La ciudad desnuda
Hay una cosa que le juega a favor a Martín Piroyansky: no tiene ninguna intención de refugiarse en una idea de profesionalismo. Abril en Nueva York rechaza de manera rotunda el plan de hacer una película como un producto limpio, sin aristas, un objeto lustroso para exhibir en una repisa y observar de lejos, con la veneración resignada que se les debe a los hijos predilectos de la industria del cine. El director hace una comedia romántica pero prefiere demorarse en los baches, las costuras, los traspiés, el doble fondo que late detrás de escena y amenaza con derribar la película. Es decir, hacer una comedia como si se ignoraran sus rudimentos, sus trucos, la parábola que constituye el requisito indispensable del género. Piroyansky, tal vez, se ve como un buen salvaje que encuentra cosas en su camino y esgrime ante ellas la cámara, no para despejar el terreno sino para intentar el registro tembloroso de lo que de casualidad le sale al su paso. La génesis de la película, de todas modos, aparenta haber sido algo parecido a eso. Piroyansky estaba en Nueva York por algún asunto relacionado con su trabajo de actor, se encontró con esta pareja real, conformada por la actriz Carla Quevedo y el músico de rock Abril Sosa (al parecer no en muy buenos términos), y decidió filmarla a ver qué pasaba con eso. El resultado es, ni más ni menos, Abril en Nueva York. La película no calcula, ni siquiera cuando exhibe, como un parpadeo o un desliz, la trama de su construcción: cansada de mantener a su novio que no trabaja, Valeria se consigue un festejante americano y cuando están sentados en un banco del Central Park mirando la noche le dice que parece un cliché. Él le dice que sí, que efectivamente lo es. Piroyansky despacha así la cuestión de la comedia romántica en cuestión de segundos y se dedica a lo que más le gusta hacer. Filma entonces las peleas, el tedio, los breves momentos de iluminación –como cuando él en una salida basurea a sus amigos argentinos en la cara y, ya de vuelta en el departamento, se ponen a cantar a dúo una letra inventada: un momento muy lindo, por cierto– y también, por supuesto, como un marco ominoso, el derrumbe.
En realidad, si hay algo que atraviesa la película es la sensación de catástrofe: sentimental, laboral, personal. Todo el tiempo hay una corriente eléctrica que parece operar entre el desvarío alcohólico de Pablo y la fragilidad de ella, como si en cada escena se estableciera una guerra por la supervivencia. El director no ofrece respuestas sobre un posible ganador, pero cada vez que el relato parece encontrar alguna forma de remanso de la mano del “género comedia romántica” la película se sacude con algún detalle sórdido, como si Piroyansky saboreara cada instante en que el espectador cree encontrar algo familiar para dar un zarpazo y mostrar, otra vez, los signos del hundimiento de la pareja. A veces le sale bien y otras no. Los actores están muy bien, las escenas de amor son respetables; los diálogos cortados son verosímiles y la ciudad ofrece un fondo que el director sabe explotar con un desapego que no desentonaría en una película “independiente” a la americana. Pero Piroyansky, curiosamente, parece demasiado seguro de sí, demasiado inclinado hacia su lado de explorador impiadoso, que observa esos cuerpos temblar y se arroja con sus primeros planos incansables sobre los actores, para sacar a la luz cada miligramo de dolor y musicalizarlo con una canción indie. ¿El resultado? Una película despareja, ciertamente intrigante, que al final se encauza inesperadamente hacia la ñoñería como si quisiera halagar el gusto medio del espectador cuando debería arriesgar mucho más.