico que anda en los montes, posiblemente un santo, que también tiene cuentas que saldar con el dictador, y que pondrá a Julián frente a un dilema moral de difícil solución.
Esencialmente una tragedia, Aballay es un filme que por momentos parece desarmarse a medida que avanza el metraje: ciertos cortes abruptos de montaje, ciertas decisiones narrativas (desarrollar en demasía la trama mística) y formales (el abuso del primer plano o de planos cerrados en la resolución de algunos enfrentamientos, el abuso de la música incidental) van a contramano de la creación del suspenso, como así también del verosímil, luego de un comienzo potente, por demás prometedor. Quizás el pecado sea pretender abarcar mucho (narrar una épica vengativa, otra romántica, otra redentora) en un solo filme, a pesar de lo cual Aballay constituye una apuesta lograda: su conflicto central resiste todos estos baches, y consigue mantener la tensión hasta el final. El filme logra además apropiarse legítimamente de una tradición cinematográfica sólida y popular, instalada en el imaginario social y cultural de los argentinos, y seguramente su excelente ambientación de época, acaso su punto más logrado, tenga mucho que ver en sus méritos.
Por Martín Iparraguirre