Ni siquiera sangre o colmillos
En un nuevo cruce de personajes históricos con elementos propios de la galaxia Hollywood actual, el film no encuentra ni busca el rumbo. No tiene ni un villano digno.
Se veía venir y se produjo al poco tiempo. Si Sherlock Holmes, según la óptica del cine para adolescentes, es un aventurero que resuelve los dilemas en luchas cuerpo a cuerpo, y Edgar Allan Poe, en la más cercana El cuervo, se convertía en un personaje lejos de la literatura, no debe sorprender que Abraham Lincoln encarne a una especie de Van Helsing en estado catatónico. Nada impide que en el mundo cinematográfico mainstream, en la galaxia preconcebida y precocinada del Hollywood de estos días, se sucedan tales historias “originales” donde se cruzan nombres canónicos de la literatura y la política de los Estados Unidos con una estética proveniente de un videojuego. Menos aun que un discreto realizador (o “cocinero”) de origen ruso como Timur Bekmambetov exponga una historia donde sólo interesen las escenas de acción al estilo Matrix y una trama que parece escrita por algún iniciado en la cátedra de guión. Las dudas surgen cuando se descubre a Tim Burton en la producción, ya acomodado en el cine industrial con sus últimos títulos, menos originales que aquellos que hiciera en el siglo pasado. Sorprende su nueva faceta pero tampoco es para alarmarse: acaso el destino de Burton de ahora en más sea el de invertir dinero para formar replicantes de aquella original puesta en escena que representaban sus mejores films.
El problema es que Bekmambetov sólo es un reflejo de aquel gran Burton, peor aun, aggiornado al modelo de cine de entretenimiento de estos días. Sorprende, y de sobremanera, que en Abraham Lincoln: cazador de vampiros no pueda construirse un personaje medianamente interesante ni tampoco un momento de tensión que vaya más allá de las reiteradas peleas entre dos bandos opuestos que, acuerdo a la débil concepción, parecen unos reflejos de otros. La excusa argumental es débil y sólo actúa como disparador: un joven Lincoln se convierte en un exterminador de chupasangres debido a su afán de venganza y justicia por la muerte de su madre. De allí en más, junto a un par de colaboradores (uno negro, por aquello que vendrá más adelante) saldrá a la caza de vampiros. Y acá está otro de los problemas de la película: la ausencia de un villano seductor, un sujeto siniestro que seduzca al espectador, un personaje que debido a su maldad transmita cierta complicidad de manera sutil.
Como también era de esperar, la última parte se refugia en la actividad política de Lincoln y en sus prédicas pacifistas y democráticas previas al viaje final camino al teatro y a la función donde será asesinado. Es el único momento emotivo donde no se observa a ningún ridículo vampiro cerca del personaje.
Tal como viene la mano no deberían sorprender otros futuros y extraños cruces en esta clase de cintas. Van un par de posibles títulos: Thomas Jefferson y las noches de luna llena y James Monroe y la maldición de Frankenstein. No parece imposible.