Para su primer largometraje como director, Martín Piroyansky se atrevió con un género que, bien realizado, fluye con una naturalidad y una sencillez que en realidad ocultan un complejo trabajo de guión y la hazaña de conseguir la impredecible química entre sus protagonistas.
Abril en Nueva York es una comedia romántica que en ciertos pasajes logra justamente eso. El film tropieza cuando se aleja del elemento humorístico de la fórmula, recae en tópicos muy transitados y algo de la frescura inicial se diluye. Pero no se pierde, porque aun en esos momentos el director y guionista nos hace saber que domina por completo su material.
"Soy un cliché", dirá Ben, el tercero que genera algo de discordia en la relación entre Pablo (Abril Sosa) y Valeria (Carla Quevedo), jóvenes artistas argentinos instalados en Nueva York. El guiño a las convenciones de la comedia romántica, que obligan a siempre tener un antagonista que sea todo lo que el protagonista no es, alivia algo la carga del guión, que exagera en su construcción de estos opuestos. Ben es la opción perfecta -demasiado perfecta, claro- para quebrar la pareja que no funciona, mientras que Pablo no podría ser más adorablemente imperfecto. Con pretensiones de bohemia, irresponsable y con una alta valoración de sí mismo sostenida con sus propias fantasías de grandeza, el personaje se acerca demasiado a la caricatura, trampa de la que escapa por poco, en gran medida ayudado por su contraparte femenina. Gracias a la expresiva y bella Quevedo, Valeria resulta un personaje complejo, interesante, contradictorio, pero siempre coherente con el planteo del film.
Sostenido por diálogos entre graciosos, absurdos e incómodos, Piroyansky demuestra tener un buen pulso para encontrar y desarrollar la insoportable y excitante tensión de los momentos esenciales de las relaciones amorosas. Esos que van de la ilusión del primer beso a la desolación de la última pelea.