Esos malditos vampiros
Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros (Abraham Lincoln: vampire hunter, 2012) funciona la primera hora de película, cuando plantea una historia clásica de venganza. Luego el relato se volverá pretensioso e insostenible. Con el acento puesto en la espectacularidad de las escenas de acción, los escenarios digitales y los asombrosos efectos especiales, el film queda vacío de contenido, aún cuando intenta remarcarlo con su histórico personaje.
Al ser niño, Abraham Lincoln sufre el asesinato de su madre a manos del capataz que explota a todo el pueblo. Resulta que el tipo es un vampiro y Abraham (Benjamin Walker), para vengarse, deberá aprender las técnicas del “mata vampiros”. Su arma preferida es un hacha y así alterna su doble vida de político con la de asesino de criaturas de la noche. Mientras se trata de una historia de venganza la película es hasta entretenida, pero luego con Lincoln ya presidente, el paralelo entre los vampiros y la Guerra de Secesión es más que evidente y la idea de “limpiar el país del mal” se torna confusa, reaccionaria y ridícula.
El best seller de Seth Grahame-Smith en el que se basa la película recurre a una descripción exhaustiva de protagonistas y vampiros. O al menos así queda evidente en el film que toca de refilón la dicotomía “vampiros-chupa sangre” en referencia a los señores burgueses que explotan/esclavizan a sus empleados, y sobre todo a los negros, aquellos por los cuales el protagonista estará dispuesto a dar la vida. Una película con semejante título debería tomarse el trabajo de explicar tal conexión entre el dieciseisavo presidente de los Estados Unidos y los vampiros a los que mata sin pudor.
El film dirigido por Timur Bekmambetov, responsable de la insoportable Se Busca (Wanted, 2008), y producido por Tim Burton –que desde El planeta de los simios quedó condenado a realizar bodrios para la Fox- parece importarle muy poco el desarrollo narrativo de los personajes: sabemos más de Lincoln por historia que por construcción cinematográfica. Mientras que las alegorías vampíricas son obnubiladas por el despliegue visual de la película.
Y es en esa parafernalia de efectos y acrobacias que Abraham Lincoln: Cazador de Vampiros levanta vuelo y hasta entretiene un poco. No deja de ser divertido ver al presidente de EE.UU. que abolió la esclavitud desplazarse a los hachazos limpios frente a una multitud de vampiros, cual Neo en la Matrix. Ahora, si ése era el propósito, la película debería haber conservado el tono irrisorio de la historia y no tornarse demasiado seria sobre la segunda mitad.
Toda la explicación sobre “el mal que enfrenta Lincoln presidente” es ridícula, innecesaria y superflua, dejando al film al borde de la parodia. Las frases “La historia recuerda más a las leyendas que a los hombres” o “La historia recuerda las batallas y no la sangre” pronunciadas en el comienzo de la película, se retoman con Lincoln presidente para reponer valores y objetivos patrióticos allí donde no eran necesarios.
Tal vez -y esto es más un anhelo que una realidad- Tim Burton esté produciendo hoy las películas Clase B (que tanto adora) del futuro. Ésas películas imposibles que sólo el tiempo enseña a quererlas.