Un festín de sangre digital
El director kazajo imagina la Guerra de Secesión como una batalla entre humanos y chupasangres por el control de la parte norte del continente americano. La deformación histórica y el chauvinismo explícito están a tono con la falta de sutileza para transmitirlo.
Explicitada en trailers y sinopsis, la idea de imaginar a Abraham Lincoln cazando vampiros y a la Guerra de Secesión como una batalla entre humanos y chupasangres por el control de la parte norte del continente configura un muestrario más que fiel sobre adónde van –o pretenden ir– el director kazajo Timur Bekmambetov (Se busca) y el guionista Seth Grahame-Smith. Esto es, a una suerte de ucronía de la Gran Historia americana. Una Historia edificada a partir de apropiaciones de elementos ya concebidos, para luego simplificarlos y/o deformarlos a imagen y semejanza del target adolescente al que el bombardeo de marketing tras bambalinas apunta. Allí estarán, entonces, las piruetas en ralenti alla John Woo –eso sí, digitales– salpicadas con hectolitros de esa sangre artificial –eso sí, digital– tan típica del fenómeno post-300. Lástima que por allí también estén los machacones ideológicos trazados con el mismo fibrón grueso de Michael Bay.
Basada en la segunda novela del propio Grahame-Smith (de lectura “divertida y escapista”, según el crítico de la Rolling Stone Peter Travers), Abraham Lincoln: cazador de vampiros comienza con el joven futuro presidente observando cómo Jack Barts (Marton Csokas) mordisquea las muñecas de su madre, situación más que suficiente para que el primogénito jure vengar su muerte. Ya adulto, se asociará con un coach hemoglobínico en vías de recuperación (Dominic Cooper, o el padre de Iron Man en Capitán América), quien lo envía a Nueva Orleans a la espera de órdenes para empezar la cacería. Ordenes que llegan mientras trabaja en una botica, estudia abogacía, flirtea con la pareja de un político y su posición pro-abolicionista de la esclavitud –el mejor amigo y mano derecha del protagonista es, claro, un negro– lo van empujando progresivamente a la política. ¿Establecer prioridades? No, qué va, mejor alternar la diplomacia con los hachazos limpios que es más divertido.
La escalada de violencia aumenta al ritmo de las arrugas del Abe ficcional (Benjamin Walker). Violencia que se retrata a través de la ya mencionada estilización audiovisual, utilizando al 3D como mero chiche habilitante para el arrojo de sangre o demás elementos a la pantalla. Pero lo que generalmente denota pereza en el trabajo visual, a Bekmambetov le sirve para plantar bandera en medio de la poco favorable coyuntura vampírica. Aquí se deja bien lejos la pesadumbre eterna de los buenudos estilo Cris Morena de la saga Crepúsculo: si allí se sufre por la irreversibilidad de los costos humanos de la alimentación y, ay, la idea de placer es indisociable de la culpa, acá se chupan cuellos y muñecas por hambre, pero también como forma de defensa, de autogeneración de placer (ver la cara de Barts en la acción inicial) e incluso de dañar a un tercero, tal como le ocurre al socio converso de Abe, en una de las tantos quiebres argumentales predecibles.
Lo que no es tan predecible es la llegada de un invitado indeseable al festín de sangre. La deformación histórica llega al punto máximo cuando se revisita la Guerra Civil, dando pie a la fantasmagórica presencia del director de Transformers. Y con él llega, claro, el final de fiesta. Al igual que en las películas robóticas, el problema no está en su mensaje patriotero y chauvinista o el posicionamiento de la cultura anglosajona y blanca tradicionalista como la salvación del universo. La cuestión es la obviedad y la falta de sutileza al momento de transmitirlo, que genera una cerrazón ideológica cuya consecuencia principal es la imposibilidad de contraponer la mirada del espectador con la preconcebida en la pantalla. Esos factores convierten a Abraham Lincoln: cazador de vampiros en una película de mirada obtusa que se vanagloria en la sangre de los norteamericanos. Literalmente.