En la TV y el cine, la voz de Céline Dion suele representar la confirmación sonora de un gran amor representado en pantalla. De Titanic a La bella y la bestia -y también en los muchos films y programas que utilizaron las canciones de la artista canadiense de modo irónico-, la poderosa garganta de Dion es sinónimo de emociones desbordantes, de romances casi imposibles pero inevitables, de amores eternos y corazones rotos en proceso de reparación. El lugar de privilegio que tienen la cantante y los temas que interpreta en la cultura popular global ofician de catalizador para la trama de la comedia romántica Amor a primer mensaje. Basada en una novela de 2009 escrita por la autora alemana Sofie Cramer que en 2016 fue llevada adaptada al cine con el título de Un SMS para ti, la nueva película transforma a Dion en la celestina que Rob (Sam Heughan) y Mira (Priyanka Chopra Jonas) no sabían que estaban esperando. Interpretándose a sí misma, la cantante -sin ser una gran actriz- aporta frescura y novedad a una trama que utiliza todos los clichés de la caja de herramientas de la comedia romántica y aún así logra salir mejor parada del ejercicio que muchas otras películas de su tipo. Si muchos creen que el mayor problema de la comedia romántica en estos tiempos de redes sociales, aplicaciones de citas y búsquedas de Google es sostener con una mínima lógica o coherencia “el impedimento” -ese elemento fundamental del género que hace que la relación entre los protagonistas resulte emocionante para el público hasta el punto de de llevarlo a suspender por un rato su cinismo- Amor a primer mensaje aprovecha esa complicación a su favor. Los personajes centrales, la escritora e ilustradora de libros infantiles Mira y el periodista de música Rob se conocen gracias a las nuevas tecnologías. Ella, en duelo por la trágica muerte de su novio, decide escribirle mensajes de texto con la esperanza de volcar allí toda su melancolía y anhelo. Él se entera por Instagram que la mujer que lo dejó en el altar ya tiene una nueva pareja, una noticia que lo tiene bastante distraído en su trabajo. Así lo entiende su jefe, que le asigna un perfil sobre Dion junto con un nuevo celular laboral para controlarlo. Pero ocurre todo lo contrario. Resulta que el nuevo teléfono de Rob tiene el número del fallecido novio de Mira y los mensajes dulces, poéticos y emotivos que recibe lo fascinan como ninguna otra cosa en su vida. Incluida la diva de la canción canadiense, a la que le confiesa su peculiar enamoramiento con alguien a quien no conoce. Con un elenco secundario que cumple con todas las reglas del género y ciertos momentos de genuina comedia que no vale la pena adelantar, la película funciona en gran medida gracias a las interpretaciones de sus protagonistas, que logran convencer de su potencial como pareja incluso cuando el guion exagera con diálogos demasiado melosos y cursis que suenan mucho más convincentes en una canción. Especialmente si la canta Céline Dion.
Hacia la mitad final de la película, el superhéroe de turno le grita a su antagonista: “¡Te engañé, Khaleesi!”. La referencia a Game of Thrones es uno de los muchos guiños a la cultura popular actual que aparecen en las más de dos horas del film. Y a esa altura de la trama el espectador puede empezar a preguntarse si será el último. Alerta de spoiler: no lo es. Ni por asomo. De hecho, prácticamente cada escena de esta secuela de ¡Shazam!, uno de los menos conocidos integrantes del universo de superhéroes de DC, contiene menciones a otros personajes de ese mundo pero también incluye retazos más o menos explícitos de la saga de Harry Potter-otra propiedad intelectual de los estudios Warner-, y hasta de otros tanques cinematográficos como Star Wars. La intención de los guionistas es bastante evidente: aunque la trama de la nueva película no sea muy original o coherente, al menos –suponen– está en el mismo registro de esas historias tan exitosas. Pero no es así. La mezcla de personajes conocidos con una muy libre interpretación de la mitología griega resultan en un pastiche que entretiene solo de a ratos. El resto del tiempo aparece el desconcierto y la sensación de que nada de lo que se está viendo tiene demasiado sentido. En el film ¡Shazam!, estrenado en 2019 se contaba la historia del adolescente Billy Batson, un chico abandonado por sus padres que terminaba recalando en un hogar de acogida donde finalmente encontraba a una pareja dispuesta a que formara parte de su familia. El final más o menos feliz se complicaba cuando Billy se cruzaba con un poderoso hechicero que le otorgaba el poder de los dioses. Un regalo que luego él compartía con sus hermanos. El resumen es necesario porque la secuela no se ocupa de explicar cómo es que un grupo de adolescentes tiene la capacidad de transformarse en superhéroes o por qué el fortachón que interpreta Zachary Levi es tan inmaduro o por qué recurre a un pediatra para atenderse. Más allá de las torpes elipsis de la trama –que incluye a Helen Mirren y Lucy Liu como las vengadoras hijas de Atlas en busca de recuperar sus poderes–, uno de los puntos más desconcertantes del guion es la incapacidad o el desinterés por hacer que las dos encarnaciones de Billy tengan al menos un punto de contacto. En su versión de héroe, encarnado por Levi, Billy no para de hablar, de meter la pata y de comportarse como el adolescente más verborrágico que haya existido nunca, mientras que en su estado original, interpretado por el fotogénico Asher Angel, el personaje sea más bien un taciturno joven que carga con más traumas de los que se puedan contar. En el caso de sus hermanos, las transformaciones respetan las características de los personajes más allá de la forma que asuman, uno de los pocos aciertos de la película que, cuando se centra en Freddy (Jack Dylan Grazer), el hermano menor de Billy, gana algo del interés del que carece el resto del cuento.
A las muchas tribulaciones e indignidades que sufre hace años la comedia romántica, esta nueva película -que se presenta como tal- le agrega la de ser una fallida adaptación de una obra de teatro. A medio camino entre su origen teatral y una estructura de sitcom tradicional, Quizás para siempre cuenta con un elenco estelar que hace lo que puede por darle algo de vida a un guion al que es difícil encontrarle el pulso. La primera media hora del relato dirigido por Michael Jacobs se centra en los personajes de Diane Keaton, Richard Gere, Susan Sarandon y William H. Macy, un cuarteto de experimentados actores que encarnan a distintos arquetipos de adultos mayores decepcionados por la vida matrimonial. Sus largos y acartonados diálogos sobre el paso del tiempo, la finitud del amor y las dificultades de la convivencia funcionan solo gracias al oficio de los intérpretes, que parecen haberse divertido mucho encarnando a sus personajes. De las densas disquisiciones sobre el sentido de la vida a ciertas escenas con espíritu de la comedia vodevilesca más rudimentaria, el film no se ocupa de aportarle matices a sus personajes y los que salen más perjudicados son Emma Roberts y Luke Bracey como Michelle y Allen, una pareja de enamorados en crisis. Cuando Michelle organiza su propuesta matrimonial soñada y su novio Allen no reacciona según lo esperado, la trama -lejos de asignarle cierta responsabilidad a la chica por no participar a su pareja de los planes futuros que lo involucran- carga las tintas contra el muchacho y su temor a ese “para siempre” que tan malos resultados le trajo a sus padres. El final feliz que prescribe el género resulta tan vacuo como el resto de la película.
Al comienzo del film, una leyenda advierte que lo que se está a punto de ver es una ficción resultante del poder de imaginación de las mujeres. Una cita derivada de la novela de Miriam Toews en la que se basó la actriz, guionista y directora Sarah Polley para construir su extraordinario relato. Más adelante en la trama del film nominado en las categorías de mejor guion adaptado y mejor película en los premios Oscar se menciona que muchos de los abusos sufridos por los personajes principales fueron descartados e invalidados durante años por sus victimarios por considerarlos producto de su imaginación, según ellos un defecto de la naturaleza femenina. La recuperación del mismo acto de imaginar, de elevar el pensamiento por encima de la opresión del extremismo religioso en el que viven inmersas las mujeres en el centro de la trama, sin voz, voto ni derecho alguno, funciona como el catalizador de una narración que esquiva las respuestas sencillas y los discursos aleccionadores con gracia y contundencia. En su lugar, el film de Polley plantea un escenario en el que hay espacio para la duda, el disenso y los cambios de opinión. Casi un concepto revolucionario cuando se trata de tópicos tan sensibles como los abusos sexuales y las manifestaciones más violentas del patriarcado. El caso real en la que se basó Toewsy que la realizadora canadiense recupera en la película ocurrió en una colonia menonita afincada en Bolivia en la que en 2009 se descubrió que un grupo de hombres llevaba años utilizando un tranquilizante usado en ganadería para dejar inconscientes a las mujeres con el fin de abusar sexualmente de ellas. Y cómo, ante su desconcierto al despertar ensangrentadas y golpeadas, las convencían de que se trataba de la obra del demonio. O de su imaginación. Con semejante material como catalizador, Polley decidió no dar detalles específicos sobre el lugar en el que se desarrolla la trama, ni fijar una ubicación temporal más allá de una referencia indirecta, ya que tanto el escenario como la vestimenta y el peinado de las protagonistas evocan las costumbres de los menonitas. Esa elección de puesta en escena no es casual ni arbitraria sino que contribuye a instalar un sentido de otredad en la narración. Mientras otros autores optan por aplicar herramientas de los géneros como la ciencia ficción y el recurso de la distopía para abordar los derechos de las mujeres, en este caso esa otredad propuesta desde el discurso cinematográfico permite procesar lo que se está contando sin que las emociones le ganen al intelecto. Es exactamente lo que intentan sus personajes en pantalla. Una tarea monumental que la ficción logra hasta las instancias finales del film, cuando la resolución le da rienda suelta a las emociones. En gran medida, la cuidadosa construcción de Polley también permite que los diálogos entre los personajes existan en un presente eterno sin que por eso queden anclados en las particularidades del contexto actual. No se trata de que la historia forme parte o no de una nueva ola feminista ni de los cambios de la cultura en proceso sino de una profunda reflexión sobre la fe, el dolor, la democracia y la naturaleza del perdón. Reunidas en un granero puestas a decidir si, como les exigen sus líderes, perdonarán a sus victimarios, un grupo de mujeres analfabetas se las ingenia para votar qué harán a continuación. Perdonar y seguir adelante como siempre o dejar su hogar. A pesar de que la mayoría de las escenas transcurren en ese mismo escenario, la puesta evita siempre las rigideces de la teatralidad y si lo consigue es gracias a los vivaces personajes, que representan un abanico de reacciones y opiniones tan variadas como las actrices que las encarnan. De la iracunda Salome de Claire Foy a la reactiva Mariche de Jessie Buckley y la reflexiva Ona de Rooney Mara, todas construyen un tapiz extraordinario en el que hasta se da el espacio a pequeñas burbujas de humor, oxígeno a las opresivas imágenes que se muestran (los abusos físicos y emocionales se discuten pero apenas se vislumbran en pantalla). No se necesitan más que retazos de los recuerdos que les arrebataron a los personajes para comprender los efectos de la tragedia de la que fueron víctimas. Y tampoco se precisa de la presencia de los victimarios, a los que solo se ve parcialmente o fuera de foco, como si su amenaza ya empezara a desdibujarse en la mente de las mujeres, concentradas en la odisea de recuperar la esperanza y el preciado tesoro de su imaginación.
El retrato de los cambios culturales contemporáneos suele descolocar al cine, más allá de las buenas intenciones de sus realizadores y el uso eficiente de todas sus herramientas narrativas y artísticas. Hay algo en muchos de los intentos de retratar hechos de la actualidad que hace que sufran de una aparentemente inevitable simplificación de los acontecimientos reales. Es lógico, dado que los sismos que producen nuevos paradigmas sociales suelen contener mucha más complejidad y matices de los que es posible reflejar en un largometraje realizado en medio del proceso de renovación. El hecho de que Ella dijo esquive ese obstáculo y relate con aplomo los detalles de la investigación del diario The New York Times sobre la conducta de Harvey Weinstein, es tal vez uno de los mayores logros de una película que consigue sumarse a la larga tradición de films sobre la labor periodística desde una perspectiva nueva, que le hace justicia a la historia que está relatando. Para recapitular: en 2017, el diario norteamericano publicó un artículo firmado por las periodistas Jodi Kantor y Megan Twohey en el que se daban detalles de los abusos cometidos por Weinstein a través de los años, y el sistema de protección y silencio instalado en la industria del entretenimiento que permitía y avalaba su conducta. Aquella investigación provocó las primeras fisuras de un sistema para subyugar y silenciar a las mujeres que trabajaban en el cine, desde las actrices más reconocidas del mundo hasta las jóvenes asistentes cuyas vidas fueron irremediablemente afectadas por los abusos a los que fueron sometidas. La película dirigida por la realizadora alemana Maria Schrader (Poco ortodoxa), pone la mirada en Kantor (Zoe Kazan), Twohey (Carey Mulligan) y en las primeras víctimas del productor -ahora encarcelado con una condena de 23 años por abusos y violación, y en pleno juicio en Los Ángeles-, que se animaron a contar sus experiencias públicamente interpretadas, entre otras, por Samantha Morton, Jennifer Ehle y Ashley Judd, protagonista real del caso que aquí se encarna a sí misma. Sin salir en lo formal de ciertos convencionalismos de puesta en escena, el film sí aporta una novedad fundamental: a diferencias de otras grandes películas sobre investigaciones periodísticas como Todos los hombres del presidente, En primera plana y The Post: los oscuros secretos del Pentágono, aquí el punto de vista de las investigadoras se alinea con el tema en el que trabajan y su género es un factor determinante en el relato. Que Kantor y Twohey sean dos periodistas femeninas y madres de hijas pequeñas no es un detalle colorido o periférico a la historia, sino su centro. Sin caer en sentimentalismos ni en golpes bajos, el guion construye a dos personajes tan genuinos como empáticos, dos mujeres muy distintas entre sí, valientes -cada una a su modo-, imperfectas y muy conscientes de serlo. Su humanidad y la de las diferentes víctimas y testigos que aparecen en la película resuenan más fuerte por el hecho de que la perspectiva con la que fue realizado el film es una de las consecuencias directas que provocó la investigación reconstruida en la ficción adaptada del libro She Said, escrito por las periodistas. En ese juego de espejos, la guionista Rebecca Lenkiewicz desarrolla un virtuoso hilo que va desde los antecedentes de Twohey escribiendo sobre las denuncias de abuso que pesaban sobre Donald Trump, por entonces candidato a la presidencia de los Estados Unidos, y el modo en que su triunfo catalizó la idea de la investigación del New York Times sobre Weinstein. Otro de los aciertos del film es dejar a su villano siempre fuera de cuadro para transformarlo en una ominosa presencia que, de todos modos, ejerce inmensa influencia sobre los personajes y cuyos modos amedrentadores se sienten -y escuchan- durante todo el relato. La única escena en la que “aparece” el abusador es de espaldas y con la cámara fijada en la mirada expresiva Mulligan, una sinfonía de desprecio y triunfo ante el monstruo intentando dar sus últimos zarpazos. El foco puesto en las vidas tanto profesionales como personales de sus protagonistas se equilibra con las historias íntimas de las víctimas retratadas, sin perder de vista que lo que está en juego en la historia es la opresión, intimidación y abuso sistémico a todo un género, una perversa estructura cultural de la que Weinstein era apenas uno de los emergentes. Si el film logra ese difícil balance es en gran medida gracias a las interpretaciones de todas sus actrices y especialmente las de Kazan y Mulligan, un dúo a la altura de la historia que Ella dijo consigue contar.
"Del éxito hay q tomar un sorbito, hacer un buche y escupirlo, si no, te envenena”, le dice uno de los personajes de Bardo, falsa crónica de unas cuantas verdades, a su protagonista, una suerte de álter ego- con énfasis en la parte del ego-, de Alejandro González Iñárritu, el director mexicano que en su afán de encarnar al imperfecto hijo pródigo de regreso al hogar, realizó una de sus películas más deshonestas, incoherentes y maniqueas. Su reflexión íntima sobre el suceso internacional y la desconcertante sensación de no ser de aquí ni de allá también incluye un intento por resumir el espíritu de su país desde la conquista hasta la actualidad, una tarea titánica que Iñárritu ensaya en un film de dos horas y cuarenta minutos producido por Netflix -estará disponible en la plataforma desde el 16 de diciembre-, en el que las secuencias oníricas y su viejo truco de la cronología narrativa fracturada demuestran las limitaciones de un autor demasiado enamorado de sus propias ideas. Veintidós años después de Amores perros, su última película mexicana y la que le abrió las puertas del mundo y le consiguió la atención de Hollywood -tiene cuatro premios Oscar- el director de El renacido decidió volver al origen a sabiendas de que ese origen ya le era ajeno. Para eso, junto con el guionista argentino Nicolás Giacobone-ganador del premio de la Academia junto a Armando Bo por su trabajo en Birdman-, Iñárritu se creó un avatar en el periodista devenido en documentalista estrella Silverio Gacho (Daniel Giménez Cacho). La excusa argumental para apilar verdades de perogrullo sobre la era de la “posverdad” y superficiales reflexiones sobre la inmigración es el reconocimiento que Silverio está a punto de recibir por parte de una asociación de periodismo internacional, lo que genera un revuelo en México y sus allegados. Entre los festejos y los encontronazos con las personas que dejó atrás allá lejos y hace tiempo cuando decidió emigrar con su esposa Lucía (Griselda Siciliani) y sus pequeños hijos a los Estados Unidos, el personaje también carga en su valija de regreso el duelo siempre latente por un bebe de la pareja que murió a las pocas horas de nacer. La ensoñación del parto en la que el bebé decide que no está listo para salir al mundo y regresa a la matriz de su mamá marca la pauta, al comienzo del film, de que no habrá pretensión de realismo ni medias tintas en este relato. Claro que a medida que la trama avanza -o más bien tropieza- a través de diferentes viñetas sobre la vida de Silverio, las secuencias fantásticas -prodigiosamente fotografiadas, como el resto del film, por Darius Khondji- se revelan como uno de las trampas que utiliza Iñárritu para sacudir al espectador. La historia de la guerra entre México y los Estados Unidos, la aniquilación de los pueblos originarios en la época de la conquista, el sufrimiento de los inmigrantes en la actualidad y hasta el narcotráfico aparecen como escenas extraídas de los supuestamente brillantes documentales del protagonista. “Al que no sabe jugar no se lo puede tomar en serio”, dice Silverio como respuesta a las muchas críticas que recibió en su carrera por esas recreaciones. Una y otra vez, Iñárritu aprovecha esos diálogos para intentar blindar su película ante los reparos que imagina se escribirán sobre Bardo, que fue recibido con tibieza en el más reciente festival de Venecia. Esa estrategia de adelantarse a lo que se dirá del film no desmiente las críticas. Al contrario, lo que consigue es mostrar que por debajo de sus gestos de profeta de un mundo en plena crisis y su búsqueda de revisar su propia historia, Iñárritu se traiciona a sí mismo constantemente. Las contradicciones de Silverio, como las de cualquier inmigrante al regresar a su país, resultan en un personaje que dice añorar lo que activamente desprecia y su legendaria ética periodística demuestra ser puro humo cuando se vislumbran escenas de sus documentales en las que, por ejemplo, se lo ve circulando por las calles de la Ciudad de México o trepándose a una suerte de pirámide hecha con los cuerpos de los mexicanos masacrados por Hernán Cortés, quien lo espera en la cima para compartir un cigarrillo con él y hablar de su hipocresía. La lógica de esa secuencia termina de quebrarse cuando se revela como el detrás de escena de una filmación. Pura cáscara dramática sin más valor que el de demostrar la aparentemente infinita imaginación del director. En el camino de bucear en su interior, Iñárritu tal vez que encontró a ese hombre/niño caprichoso, temeroso y algo perdido al que su padre le aconseja, demasiado tarde, el peligro de creerse su propio éxito.
Tren bala es el tipo de película que debe haber sido más divertida de hacer de lo que resulta de ver. A medida que la narración acumula escena tras escena de diálogos ingeniosos, coreografiadas peleas y personajes cada vez más excéntricos, el espectador puede imaginarse al director David Leitch (Deadpool 2), explicándole a los productores lo entretenido que será meter a Brad Pitt en el famoso tren japonés del título y verlo enfrentarse a asesinos despiadados, un persistente controlador de boletos, el carrito de las bebidas y una serpiente. Si, esta comedia de acción incluye todo eso y mucho más. La fórmula juega con los excesos en todas las áreas: la ambientación y el vestuario rebosan de colores estridentes, el neón marca el tono y los diferentes acentos se apilan para formar lo contrario de una torre de Babel. El maximalismo es intencional y sin embargo eso no supone que resulte como seguramente lo pensaron sus creadores. Con el impulso de las películas de superhéroes, basada en una novela del prolífico autor japonés Kotaro Isaka y tomando prestado algo del espíritu de los guiones de Quentin Tarantino, el ritmo que a veces consiguen los films de Guy Ritchie y el aire de irrealidad de la saga de John Wick, Tren bala tiene personajes con malas intenciones pero la resistencia física y ocasional humor de Iron Man o Deadpool, y desde el inicio se ocupa de comunicar que nada de lo que se verá en pantalla hay que tomárselo en serio. Una premisa con peligroso doble filo: si la persecución de un mafioso ruso llamado Muerte blanca que controla el bajo mundo japonés y gusta de asesinar a sus rivales con sus propias armas no asusta a sus víctimas y el niño en coma por haber sido lanzado de un terraza es apenas un disparador de otras partes de la trama mucho menos traumáticas, entonces nada de lo que sucede importa realmente. El nihilismo no siempre es la mejor receta para la comedia. Aunque puede serlo si se trata con moderación, una palabra ajena en el diccionario de Tren bala. El hilo conductor de la historia es el personaje de Pitt, un asesino de alquiler al que su coordinadora apoda Ladybug (vaquita de San Antonio), una ironía dada la mala suerte que él afirma lo sigue a todas partes. Su última misión es simple: subirse al tren en Tokio, robar un maletín y bajarse en Kioto. Por supuesto que desde el comienzo se sabe que el trabajo será de todo menos fácil y que los intentos del sicario por adoptar un modo de vida más zen quedarán sepultados bajo toneladas de balas, patadas, cuchillazos y alguna ingesta de veneno. Enredado en una trama de venganzas varias, conflictos familiares múltiples y la sobrecontratación de sociópatas con corazones de oro, Ladybug logra atrapar la atención del espectador desde la primera a la última escena gracias a la interpretación de Pitt que parece más que dispuesto a reírse de su estatus como actor ganador del Oscar, galán y héroe de acción. Con la experiencia de vida como su arma más letal-algo que el film también tomó prestado del personaje de Keanu Reeves en John Wick del que Leitch es uno de sus productores-, Pitt aporta carisma y humor en cada aparición. Con verdadero talento para dirigir escenas de acción, Leitch trastabilla cuando acumula explicaciones, flashbacks y guiños alrededor del circo de criaturas que gira en torno al protagonista. Ya sea el dúo de asesinos que usan los apodos de Limón (Brian Tyree Henry) y Mandarina (Aaron Taylor-Johnson), el mafioso mexicano Lobo, interpretado por el músico Bad Bunny, la engañosamente tierna adolescente a cargo de Joey King y hasta una botella de agua ¿esencial? para el relato, todos cuentan con escenas para lucirse y en gran medida lo hacen. Sin embargo, cuanto más tiempo le dedica la película a ellos menos se concentra en el único personaje que permanece un enigma durante todo el film: Ladybug. A medida que la trama avanza y la imaginería japonesa deja de sorprender para volverse un cliché que bordea en el estereotipo, el guion parece olvidarse de su mejor carta en su afán por incluir la aparición de varias caras conocidas que aunque aportan momentos genuinamente graciosos también dispersan la atención del espectador. Y tal vez esa haya sido la intención de sus realizadores, acumular la mayor cantidad de estímulos visuales, ideas y personajes como para llenar todos los vagones de este tren muy necesitado de un freno de emergencia.
Gary y Alana corren como si la vida se les fuera en cada paso. O como si no importara nada más que recorrer el camino -cualquier camino- juntos. La secuencia no podría ser más cinematográfica, con la cámara acompañando al dúo jubiloso, derrochando una energía juvenil que estalla por las cuatro esquinas. Pero el artificio del cine, la convención de muchas otras escenas similares a esa ya vistas antes, en Licorice Pizza se transforma hasta volverse parte de su esencia. Alana y Gary están tan vivos como cualquiera y al mismo tiempo existen en un mundo de fantasía en el que la infancia y la adultez son trajes que se ponen y se sacan cuando quieren. Un lugar en los márgenes de Hollywood que tiene nombre en el mapa (el valle de San Fernando) y al mismo tiempo es pura ilusión con un dejo de nostalgia salido de la mente, los recuerdos y la idealización de Paul Thomas Anderson. El director de Magnolia, Boogie Nights y Embriagado de amor -entre otros- retoma algunos de los temas que exploraba en esos extraordinarios films para reflejar el particular clima de época de los años 70 en la zona en la que creció, el patio trasero de la industria del cine, donde la cercanía con los estudios y sus estrellas creaba el espejismo de que todo era posible si se tenía el carisma y las agallas suficientes. Y eso es precisamente lo que le sobra a sus protagonistas: Gary Valentine, actor infantil en pleno proceso de ser jubilado por cometer el terrible pecado de crecer, y Alana Kane, veinteañera sin destino y con rabia para repartir. Desde la primera escena juntos (él puro despliegue de sus encantos que desmienten sus quince años; ella, en la cúspide de la desilusión con lo que resultó su vida), congenian de un modo que se parece al destino. Al menos eso es lo que cree Gary, alto y fornido pelirrojo de sonrisa encantadora, aunque su dentadura está lejos de la perfección de algunos de sus colegas del mundo del espectáculo. Sin un ápice de la torpeza y la timidez que se asocia con la adolescencia, el personaje vive en un mundo de adultos que lo tratan como un igual pero mejor que todos. Y hasta Alana, en su cinismo prefabricado, no puede evitar sumarse a su banda de precoces empresarios. “¿Te parece extraño que siempre ande con Gary y sus amigos adolescentes?”, le pregunta Alana a una de sus hermanas como para encontrar afuera la razón para alejarse de ellos y sus emprendimientos locos que suelen terminar en desastre aunque nunca en tragedia. Porque la historia escrita por Anderson evita cualquier convencionalismo del relato a fuerza de ser fiel a sus personajes, nada que involucre a Gary y Alana se resolverá del modo en el que lo hace en las películas que crecieron viendo en la sala de cine que será el punto de encuentro de unas de sus corridas más significativas. Para lograr la alquimia entre relato y personaje, una vez más Anderson -como en otras oportunidades lo hizo con Daniel Day Lewis, Adam Sandler, Julianne Moore y Philip Seymour Hoffman- consiguió a los intérpretes perfectos para darle vida a sus criaturas. Juntos o separados -aunque siempre mejor juntos-, cuando Alana Haim y Cooper Hoffman aparecen en pantalla es imposible apartar la mirada o concentrarse en otra cosa que no sean ellos. En su debut cinematográfico, Haim, integrante de la reconocida banda que lleva su apellido junto a sus hermanas, despliega la sensibilidad, el enojo y el humor de su personaje en cada gesto, sin olvidarse de su inteligencia, siempre presente aunque ella misma dude de su sensatez por su vínculo con Gary. Que el director haya decidido tener a los padres y las hermanas de la cantante interpretando a la familia del personaje agrega otro matiz de humor y verosimilitud al relato que rebosa de ambos. En gran parte gracias al perfecto timing que consigue la pareja de noveles intérpretes que completa Hoffman (el hijo de Phillip Seymour) es que se logra lo imposible: encarnar a un adolescente seguro de sí mismo, extraordinario y único entre sus pares que al mismo tiempo nunca deja de serlo. Frente al desconcierto de los adultos con el mundo, Gary, “nacido para actuar” Valentine se acomoda el pelo, se tapa los granitos con maquillaje, se mete la camisa que insiste en salirse del pantalón y sigue adelante aunque su más reciente negocio de venta de camas de agua haya naufragado o que Alana, la futura señor Valentine, según él, lo vuelva a rechazar. La música de Jonny Greenwood, habitual colaborador de Anderson, además del trabajo de diseño de producción y la dirección de fotografía- a cargo del propio realizador junto a Michael Bauman-, alejan al tono nostálgico que recorre el film de la pieza de museo o el guiño calculado tan transitado por el cine reciente. El recorrido de Anderson por los años setenta de su infancia, sin reglas ni límites establecidos, no pretende más que reflejar ese peculiar tiempo en el que un chico de quince años podía ser dueño de varios negocios, cliente habitual de un bar en el que solo toma gaseosas o cruzarse con personajes de Hollywood como el infame Jon Peters, productor todopoderoso de la época, que interpreta Bradley Cooper, y al minuto siguiente correr con abandono, impulsado por una vitalidad que traspasa la pantalla.
En el cine de Hollywood, las historias se repiten una y otra vez. Y una ¿última? vez si todavía hay posibilidades de exprimirle algo más al concepto original. Muy pocas veces las secuelas, precuelas, reinicios y demás estrategias para reempaquetar el cuento ya conocido resultan interesantes como lo fue el primer intento. Y está bien: el objetivo de la mayoría de esas películas no es aportar novedad sino más de lo mismo para los que ya conocen de qué se trata y encuentran entretenimiento en la repetición. Algo de eso ocurre con esta nueva entrega de Scream, la saga de terror autorreflexivo inaugurada en 1996 a partir de una historia escrita por Kevin Williamson (guionista de Dawson’s Creek) y dirigida por Wes Craven, el exitoso creador de Pesadilla en la profundo de la noche y su inolvidable villano, Freddy Krueger. Ya sin Craven, fallecido en 2015, ahora la historia del grupo de adolescentes del pequeño pueblo californiano de Woodsboro, tan fanáticos del cine de terror que parecen disfrutar del hecho de ser protagonistas de un cuento lleno de sangre, mutilaciones y referencias cinéfilas, vuelve a la pantalla con los mismos trucos que en sus primeras entregas. En esta quinta película, el metadiscurso utiliza la lógica de la construcción del guion como recurso narrativo en sí mismo para transparentar los trucos que utilizan los escritores del género y así desarrollar el relato y comentar sobre el estado de situación del cine de horror actual. Se ríe de él para alivianar lo pesado, para señalar las trampas de Hollywood y aun así seguir siendo parte del juego que plantea la industria. En la primera entrega, la idea era que el asesino utilizaba todo su conocimiento sobre las reglas de las películas de terror en su favor y en contra de sus víctimas. En la continuación, eso se transformó en una reflexión sobre las secuelas, las segundas partes y la necesidad o no de que existan más allá de los intereses pecuniarios. Ahora, la vuelta de tuerca apunta a la tendencia actual de Hollywood de revivir películas exitosas y populares de otros tiempos pero no ya como nuevas versiones o reinicios sino utilizando elementos y personajes de las originales para demostrar que son parte del legado de la saga en cuestión. Es lo que sucede con la última película de los Cazafantasmas, con Halloween y hasta en Star Wars, dice uno de los personajes de esta nueva Scream, que recupera al trío de protagonistas del inicio, Neve Campbell, David Arquette y Courteney Cox, para que vuelvan a ponerse en la piel, magullada, de Sidney, Dewey y Gale. Pensada para ser un festival de guiños para los fanáticos de la saga y en menor medida para los conocedores del cine de terror y sus modas y tendencias, la nueva historia se las arregla para volver al inicio de una manera prolija y apropiada para la época. Eso implica escenas mucho más explícitas y sangrientas, un grupo de amigos en el centro de la trama que no tiene ni el tiempo en pantalla -hay que dejar espacio para los veteranos-, ni la gracia suficiente para interesar al espectador -aunque sí para irritarlo-, y un guion que se esfuerza por demostrar que nada de lo que se dice o de lo que se ve debe tomarse demasiado en serio. Esa es la primera regla del género.
Para empezar, una obviedad: es difícil pensar en un elenco más talentoso y reconocido del que tiene No miren arriba. El director Adam McKay (El vicepresidente: más allá del poder) armó un equipo soñado que encabezan Jennifer Lawrence y Leonardo DiCaprio y que cuenta con Meryl Streep, Cate Blanchett, Timothée Chalamet, Mark Rylance, Jonah Hill, Melanie Lynskey, Ron Pearlman y Ariana Grande como intérpretes secundarios. Para seguir: todos los integrantes del elenco se lucen en sus papeles y Lawrence y DiCaprio -como era de esperarse, se destacan especialmente al interpretar a la estudiante de astronomía Kate Dibiasky y a su profesor, el doctor Randall Mindy- un par de Casandras que tienen la tarea de alertar al mundo de que un cometa se dirige a la Tierra para provocar lo que llaman un “evento de extinción”. A partir de esa premisa, el final del mundo tiene fecha establecida seis meses y algunos días en el futuro, el guion de McKay utiliza las herramientas narrativas de la sátira y la parodia para hablar del estado actual de la sociedad mundial pero más específicamente de la estadounidense y lo hace con la sutileza de un cometa de diez kilómetros de longitud dirigiéndose directo a la Tierra. Reconocido por su trabajo en comedias como las inmejorables El reportero: la leyenda de Ron Burgundy, su ópera prima, y Ricky Bobby: loco por la velocidad, hace un tiempo que el director y guionista formado en Saturday Night Live parece haber decidido que su habilidad para la comedia podía servir para hablar sobre temas muy serios e importantes. Tanto que hasta valía la pena sacrificar el humor para ponerlos en pantalla. Un cambio de rumbo que demostró en la muy efectiva La gran apuesta, que retrataba como la especulación de los grandes bancos había contribuido a la crisis económica y de vivienda de los Estados Unidos en 2006. Pero de aquel acierto, que le consiguió un Oscar a mejor guion adaptado, hasta No miren arriba, sus relatos parecen haberse decantado más por el mensaje que por las formas. En este film -disponible en Netflix desde el 24- la balanza está claramente inclinada hacia el lado de las preocupaciones sobre el cambio climático, la política norteamericana, el poder de las corporaciones y el deterioro de las instituciones, mientras que el desarrollo de la trama parece una preocupación secundaria. Así, cuando la cruzada de Kate y el doctor Mindy los lleva a la Casa Blanca el film se vuelve una parodia apenas velada de la presidencia de Donald Trump y el hecho de que el presidente de los Estados Unidos sea una mujer, interpretada con oficio por Streep, no consigue despegar toda la secuencia de la caricatura y el ridículo (está acentuado por la actuación de Hill, como el rastrero hijo de la mandataria). El apocalipsis está a la vuelta de la esquina, gritan los astrónomos, y los medios se preguntan si se podrá jugar el Super Bowl. La exageración y el absurdo, elementos de la sátira, en este caso causan más irritación que gracia. En sus mejores pasajes, siempre a cargo de Lawrence y DiCaprio, No miren arriba logra despejar los excesos para conseguir que su mensaje llegue claro y fuerte sin olvidarse del relato cinematográfico. Así ocurre en una escena en la que el doctor Mindy, ya despierto del sueño de la fama y el estrellato mediático, estalla frente a las cámaras y el público que parece más preocupado por la última tendencia de las redes sociales que por el fin del mundo. Puesto a relatar los que podrían ser los últimos seis meses de la vida en la Tierra, el guion se arma de cinismo para apuntar hacia los medios tanto escritos como televisivos. Desesperados por difundir su mensaje y forzar al gobierno a tomar medidas para evitar el desastre, Kate y Mindy visitan un programa de TV, un magazine conducido por Jack Bremmer (Tyler Perry) y Brie Evantee, interpretada por una casi irreconocible Cate Blanchett quien hace lo que puede por insuflar algo de vida a la superficial y calculadora conductora dispuesta a encontrarle un costado liviano y “de color” hasta al apocalipsis. A medida que se desarrolla la historia, la comedia se diluye y deja lugar a una puesta en escena que elige siempre la exageración y el trazo grueso: como el espectáculo de ribetes nacionalistas que monta la presidente Orlean cuando lanza la “ofensiva” contra el cometa y los subterfugios organizados por el magnate de las telecomunicaciones Peter Ishelwell -interpretado por Rylance como una cruza entre Steve Jobs, Elon Musk y Michael Jackson-, para obtener ganancias hasta de la extinción de la vida en la Tierra.