Un homenaje fallido La película traía un estigma de origen: fuera cual fuera su resultado, no se iba a interpretar por sus méritos artísticos o cinematográficos sino por el posicionamiento político que cada medio de comunicación (o cada espectador) tuviera sobre su protagonista, el hombre que atravesó horizontalmente a la sociedad argentina desde su asunción de la Presidencia en 2003. Contra lo que se suele pensar, la ideología no es un sustrato de ideas definidas que los hombres tienen a mano para utilizar en su lectura del mundo: más bien, se trata de una estructura en gran medida inconsciente que suele guiar secretamente los actos e interpretaciones de las personas, obstaculizando incluso su relación con la realidad. Como todos, la crítica de cine también ha sido atravesada transversalmente por el kirchnerismo, ese movimiento imprevisible que cambió la Argentina para siempre, para bien o para mal, como más le guste al lector. Y un simple repaso por las críticas de los grandes medios confirma la hipótesis: los prejuicios ideológicos se suelen imponer al contacto con la película de Paula de Luque, aún en casos de críticos experimentados. Dicho esto, el cronista -que se confiesa de izquierda y moderadamente afín al kirchnerismo- debe admitir no obstante que Néstor Kirchner, la película es efectivamente una mala película, una pieza de propaganda política como se preveía pero de una narrativa pobre en ideas, hija directa de la publicidad, aunque aún así tiene algunos méritos a rescatar, y no es el gran fiasco que otros proponen. Seguramente la historia sería diferente si los productores hubieran mantenido a su director original, el gran Israel Adrián Caetano, que llegó a terminar su película pero nunca fue aprobada, y sus imágenes fueron retomadas por de Luque, que filmó algunas semanas más y compaginó esta versión que llegó a nuestros cines. Una versión que presumiblemente debe tanto a de Luque como a los productores, como lo insinúa el plano de apertura: sobre un fondo negro, un escrito firmado por estos gerentes dedica la película a una amplia lista de destinatarios, entre ellos los jóvenes y las víctimas del terrorismo de Estado. A continuación, aparecerá el narrador central de la película, Máximo Kirchner, con una anécdota más bien insulsa sobre la relación con su padre; le seguirá un montaje acelerado de imágenes de la represión de 2001, la asunción efímera de Adolfo Rodríguez Saá y los asesinatos de Kosteki y Santillán, que funge como marco teórico para comprender la llegada de Néstor al sillón de Rivadavia: la lectura es pertinente, aunque la música en off anticipa una metodología que se repetirá en el resto de la película, la de enfatizar las interpretaciones a través de los sonidos regionales compuestos por Gustavo Santaolalla. El filme se estructurará desde allí en tres ejes: la reconstrucción del pasado íntimo del ex mandatario, a cargo de familiares de Kirchner y Cristina Fernández (aunque la actual Presidenta no aparecerá, como tampoco su hija) y el uso de material de archivo, como fotos y videos caseros de su juventud; el repaso de su actividad política y su gestión en los diferentes estamentos del Estado; y la personalización del impacto de su gestión a partir de los testimonios de personas comunes, desconocidas, que de alguna forma vieron modificadas sus vidas a partir de la ayuda directa brindada por el entonces mandatario. Sin una voz en off que articule el relato (una decisión arriesgada pero matizada por el uso de la palabra de Máximo como eje narrativo), ni textos sobreimpresos que identifiquen a los entrevistados, de Luque ostenta además cierta búsqueda poética con la inclusión inesperada de planos sobre un viaje en ruta al sur u otros que semejan verdaderas postales turísticas de esa región, cuya belleza se ve intensificada a partir del contraste de los colores de la naturaleza. La lectura del filme se transmitirá a través del montaje y la banda de sonido: cuando se repasen las consecuencias funestas de los años del neoliberalismo, la música será ominosa, pero virará a la esperanza cuando la película viaje hacia el sur. El procedimiento es convencional y contraproducente, pero el problema es que quita toda libertad al espectador al no permitir otras interpretaciones: la película termina desmereciendo así la figura del propio Kirchner, que hizo de la exposición pública su principal modo de construcción de poder (contra una tradición ya muy antigua en el país donde la política se manejaba siempre en las sombras). Por eso, lo más interesante no surge de los recuerdos íntimos del ex presidente ni de las estrategias para buscar emocionar, sino de lo que todos conocemos: el repaso de sus apariciones públicas, sus discursos, sus medidas más emblemáticas de gestión, donde la película sí recupera cierta libertad y logra captar la auténtica envergadura de un líder político como pocos, que tuvo una conciencia infrecuente sobre el momento histórico que vivía el país y el rol que debía jugar en un escenario que, vale recordarlo, era catastrófico. Quizás ése hubiera sido el mejor homenaje a Kirchner: confiar en la locuacidad de su palabra y sus acciones de gobierno, sin tanto rebusque para construir un cuento de hadas. Por lo demás, vale la pena destacar la llegada del filme cordobés El espacio entre los dos, de Nadir Medina, al circuito comercial de la ciudad con su estreno en los cines del Dinosaurio Mall: será una oportunidad de mirarnos en el espejo que propone el cine joven local, que sigue en franca expansión (y del cuál hablaremos en próximas entregas). Por Martín Iparraguirre
El cine como un juego mayor moonrise 1 El año comenzó a despedirse de la mejor forma posible con el estreno de Moonrise Kingdom (Un reino bajo la luna), excelente película de Wes Anderson que constituía una de las grandes cuentas pendientes de los exhibidores cordobeses en 2012 (la otra es Cosmópolis, de David Cronenberg, que sigue en estado de espera), ya que no sólo se trata de una de las mejores composiciones de este verdadero autor -uno los pocos que quedan en Hollywood- sino que además es la que ha alcanzado mayor éxito comercial, confirmando el destino popular que escondía su cine. Se ha dicho y se dirá que Anderson se filma a sí mismo: en efecto, su cine registra un universo personalísimo que difícilmente pueda existir fuera de su obra, y que viene incluso perfeccionando filme a filme como lo demuestra Moonrise Kingdom, pero que se mantendría en gran medida cerrado a los avatares del mundo real. Claro que si puede ser cierto que el cine de Anderson es una estilizada casa de muñecas o un escenario teatral de pura originalidad, perteneciente sin dudas a una clase social específica (la burguesía o incluso la aristocracia), no lo es tanto que no dialogue con el mundo ni mucho menos con la humanidad que lo habita: pocos directores han logrado captar de modo tan honesto la singularidad de la existencia humana sometida a la vida en sociedad, o la condición existencial de quien se siente diferente al resto de su comunidad. Moonrise Kingdom2 Hay al fin en Anderson una mirada sobre el mundo cuya lucidez puede pasar desapercibida por la ostensible empatía con que trata a sus personajes y el humor intrínseco que la constituye: en sus películas, el universo de los adultos es tratado como una especie de juego infinito, donde nadie sabe muy bien cómo comportarse porque justamente los roles sociales son inciertos, mutables, incluso inasibles. No se trata sólo de postular un estado de adolescencia permanente para sus protagonistas, sino de captar a través de ellos las grietas del sistema, el absurdo de toda construcción social, su condición de inestabilidad y mutación permanente, su naturaleza ficticia: no hay ningún orden mayor que contenga a los personajes de Anderson, que viven arrojados a la intemperie aún cuando tengan un buen pasar económico, y de allí surge el profundo humanismo que transmiten (y no tanto de la ternura con que el director los trata). Ni siquiera las pequeñas comunidades donde se refugian sirven como tabla de salvación, porque irónicamente allí se repiten estas condiciones: padres que se comportan como adolescentes o niños que se saltan la infancia para ser (aquellos) adultos antes de tiempo. Por eso, sus criaturas deberán vivir un proceso de aprendizaje para superarse, que es lo que constituye la trama central de las películas del director. moonrise baile Y acaso una de las mejores síntesis de este universo es Moonrise Kingdom (especie de antecedente apócrifo de Los Excéntricos Tenenbaums), donde sus protagonistas son dos preadolescentes enamorados que protagonizarán una fuga en una paradisíaca isla en Nueva Inglaterra en 1965. Se trata de Sam (Jared Gilman), un experto boy scout que es marginado por sus compañeros, y Suzy Bishop (Kara Hayward), hija de una familia levemente disfuncional compuesta por un matrimonio de abogados que está en crisis (Bill Murray y Frances McDormand) y tres hermanitos menores. Como de costumbre, se trata de una familia de intelectuales, donde los niños se divierten leyendo o escuchando un concierto didáctico de Benjamin Britten, mientras los padres viven aislados en sus propios mundos; al menos hasta que Suzy y Sam -que además es huérfano-, se fuguen juntos para descubrir el amor en los hermosos bosques de la isla, a tres días de una tormenta que será histórica. MoonriseKingdom_narrador Formalmente virtuosa, Moonrise Kingdom es un acercamiento sensible y lúdico al ingreso a la adolescencia donde Anderson ha sabido purificar sus formas de un modo notable: la obsesiva construcción de los escenarios y los encuadres se traslada aquí al ámbito natural, que es registrado con la misma rigurosidad y estética impresionista de aquellos mundos de fantasía que parecían de cartón. El uso de la profundidad de campo se ha refinado, y ya aquí puede decirse que todas las dimensiones del plano se vuelven significativas: el director cuida todos los rincones del espacio dentro del encuadre, que ostenta un nivel de perfeccionamiento infrecuente. Pero no se trata de un regodeo esteticista como alguna vez se ha planteado, sino de que cada detalle pueda aportar información al conjunto, sugerir significados a partir incluso de las simetrías en la construcción del plano o del uso de los colores (ver si no la irrupción de Tilda Swinton como el Servicio Social). Ocurre que Anderson tiene una capacidad narrativa superlativa, capaz de sintetizar un mundo en los detalles: así, un travelling lateral por el campamento de boy scouts basta para introducir un universo y exponer su funcionamiento; algo similar ocurre en la construcción de los diálogos (que nunca son baladíes ni artificiales a pesar de las búsquedas humorísticas) o en los imprevistos y exquisitos musicales que irrumpen para narrar un acontecimiento, como el primer beso. Los recursos son múltiples, pero no están para ostentar talento o simplemente dar información: sirven para liberar a la película y abrirla a la vida que se desarrolla secretamente en esa fábula, que debe la indiscutible verdad que transmite a la transparencia con que Anderson nos propone su juego para todas las edades. Por Martín Iparraguirre
El espectro que recorre el mundo cine-cosmopolis Los fines de año vienen siendo auspiciosos para nuestra comunidad cinéfila, ya que las salas comerciales parecen aprovechar la escasez de público para estrenar entonces las grandes obras que tenían postergadas: ocurrió en 2011 con La Cueva de los Sueños, de Werner Herzog, y ocurre ahora con Cosmópolis, de David Cronenberg, sin dudas una de las mejores películas del año que fenece (que encima vino acompañada de otro filme absolutamente singular, la adaptación de Fausto del ruso Alexander Sokurov, también muy recomendable para ver en las grandes salas). Basada en la célebre novela homónima de Don De Lillo, el nuevo filme de Cronenberg no es por supuesto un remanso para el espectador, más bien lo contrario: crónica de un día en la vida de un multimillonario empresario de Wall Street, Cosmópolis constituye un retrato tan sutil como agudo del agotamiento de una era, tal vez un ensayo sobre los últimos estertores que ofrece nuestro sistema de vida, que parece llevar inscripto en su propia naturaleza su carta de defunción. Aunque primero hay que aclarar que Cosmópolis no busca ofrecer respuestas ni explicaciones reduccionistas, sino más bien plantear un inquietante estado del mundo contemporáneo a partir de la propia existencia de su protagonista paradigmático, el empresario interpretado nada casualmente por Robert Pattinson. Cosmopolis.limusina El ídolo de Crepúsculo compone aquí a Eric Packer, sin dudas el verdadero vampiro de nuestra época: genio precoz de los mercados financieros internacionales, el hombre es el prototipo existencial del capitalismo moderno, una variante asordinada de Patrick Bateman (sin la esquizofrenia festiva del personaje de American Psycho, aunque no menos desquiciado) que lleva sus negocios desde una lujosa limusina, especie de torre de marfil que lo mantiene al margen del mundo. Desde el inicio, el filme prácticamente se internará en esa burbuja de metal donde Eric podrá mantener reuniones de trabajo, controlar y ejecutar sus negocios por Internet, recibir al doctor para hacerse un examen y hasta tener sexo con alguna amante (en una fugaz incursión de Juliette Binoche). La relación central de la película se construirá así en esa dialéctica entre el adentro y afuera de la nave (filmada notablemente con planos medios que aprovechan al máximo la profundidad de campo, tanto para explorar ese hábitat tecnológico como su relación con el entorno), puesto que la urbe se encuentra agitada por la presencia del presidente de los Estados Unidos, lo que implica un peligro adicional para Eric porque puede quedar expuesto a algún atentado. Pero él se empecinará en cruzar todo Manhattann para realizarse un corte de cabello, ya que satisfacer sus deseos parece ser un imperativo categórico irrenunciable, una suficiencia que lo llevará a arriesgarse en los mercados internacionales al apostar contra el yuan chino; aunque el derrotero de sus negocios es lo menos importante del filme: Cosmópolis conctituye en verdad una ventana directa a la demencia del mundo actual. Y es que junto a La vida sin principios, de Johnnie To, se trata de uno de los pocos filmes que pueden captar la naturaleza abstracta del sistema económico en que vivimos, como lo explicitará un personaje interpretado por Samantha Morton, “consultora en teoría” de Eric, en el diálogo más exigente pero también central del filme, donde se ofrecerá un diagnóstico preciso: el capitalismo ha llegado a tal nivel de refinamiento que ha destruido todos sus nexos con la producción, ya que la generación de dinero se ha logrado independizar del tiempo, lo que sugiere el advenimiento de una crisis inminente. “Es una protesta contra el futuro”, afirma Morton en referencia a la manifestación anarquista que en ese momento está atacando la limusina de Eric: el contexto es apocalíptico, y no tardará en alcanzar a estos héroes del capitalismo global. cosmopolis-paul-giamatti-robert-pattinson Filosóficamente lúcida y políticamente revulsiva, Cosmópolis es una película que hace de la sugerencia una forma de narración: compuesta centralmente por diálogos que la mayoría de las veces eluden la simple significación (y que fueron transcriptos casi literalmente de la obra original por el propio Cronenberg), el filme es una entidad difícil de calificar. ¿Es una pieza de ciencia ficción?¿Un trhiller político? ¿Acaso una obra apocalíptica? ¿Tal vez una de las mejores películas de superhéroes que se hayan hecho jamás (ver al magistral “villano” interpretado por Paul Giamatti)? Ni siquiera resulta fácil develar el verdadero estatus de su diégesis: los encuentros casuales del personaje con su esposa, otra joven empresaria millonaria, tan hermosa como apática, sugieren también la posibilidad de que todo sea un sueño. Hay una ambigüedad esencial en el filme que es absolutamente coherente con los temas que aborda y con la propia obra del director, que ha hecho de la locura y la alucinación su campo de exploración por excelencia. Pero lo importante, en todo caso, es que este mundo que construye se parece muchísimo al que nosotros fatigamos diariamente, donde la timba financiera puede determinar la caída de un país en desgracia o su momentánea salvación. “Un espectro recorre el mundo, es el del capitalismo”, sostienen los manifestantes: pues bien, Cronenberg ha descubierto cómo filmarlo.
La cabaña del terror El goce en cuestión Imagen El cine de terror ha sido el género menos transitado por esta columna. La razón es simple, aunque trasciende las determinaciones del gusto: hace tiempo que la industria ha hecho de este género libre como pocos, destinado naturalmente a pensar el mundo, una mera caricatura adolescente basada en la sobreexplotación retrógrada (y rutinaria) del sadismo y el morbo, que felizmente se suele adjudicar a la audiencia. El resultado es un cine primitivo e inane pese a su evidente obscenidad, que le cuesta relacionarse con el mundo que lo rodea y concibe sus vínculos con el otro de un modo conductista: como si el espectador fuera un perro de Pávlov o, en el mejor de los casos, un ser del Medioevo, criado en un universo de oscuras supersticiones y leyendas mitológicas. Pero el cine siempre da sorpresas, y el año nuevo comenzó del mejor modo con el atrasadísimo estreno de La cabaña del terror (mala traducción del original, La cabaña del bosque), filme norteamericano de 2011 que significó el debut tras las cámaras de Drew Goddard, habitual colaborador de J.J. Abrams al igual que su coguionista en la película, el célebre Joss Whedon. Filme de espíritu fundacional, La cabaña… no es tanto una película de terror como una película sobre el cine de terror, que conscientemente hace explotar al género desde adentro a partir de la apropiación de sus códigos representacionales y sus mecanismos narrativos, su posterior deconstrucción y su destrucción final a partir de la parodia o su transformación radical desde la forma: con todo ello, Goddard compone un ensayo inclemente sobre la sociedad global contemporánea. Porque si el cine filma siempre el presente, ¿de qué habla entonces La cabaña del terror si no es de las formas del goce que propone el capitalismo actual? Formas que Goddard relaciona íntima y trágicamente a los sacrificios y las ceremonias rituales que suelen acompañarlos, con la sociedad del espectáculo de por medio, como secreto blanco de la película. Imagen Al inicio, cinco jóvenes se reunirán para viajar a una cabaña de campo a pasar el fin de semana, recientemente adquirida por un pariente de los protagonistas. Se trata de una situación arquetípica del género, como arquetípico parecen ser también sus protagonistas: el gran deportista (Chris Hemsworth), la rubia sexy (Anna Hutchinson), la hermosa e inteligente virgen (Kristen Connolly), su posible pretendiente (Jesse Williams) y el loco del grupo, en este caso un aficionado a la marihuana (Fran Kranz). El montaje ya nos habrá mostrado a dos posibles científicos de alguna corporación (Richard Jenkins y Bradley Whitford) preocupados por un fallido experimento en Australia, que deja sólo dos posibilidades, según mentan: Estados Unidos y Japón. Desde el inicio ya se sugiere así que hay varios niveles de lectura, por no hablar de puesta en abismo (incluir una narración dentro de otra): a poco de andar en la cabaña, ya sabremos que aquellos científicos pueden controlar desde un centro de monitoreo lo que sucede allí y en sus alrededores, como una versión oblicua de Gran Hermano. Y que los jóvenes no responden del todo a los estereotipos, especialmente el colgado que siempre fuma marihuana (hay una defensa directa del cannabis como agente de lucidez y rebeldía contra el poder). Pero lo que sucederá será siniestro, ya que los muchachos despertarán involuntariamente a una familia de zombis que intentará cazarlos uno por uno, con el auxilio de aquel panóptico que lo observa todo: el objetivo es conseguir su sangre. Imagen Políticamente subversiva, la mayor transgresión de la película puede pasar desapercibida, ya que tiene que ver con la propia escritura cinematográfica: ocurre que Goddard consigue apropiarse de los códigos formales del género y transformarlos sutilmente de manera progresiva. El ejemplo más elocuente está en el modo de tratar la violencia, que cuando irrumpa será en primer plano (aunque en una secuencia en contrapicado que irá enfocando la mano de la víctima), pero una vez que salga del cuadro quedará casi siempre en plano medio, a oscuras, o a veces fuera de campo, evitando la estimulación del morbo. Hasta un glorioso plano general en el que director y compañía desatarán un festín sangriento con la representación de todos los monstruos y criaturas que ha dado esta mitología postmoderna, componiendo un verdadero cuadro impresionista, una fantasía lúdica y desenfrenada que inicia la liberación final donde una entidad aún mayor desatará su fuerza contra el mundo (algo que ya sólo podremos ver los espectadores, en el gran plano de cierre). Todo esto, atravesado además por una mirada irónica que no esquiva temas urticantes, como la posición del público en semejante convite, que será parodiado en una secuencia donde los científicos y su equipo comenzarán una celebración mientras en las pantallas ven cómo un zombi asesina a una de las últimas protagonistas. Al final, Goddard habrá dejado sentada su posición sobre el género y sus formas, pero también habrá compuesto una lúcida reflexión sobre nuestro mundo, que aquí parece una inmensa maquinaria de esclavos y falsas deidades. Por Martín Iparraguirre (Copyleft 2013)
Otra vuelta de tuerca Jack Reacher Los géneros cinematográficos dominan nuestra relación con el cine: cada fin de semana, la inmensa mayoría de las películas que se estrenan responde de alguna u otra manera a estos códigos de lectura que efectivamente son universales, ya que espectadores de culturas absolutamente disímiles suelen entenderlos como la forma natural que deben adoptar las películas. Un filme se juzgará así de acuerdo a su capacidad para responder o no a ciertos parámetros generales, que pueden determinar no sólo la forma de un filme, sino también sus tiempos, sus ideas, su construcción dramática, su estética, la actuación de sus intérpretes y hasta los modos civilizados de transgredirlo. Pero el género puede ser tanto un corsé como un espacio para la emergencia de la libertad, a partir de la apropiación personal que puede proponer un director: si bien Hollywood sigue siendo el que mejor maneja estos códigos, las obras más valiosas que viene dando son aquellas que consiguen repensarlos, ponerlos en duda, desnudar momentáneamente sus complicidades y su carácter artificial, tomarlos incluso en solfa si se anima. Porque el cine es una ventana al mundo, pero son estos movimientos los que permiten restituir la autoridad perceptiva (e interpretativa) del espectador, que constituye su derecho supremo. jack-reacher-werner-herzog Aún películas menores como “Jack Reacher-bajo la mira” pueden hacer una diferencia. El segundo filme de Christopher McQuarrie (director de “Al calor de las armas” y guionista de “Los sospechosos de siempre”) es sin dudas un homenaje al thriller político y el cine de acción norteamericano de las décadas de los ´70 y ´80, pero al mismo tiempo presenta ciertos desplazamientos que alcanzan para poner sus códigos entre paréntesis e incluso construir una visión crítica sobre la actualidad del género, que no tiene por qué estar reñido con la reflexión. Los primeros planos del filme sugieren la inteligencia formal del director: los magistrales paneos aéreos de la ciudad protagonista (que servirán para dar cuenta de una forma existencial, un enorme ente colectivo compuesto por millones de vidas en continua interacción) serán seguidos por una sutil puesta en escena de sus peores pesadillas. Es que unos minutos después, la cámara adoptará el punto de vista de un francotirador: el lente se apropiará de la mira del rifle mientras el tirador mide a sus posibles víctimas. Cuando dispare, el montaje se alternará con el registro de sus consecuencias, aunque el uso del plano general no promoverá el morbo, como tampoco lo hará luego el director en el tratamiento de la violencia, de un realismo seco y carente de toda espectacularidad. En cinco minutos, McQuarrie habrá dejado establecidas así las bases de la película, cuya candente actualidad no obnubilará el relato, más bien al contrario: bastarán unos minutos más para narrar la investigación y la detención del sospechoso principal, como así también la aparición del protagonista, el Jack Reacher del título (un Tom Cruise en su salsa), héroe paradójico si los habrá. Ex combatiente de Afganistán e Irán, condecorado con los máximos galardones, a partir de cierto momento el hombre se ha borrado del mapa y permanece como un oscuro justiciero individual, que ha venido a saldar cuentas con un ex compañero de combate, aunque terminará investigando el caso para la abogada defensora (Rosamund Pike) del tirador. Y lo que descubrirá será una oscura trama de poder que mezcla a una poderosa corporación empresaria con las propias instituciones políticas norteamericanas, especialmente la Justicia: la irrupción del gran villano interpretado por Werner Herzog -que parece nacido para el papel- completarán el combo de referencias, citas y guiños (que van desde Kung Fu hasta “JFK”, “El padrino” o “Misión imposible”) que fundan la propuesta lúdica de McQuarrie, que hace del extrañamiento una forma de liberación. Jack auto Porque nada hay más lejos aquí que el cálculo oportunista: McQuarrie apuesta a extremar las características del género para producir nuevos efectos, lo que permite construir no tanto un discurso explícito sobre el cine como un juego donde se puedan multiplicar las posibilidades, y donde el espectador acceda a otra visión de las cosas. Se trata de una operación sutil, que no está siempre lograda, pero va más allá de la mera parodia del género: si Tom Cruise se toma en solfa a sí mismo y a sus personajes típicos, nunca lo hace al punto de perder la seriedad del papel, como tampoco la película descuida la construcción del suspenso y la acción, aunque la emoción no está puesta en la explotación abyecta de la violencia, sino en la captación física de ciertos acontecimientos (ver la secuencia de persecución en autos). Otro ejemplo son los diálogos, que al modo de Tarantino se pueden alargar bastante más del estandar, y son capaces de contener tanto filosos intercambios de ritmo acelerado como parlamentos ampulosos al borde del ridículo. La clave, en todo caso, está en la libertad para tomar los usos y costumbres de un género y proponer un nuevo discurso, incluso hacer con ellos lo que se le antoje, componiendo de fondo una mirada sobre Estados Unidos que no es precisamente benévola. Por Martín Iparraguirre (Copyleft 2013)
El problema del énfasis tesis-sobre-fza brita El primer estreno argentino del año resultó ser un thriller, género que por estos días domina las carteleras comerciales de la ciudad, aunque con suerte bien dispar: Tesis sobre un homicidio, de Hernán Goldfrid, puede servir como ejemplo de los límites que suele encontrar el cine argentino a la hora de apropiarse de las tradiciones norteamericanas, cuyo desarrollo ya casi centenario y alta productividad garantizan un piso de calidad que aquí resulta difícil de alcanzar. Coproducción con Tornasol Films y el instituto de cine de España, basada en una novela homónima de Diego Paszkowski, el filme de Goldfrid configura un intento fallido por imitar los cánones de producción hollywoodenses (con El secreto de sus ojos como gran modelo), entre otras razones porque falla allí donde el cine industrial tiene los engranajes más ajustados: la construcción del verosímil, el manejo de los códigos y de la información, la organización de la puesta en escena y el montaje, la administración del suspenso y su resolución. Aunque se diría que el problema mayor finca en cierta desconfianza patológica de los realizadores en el espectador, que los lleva a volver obvio aquello que debería ser sugerido, a cerrar posibilidades y obstinarse en tutelar la mirada y la interpretación, con lo que Tesis termina siendo un filme enfático y redundante pese a su final abierto, que en realidad sirve para desnudar la frivolidad de toda la propuesta. tesis calu Como en el sobrevalorado filme de Juan José Campanella, Tesis tiene como protagonista a un abogado (interpretado también por Ricardo Darín, con la suficiencia acostumbrada), aunque ahora retirado y en el rol de reputado profesor de postgrado, que pondrá todo en riesgo por la obsesión que le despertará un crimen perpetrado en su propia facultad, casi al frente de sus narices. Las primeras imágenes son un indicio de la propuesta formal: primeros planos de una moneda y diversos objetos que se irán abstrayendo a través del desenfoque, ostentando cierto enrarecimiento de la mirada subjetiva que replica, hasta la irrupción de un plano en contrapicado de la habitación, que yace llena de libros y papeles desordenados, con nuestro protagonista tirado en un sillón. Los signos son claros y la lectura es inequívoca: algo malo ha sucedido, y la narración regresará para mostrarnos cómo se llegó a esa situación. A diferencia de la obra original, aquí la mirada de la película será la del profesor Roberto Bermúdez, que en su primer día de cursado encontrará entre sus alumnos al hijo de un amigo radicado en España, llamado Gonzalo Ruiz Cordera (Alberto Ammann), que se declarará admirador suyo aunque expondrá una tesis inquietante: la Justicia responde a los poderes establecidos y funciona según sus intereses. Es más, completará en otro pasaje, la moral y la ley son construcciones humanas para intentar domar el caos que constituye el estado natural del mundo, donde la anarquía es única norma. Estos pensamientos bastarán para colocarlo como sospechoso de la violación y el asesinato de una joven que se descubrirá en el estacionamiento de la facultad, al menos para el profesor que se obsesionará en su indagación. Y es que un pasado desconocido une a ambos hombres, ya que uno podría haber sido amante de la madre del otro, aunque a través de la mirada de terceros Goldfrid y el guionista Patricio Vega sugerirán la posibilidad de la paranoia: ¿es verdaderamente el juego de ajedrez en el que Bermúdez cree estar inmerso por voluntad del asesino o se trata de la propia locura generada por él mismo (que además ha vivido otros episodios similares en el pasado y está en cierta crisis con su ex mujer)? Para complicar las cosas, la hermana de la víctima (Calu Rivero, que es pura afectación) aparecerá como amante potencial de ambos, y eventualmente como apetitosa carnada para el matador. tesis museo Formalmente convencional, y afectada de cierto didactismo, Tesis sucumbe ante la preeminencia de un guión que no deja nada librado al azar: los diálogos, pretenciosos y a veces inverosímiles por su sesgo literario, exponen las interpretaciones correctas y conspiran contra la imaginación. Decisión que es correspondida por una preeminencia formal de los primeros planos, que dirigen la mirada del espectador y enfatizan los signos a interpretar, o por motivos metafóricos y alegorías que se vuelven redundantes (ver la escena en el museo, donde las obras -no sólo el cuadro de Picasso-, son utilizadas para exponer las ambigüedades de los personajes). A lo que hay que agregar una banda de sonido casi omnipresente, dominada por los acordes de piano y cuerdas. Hasta las referencias están calculadamente dispuestas (así como también las publicidades de diarios, gomas, autos, farmacias, etcétera): un plano secuencia en contrapicado del cuerpo de la víctima, que bajará hasta convertirse en un picado del profesor examinando la escena, basta para citar a Hitchcock o a De Palma, aunque luego la película les hará poco honor. Y es que el problema no está necesariamente en todas las características nombradas, sino en la forma en que están dispuestas: después de todo, la clave del policial siempre fue la forma de suministrar u ocultar información, aún jugándole ciertas trampas al espectador (materia en la que Tesis también abusa). Pero aquí todo es obvio y forzado, precariamente construido, a veces mal resuelto: la escena final en un show de Fuerza Bruta (que replica la escena en la cancha de fútbol de El secreto) explicita una decisión narrativa, confundir formalmente al espectador para lograr la ambigüedad que la película había elegido desechar. Paradójicamente, necesitará aún de otro plano para reforzar aquella incertidumbre que no había podido construir, aunque éste ya no tendrá ninguna justificación. Por Martín Iparraguirre (Copyleft 2013)
Espejos del pasado El cine explícitamente político (vale decir, aquél que hace de la política su centro, pues como sabemos todo cine es político) adquiere por estos días una sorpresiva actualidad en Córdoba gracias al estreno de “Tierra de los Padres”, de Nicolás Prividera, y “Cuentas del alma: confesiones de una guerrillera”, de Mario Bomheker, en los Espacios INCAA de la provincia (la película del director de M se proyectará también desde hoy en el Cineclub Hugo del Carril, ver Agenda). A su modo, cada uno de estos filmes abre un espacio inédito para reflexionar sobre el pasado y el presente argentinos, desde posturas ideológicas diversas: el cine es siempre una invitación viva a pensarnos a nosotros mismos, y ésa disposición ontológica encuentra aquí su máxima expresión. Debe haber pocos filmes tan ambiciosos como Tierra de los padres. No porque pretenda abarcar 200 años de historia argentina, algo que está fuera de su alcance (y de sus intensiones), sino porque es el primero que intenta hacerse cargo de ése aniversario, de interrogar directamente al pasado para espejarlo en el presente, donde las viejas antinomias vuelven a resonar con fuerza: Prividera interpela a los padres fundadores de la patria para encontrar regularidades, buscar tensiones, clarificar tradiciones e ideas que ayuden a entender los resultados de la historia. Su método es dialéctico y democrático, ya que si bien Prividera tiene una postura precisa (que se explicita desde el inicio, entre otras cosas por un texto que afirma que la historia “puede leerse desde la perspectiva de los vencidos”), evita imponer una visión unívoca al relato. Una posición que se traslada a la puesta en escena, mínima, rigurosa y virtuosa: intérpretes de todas las edades (escritores, cineastas, estudiantes, actores, artistas) leerán aquí 47 fragmentos de textos centrales de la historia política argentina, en la tumba de sus autores, ubicadas en el emblemático cementerio de La Recoleta (aquella “ciudad dentro de la ciudad”), símbolo máximo de la aristocracia argentina. Serán textos de todas las épocas e ideologías, y al modo del montaje ideológico de Eisenstein, el director irá contraponiendo las lecturas en una operación dialéctica cuya resolución no está dictada de antemano, sino que queda a cargo del espectador. El efecto, en todo caso, será siempre esclarecedor, pues la búsqueda de Prividera no es absoluta (el director no pretende abarcar todo, incluso hay ausencias notables como la de Perón), sino que trata de mentar ideas precisas: asistimos así a una historia de la violencia política Argentina, o con más precisión de los discursos que sustentaron la lucha de clases durante todas las épocas (y que justificaron las mayores matanzas de nuestra historia). Se podrá contraponer así la íntima brutalidad de ciertas ideas de Sarmiento con la lucidez atemporal de Alberdi, el fascismo congénito de la oligarquía argentina (en textos de Mitre, Rosas, Lugones, Carlés o Roca, entre otros) con la conmovedora claridad de ciertos pensadores progresistas (Mansilla, Walsh, Evita). Se podrá vislumbrar (y comparar) también la retórica de cada clase, la poesía que acompaña las proclamas sangrientas o los textos de resistencia, y por ello habrá momentos cumbres: la clarividencia de Alberdi en la lectura número 26, o la ejemplar Carta a la Junta de Walsh (casi al final, en la lectura 42), que sigue estremeciendo aún en nuestros días. Pero Prividera no se limita a filmar a estos muertos aún vivos en nuestro presente, sino que también registra la vida en el cementerio, sobre todo el trabajo de los obreros que lo mantienen, sugiriendo la actualidad de los pensamientos que se escuchan: esos trabajadores de hoy, que mantienen por monedas las tumbas de la oligarquía, fueron los gauchos o inmigrantes de otros tiempos. Un prólogo formidable (un montaje de videos y fotografías de las grandes matanzas de la historia, en blanco y negro, con el himno nacional argentino de fondo) y un final formidable (un plano secuencia aéreo que une a La Recoleta con el otro gran cementerio clandestino: el Río de la Plata) enmarcan conceptualmente las lecturas, y allí se explicita claramente la posición del director. Menos complejo, pero no por ello menos urticante, es el filme del profesor de la UNC Mario Bomheker Cuentas del Alma, que se enfoca sobre un caso paradigmático de la última dictadura militar: el de Miriam P., una ex guerrillera que fue atrapada en los albores del inicio del proceso genocida, y el 24 de marzo de 1976 se arrepintió públicamente de su militancia en el ERP por la TV nacional, en un acuerdo con los militares para salvar su vida. Riguroso y respetuoso, Bomheker despoja a la película de todo agregado innecesario (apenas una introducción de su voz en off, algún mínimo material de archivo, y un elegante plano del camino hacia la casa de la protagonista) para quedarse con lo esencial: el testimonio de Miriam, quien vive en Israel hace por lo menos 20 años. No se trata de un testimonio reconfortante, pues Miriam revisa críticamente su militancia en el ERP, al que llegó casi de casualidad, es decir por necesidad de pertenencia social, mas no por una posición ideológica o un desa-rrollo de sus concepciones políticas, según aclara. Más allá de los bemoles del testimonio (que sin dudas tiene una dignidad y un valor intrínseco), hay un momento central del filme donde Miriam cataliza el debate iniciado por Oscar del Barco con el libro “No matarás”: confiesa que pudo sobrevivir a su odisea porque nunca delató ni mató a nadie. Aquí está el valor mayor del filme, que abre horizontes pasa tratar un tema considerado muchas veces tabú por los movimientos de izquierda, pero que precisamente constituye el gran debate que aún nos tenemos que dar. Por Martín Iparraguirre
Una fábula socialista Agosto será un mes de cine político en Córdoba. Al estreno de “Tierra de los Padres” y “Cuentas del Alma”, la próxima semana le seguirá la reposición de uno de los mejores filmes que haya dado el siglo que transitamos: “Figuras de la guerra”, de Sylvain George. Pero vale la pena anticiparnos a las novedades con el comentario de otra película que aún no ha llegado a nuestras salas (aunque está anunciada para las próximas semanas), destinada también a ubicarse entre lo mejor del año, ejemplo magnífico de la amplitud y vitalidad que puede tener esa categoría que mentamos al inicio de la nota: hablo de “El Puerto”, último opus de Aki Kaurismäki, acaso uno de los filmes más lúdicos y explícitamente políticos del director finlandés, un verdadero autor cinematográfico en el sentido clásico -y político- del término. Ocurre que a menudo se asocia el “cine político” (categoría que, reiteramos, es redundante porque todo cine lo es, ya que todo filme posee una visión del mundo, y del propio cine) con una estética realista, derivada de una búsqueda testimonial o de denuncia, lo contrario de lo que suele suceder en los filmes de Kaurismäki. El finlandés ha sabido construir un universo absolutamente propio, que aún con las múltiples referencias cinéfilas que contiene es siempre personalísimo, tanto que nos basta ver un par de planos de sus películas para identificar su autoría. Aquí, en su primera incursión fuera de Finlandia, Kaurismäki realiza además una apuesta doblemente desafiante: compone una fábula de tintes socialistas, que contiene una insólita cuota de optimismo para sus cánones cinematográficos, y al mismo tiempo aborda un tema tan acuciante y presente en Europa como es la inmigración ilegal, aunque sin banalizarlo. El resultado es Kaurismäki puro, un filme capaz de ofrecer una implacable lectura del mundo sin renunciar por ello a la esperanza, el humor o la belleza, o mejor a la simple posibilidad de soñar con otro estado de cosas posible. Los tres planos iniciales del filme sintetizan un estilo narrativo: lo primero serán los sonidos de una estación de trenes, pero el fundido a negro dará lugar a un plano medio de nuestro protagonista, un limpiabotas llamado Marcel Marx (André Wilms, que interpreta al mismo personaje de “La vida bohemia”), que acompañado por un inmigrante oriental mantiene su mirada fija en el piso. Le seguirá un plano de los pies de los transeúntes, que bastará para sugerir el anacronismo y la situación social de Marx: nadie usa ya zapatos, el oficio del lustrabotas pertenece a otro tiempo histórico (algo que enfatiza el tercer plano, que enfoca sus elementos de trabajo). La cámara volverá a Marcel, que sigue mirando al suelo hasta que aparece un cliente potencial, también un personaje de otro tiempo pues semeja un mafioso de cine clásico (que, efectivamente será asesinado poco después en fuera de campo). “Vámonos antes de que nos culpen a nosotros”, dirá Marcel y ése prólogo, que pertenece a otro filme, bastará para explicitar una lectura del mundo, las condiciones de una existencia. Como apunta Marcos Rodríguez en “El Amante”, ese corto policial conseguirá dejar sentada también una posición política y ética: Kaurismäki elige contar las vidas de aquellos que están en los márgenes, que apenas figurarían como extras en una película de género. Por eso, El Puerto será otra cosa, acaso una lúdica impugnación de ese estado del mundo, o una fábula sobre cómo la solidaridad de clase puede enfrentar las injusticias del sistema. Ocurre que Marx dará con un niño inmigrante de África, que escapó de una redada y quiere llegar a Londres: pese a su precaria situación económica, y a que tiene a su esposa internada, Marcel no dudará en albergar al joven y ayudarlo en su odisea. Lo acompañará su pequeña comunidad de vecinos (aunque nunca faltará un delator, el emblemático Jean-Pierre Léaud) y hasta el propio comisario a cargo del caso tendrá algunos gestos amistosos, aunque quizás oculte otras intensiones. Auténticamente popular y formalmente refinado, la lucidez política del filme podría pasar desapercibida por ese supuesto romanticismo social, aunque en realidad Kaurismäki mantiene su mirada crítica e inclemente del mundo. Véase si no el tratamiento que le dan los medios a la noticia: “¿Armado? ¿Será de Al Qaeda?” Titula un diario al informar del escape del joven; poco después, se mostrarán imágenes reales de los noticieros sobre las revueltas en Calais, cruce central para la inmigración africana (y objeto del documental de George citado al inicio). Si bien los poderosos quedarán fuera de campo, las consecuencias de sus acciones estarán siempre presentes, así como también los efectos de la injusta distribución del dinero (que cobrará un protagonismo inusitado en el filme). La estética pop de Kaurismäki, con esos colores vivos y esa fotografía que cruza ráfagas de luz en el plano para emular al cine clásico, servirá para acentuar también el carácter artificial de la fábula. Hasta el típico humor absurdo del director se encuentra atravesado por la situación de clase y se vuelve más negro aún: “Sólo cabe esperar un milagro”, le anuncia el médico a la mujer de Marx: “No en mi barrio”, le contesta Kati Outinen. Sólo el legendario pesimismo del director finlandés se encuentra dosificado, pero en este caso por una legítima y necesaria fe en la solidaridad de clase y en el humanismo intrínseco de los desplazados. Por Martín Iparraguirre
Espejos del pasado El cine explícitamente político (vale decir, aquél que hace de la política su centro, pues como sabemos todo cine es político) adquiere por estos días una sorpresiva actualidad en Córdoba gracias al estreno de “Tierra de los Padres”, de Nicolás Prividera, y “Cuentas del alma: confesiones de una guerrillera”, de Mario Bomheker, en los Espacios INCAA de la provincia (la película del director de M se proyectará también desde hoy en el Cineclub Hugo del Carril, ver Agenda). A su modo, cada uno de estos filmes abre un espacio inédito para reflexionar sobre el pasado y el presente argentinos, desde posturas ideológicas diversas: el cine es siempre una invitación viva a pensarnos a nosotros mismos, y ésa disposición ontológica encuentra aquí su máxima expresión. Debe haber pocos filmes tan ambiciosos como Tierra de los padres. No porque pretenda abarcar 200 años de historia argentina, algo que está fuera de su alcance (y de sus intensiones), sino porque es el primero que intenta hacerse cargo de ése aniversario, de interrogar directamente al pasado para espejarlo en el presente, donde las viejas antinomias vuelven a resonar con fuerza: Prividera interpela a los padres fundadores de la patria para encontrar regularidades, buscar tensiones, clarificar tradiciones e ideas que ayuden a entender los resultados de la historia. Su método es dialéctico y democrático, ya que si bien Prividera tiene una postura precisa (que se explicita desde el inicio, entre otras cosas por un texto que afirma que la historia “puede leerse desde la perspectiva de los vencidos”), evita imponer una visión unívoca al relato. Una posición que se traslada a la puesta en escena, mínima, rigurosa y virtuosa: intérpretes de todas las edades (escritores, cineastas, estudiantes, actores, artistas) leerán aquí 47 fragmentos de textos centrales de la historia política argentina, en la tumba de sus autores, ubicadas en el emblemático cementerio de La Recoleta (aquella “ciudad dentro de la ciudad”), símbolo máximo de la aristocracia argentina. Serán textos de todas las épocas e ideologías, y al modo del montaje ideológico de Eisenstein, el director irá contraponiendo las lecturas en una operación dialéctica cuya resolución no está dictada de antemano, sino que queda a cargo del espectador. El efecto, en todo caso, será siempre esclarecedor, pues la búsqueda de Prividera no es absoluta (el director no pretende abarcar todo, incluso hay ausencias notables como la de Perón), sino que trata de mentar ideas precisas: asistimos así a una historia de la violencia política Argentina, o con más precisión de los discursos que sustentaron la lucha de clases durante todas las épocas (y que justificaron las mayores matanzas de nuestra historia). Se podrá contraponer así la íntima brutalidad de ciertas ideas de Sarmiento con la lucidez atemporal de Alberdi, el fascismo congénito de la oligarquía argentina (en textos de Mitre, Rosas, Lugones, Carlés o Roca, entre otros) con la conmovedora claridad de ciertos pensadores progresistas (Mansilla, Walsh, Evita). Se podrá vislumbrar (y comparar) también la retórica de cada clase, la poesía que acompaña las proclamas sangrientas o los textos de resistencia, y por ello habrá momentos cumbres: la clarividencia de Alberdi en la lectura número 26, o la ejemplar Carta a la Junta de Walsh (casi al final, en la lectura 42), que sigue estremeciendo aún en nuestros días. Pero Prividera no se limita a filmar a estos muertos aún vivos en nuestro presente, sino que también registra la vida en el cementerio, sobre todo el trabajo de los obreros que lo mantienen, sugiriendo la actualidad de los pensamientos que se escuchan: esos trabajadores de hoy, que mantienen por monedas las tumbas de la oligarquía, fueron los gauchos o inmigrantes de otros tiempos. Un prólogo formidable (un montaje de videos y fotografías de las grandes matanzas de la historia, en blanco y negro, con el himno nacional argentino de fondo) y un final formidable (un plano secuencia aéreo que une a La Recoleta con el otro gran cementerio clandestino: el Río de la Plata) enmarcan conceptualmente las lecturas, y allí se explicita claramente la posición del director. Menos complejo, pero no por ello menos urticante, es el filme del profesor de la UNC Mario Bomheker Cuentas del Alma, que se enfoca sobre un caso paradigmático de la última dictadura militar: el de Miriam P., una ex guerrillera que fue atrapada en los albores del inicio del proceso genocida, y el 24 de marzo de 1976 se arrepintió públicamente de su militancia en el ERP por la TV nacional, en un acuerdo con los militares para salvar su vida. Riguroso y respetuoso, Bomheker despoja a la película de todo agregado innecesario (apenas una introducción de su voz en off, algún mínimo material de archivo, y un elegante plano del camino hacia la casa de la protagonista) para quedarse con lo esencial: el testimonio de Miriam, quien vive en Israel hace por lo menos 20 años. No se trata de un testimonio reconfortante, pues Miriam revisa críticamente su militancia en el ERP, al que llegó casi de casualidad, es decir por necesidad de pertenencia social, mas no por una posición ideológica o un desa-rrollo de sus concepciones políticas, según aclara. Más allá de los bemoles del testimonio (que sin dudas tiene una dignidad y un valor intrínseco), hay un momento central del filme donde Miriam cataliza el debate iniciado por Oscar del Barco con el libro “No matarás”: confiesa que pudo sobrevivir a su odisea porque nunca delató ni mató a nadie. Aquí está el valor mayor del filme, que abre horizontes pasa tratar un tema considerado muchas veces tabú por los movimientos de izquierda, pero que precisamente constituye el gran debate que aún nos tenemos que dar. Por Martín Iparraguirre
El Artificio lúcido Habíamos anticipado ya la semana pasada el reestreno de uno de los mejores filmes que ha dado el siglo que transitamos: “Que descansen en la revuelta: Figuras de la guerra”, de Sylvain George, se podrá ver de hoy al domingo en el Cineclub Municipal Hugo del Carril (ya fue estrenado este mismo año por el Teatro Córdoba), un programa magnífico no sólo para pensar el mundo en que vivimos, sino también el cine y su destino intrínsecamente político. Documental de denuncia al mismo tiempo que ensayo poético y elegíaco, Figuras de la guerra es una obra que desafía todos los cánones conceptuales que suelen encuadrar a estos filmes, tanto políticos como estéticos, pues registra una batalla sorda por la supervivencia en el centro del primer mundo de una manera subversiva: aquí, la política está en la forma y no sólo en el contenido. No se trata meramente de testimoniar la lucha de los cientos de inmigrantes ilegales que intentan cruzar el puerto de Calais, al norte de Francia, paso central del Canal de la Mancha para llegar a Inglaterra y especie de limbo dividido entre el hambre y la violencia legal ejercida por un Estado fascista; sino que George va más allá al revolucionar las formas de este subgénero y componer un filme por momentos alucinatorio, que no pareciera transcurrir en esta tierra: una película de “ciencia ficción” en palabras del crítico Fernando Pujato (que incluye a la secuela Les Éclats: ma gueule, ma révolte, mon nom, traducida como Los fragmentos: mi boca, mi revuelta, mi nombre). Ejercicio sofisticado de experimentación estética, tanto Figuras de la guerra como Les Éclats proponen un extrañamiento de nuestra percepción del mundo, decisión sumamente coherente pues se trata de mostrar de otro modo aquello que es condenado por las imágenes que circulan en los medios de comunicación, legisladores secretos de nuestra percepción del entorno. Como filósofo y activista social que es, George entiende que la dislocación política de un imaginario estigmatizador depende del modo en que se nos presenten las imágenes, y esta nueva ventana que nos abre al mundo es por tanto directa pero fragmentaria, poética al mismo tiempo que cruda, conmocionante pero de una belleza radical, testimonial y abstracta: el director apela a un abanico de posibilidades para (re)presentar el mundo de una nueva forma, que se ajuste a las condiciones de vida de sus protagonistas. Porque lo central en la película, rodada durante casi cuatro años en los márgenes de Calais, es que está filmada desde el punto de vista de los desplazados, desde la más profunda intimidad con ésos seres a la deriva, destinados a enfrentar a diario una guerra silenciosa, un Estado retrógrado que los tratará como animales o terroristas. Sin ninguna voz en off que articule el relato, apenas con alguna cita inicial (de textos como Para una crítica de la violencia, de Walter Benjamín) que abre sus capítulos, Figuras de la guerra va directamente al hueso, aunque las primeras imágenes puedan indicar lo contrario: el plano inicial mostrará, en un blanco y negro granulado, un alambre de púas; le seguirán planos generales de montañas aparentemente rodados también en 16 mm., intercalados a veces por exposiciones directas al sol o alguna fuente de luz (una secuencia que tal vez refiera a los caminos transitados por los inmigrantes o sus antepasados). Pronto aparecerán nuestros protagonistas (siempre en blanco y negro, pero sin granulado), un grupo de jóvenes africanos que serán perseguidos por fuerzas policiales en una plaza pública: de allí en más, George no se despegará de los inmigrantes, conviviendo con diferentes grupos en su más íntima cotidianeidad, registrando sus vidas a la intemperie, sus estrategias de supervivencia, sus anhelos, pesares y sus discretas ilusiones. Habrá algunos momentos centrales: el principal, cuando filma el modo en que estos hombres se queman y desfiguran los dedos para borrar sus huellas digitales y eludir así una posible identificación de la aduana. Pero otro tanto ocurrirá en el capítulo final, cuando George registre la resistencia pública de un grupo de inmigrantes afganos, desplazados por una guerra desmedida en la que participan Francia e Inglaterra, e instalados en un asentamiento apodado “La Jungla”: la organización colectiva logrará atraer a los medios, pero así y todo los enviados de Nicolas Sarkozy no dudarán en aplicar una represión brutal y destruir el campamento. Otro punto de alta intensidad ocurrirá cuando George acompañe los intentos de los inmigrantes por cruzar el llamado Eurotúnel, sea escondiéndose en la base de un camión de transporte, sea saltando los alambrados del puerto. Rodado en un blanco y negro fuertemente contrastado, que llega a desdibujar las líneas de los rostros y los cuerpos para componer fantasmas (políticos), Figuras de la guerra hace de la realidad una abstracción: la apuesta es por un fuerte artificio que sea capaz de abrir nuevas lecturas del mundo. Y por eso es significativo el uso que hace de la belleza: hermosos planos del mar, la luz, los animales o la naturaleza se intercalan con el registro de las víctimas, en un montaje dialéctico que expresa las contradicciones vivas del sistema. Otras veces, la lectura estará dada por el mismo plano, capaz de unir en un encuadre a los fastuosos cruceros franceses con los inmigrantes durmiendo en las calles del puerto. Lo notable es que con estos procedimientos la película alcanzará un nuevo grado de verosimilitud, en el que toda impostura quedará eliminada, y el resultado será un testimonio implacable de la batalla del hombre por el derecho a la vida. Por Martín Iparraguirre