Marcharse, amar o cambiar
Martina, Sofía y Violeta son tres hermanas. La abuela que las crió ha muerto hace poco. Y esa casa, llena de recuerdos, por un lado las retiene y por el otro no las deja crecer; las contiene y las inmoviliza.
Filme sobre la ausencia, el paso del tiempo, la fuerza de los lazos familiares y el descubrimiento del sexo y de la libertad. La cámara no sale de esa casa, no sabemos qué pasa fuera de ella, sólo un inquilino joven parece agitar las aguas de ese mundo quieto, nervioso, tenso. La casa parece calcar el ánimo de sus ocupantes: una sala de estar vacía, cuartos con llaves, garage con secretos, sillones para poder tocarse y hasta plantas que van perdiendo sus raíces.
Las tres chicas andan por allí, sin mucho que hacer en ese verano pegajoso que le da clima a una pereza que se parece a la incertidumbre y que le contagia al filme el aburrimiento de las tres chicas. La música, la televisión, los celos, las pequeñas rencillas y mentiras van redondeando los contornos de una historia morosa y algo recargada, un ejercicio de estilo que pone en el centro el difícil vínculo entre hermanos, una película con clima, sensibilidad, gusto por los detalles y buenas actuaciones, pero que también es alargada, reiterativa, recargada de elipsis y exageradamente contemplativa.
Como mucho cine nacional, la historia es chiquita, sugiere más que lo que cuenta, pero hay aciertos en la marcación actoral, los encuadres, la música. Es un cine perturbador, melancólico que sabe transmitir los requiebros, la búsqueda, los cuestionamientos y las dudas de estas hermanas que entran y salen del pasado como pueden, pero que al final de este espeso verano empezarán a vislumbrar un nuevo camino: una se marchará, otra descubrirá el amor y la tercera regalará los muebles para romper con el pasado. Han crecido y la casa les muestra el camino: las puertas están para irse y las ventanas para aprender a mirar. (*** BUENA)