Aprendizajes
Abrir puertas y ventanas de Milagros Mumenthaler se estrenó mundialmente en agosto del año pasado en el Festival de Locarno (en este momento, sin dudas, uno de los mejores del mundo), en donde ganó el premio principal (y no sólo ese). Se dio en otros festivales y también en el de Mar del Plata, en donde ganó el premio principal (y no sólo ese). Recién pude verla esta semana.
No pensaba escribir sobre ella, porque conozco a la directora y a varias personas que han trabajado en la película. Con alguna de ellas incluso trabajo de forma cotidiana y hasta soy amigo. Pero vi la película y decidí escribir, porque en esta columna –desde hace más de tres años– he tratado, entre otras cosas, de destacar lo extraordinario que se da en los cines. Y Abrir puertas y ventanas me parece extraordinaria. Había visto los cortos previos de Milagros Mumenthaler, que se dieron en el Bafici, primero sueltos, y luego como retrospectiva. Me habían gustado, pero no necesariamente de muy buenos cortos se derivan buenos primeros largometrajes.
Abrir puertas y ventanas es mucho más que una buena película, es una película consistente, segura, clara: una película que fluye porque se nota planeada, ensayada, planificada. No es que no se puedan hacer grandes películas de manera más anárquica, pero la apuesta de Abrir puertas y ventanas pasa por la construcción firme, por aprender de memoria (y luego moverse con prestancia, porque ya están aprendidos) las posibilidades que se piensan para poner en escena las emociones, para actuarlas y transmitirlas. Por aprender, mirar y relatar de tal manera que esas emociones no se noten actuadas y para que tampoco se note su transmisión. Dije mirar, y en esta película es crucial entender que también es clave escuchar: se nota el aprendizaje en la escucha, para luego poder hacer diálogos que no sólo son creíbles, punzantes por momentos, destinados a perderse en otros, en forma de silencio a veces, siempre exactos. Estos diálogos son también parte del enjundioso entramado sonoro de la película. Hay diálogos en diferentes niveles de intensidad, diálogos en off que indican continuidad, como el del final: continúa un personaje, un modo de convivencia, se marca un equilibrio distinto al planteado por la propia película antes, cuando las hermanas escuchan una canción y escuchan sus pasados compartidos y sus encrucijadas presentes y más individuales. Ese final, en el que vemos y escuchamos un diálogo sin ver al personaje luego de escuchar otra canción, apunta no solamente a que entendamos que acabamos de ver y escuchar un relato, sino además a saber que ya conocemos a estas chicas, que podemos escuchar sus sonidos y saber que están cerca. Las canciones son mucho, muchísimo más que algo que se escucha en la película: son también la banda sonora vital de los personajes y arman un relato que flota por sobre las acciones (y son también acciones) que el espectador deberá descubrir con la mayor cercanía posible (vean la película en un cine que se escuche bien). En Abrir puertas y ventanas la emoción nos llega con la fuerza de la intimidad: esta historia se siente única y particular pero con el alcance general de temas como las relaciones fraternales y la maduración.
Las tres hermanas protagonistas de la ficción suplantan por completo a las actrices que las interpretan y viven. No, no se trata de actrices débiles: María Canal (un hallazgo), Martina Juncadella y Ailín Salas demuestran fortaleza cinematográfica suficiente como para hacer vivir a los personajes y la entereza para brillar por no “brillar”. La fluidez emocional que hay en esta historia de tres hermanas unidas por un espacio heredado y un duelo en común, pero separadas por diversos motivos –domésticos, pequeños, insondables–, es un enorme logro, proveniente de un trabajo de preparación hecho para esfumarse. El trabajo de dirección de Mumenthaler también se borra, en la superficie, en la piel, en el primer contacto, para imponer a los personajes: la densidad emocional de la película no se logra mediante apuntes sociales, ni mediante intensidades gritonas, ni mediante ostentaciones de escritura fílmica. Las situaciones cotidianas de Abrir puertas y ventanas tampoco presentan ese mundo de baja intensidad o inexpresivo que es parte de un sector del cine argentino actual. A estas tres hermanas, jóvenes, no les pasa por encima el tedio cinematográfico. Mumenthaler no necesita planos eternos ni quietísimos para mostrar que ellas son las que se aburren o entran en abulias. Incluso puede contar el aburrimiento con actividad narrativa. En ese sentido, ciertos objetos cumplen un rol fundamental, como ese colchón vibrador y ruidoso. Y por último, en esa cama, en otras de la casa, en algún sillón y también frente al espejo, Mumenthaler descubre los cuerpos de sus actrices (y de algún actor). Los des-cubre al mostrarlos, y también cuando se habla de ellos: la auto-descripción de falta de cintura de Marina (María Canale), la de falta de tetas de Violeta (Ailín Salas), la exposición desnuda de Sofía (Martina Juncadella) y la de Violeta apenas vestida (a la que nunca vemos vestida como para poner un pie fuera de esa casa). El hermoso, decidido, convincente plano del culo de Marina cerca del final no sólo reafirma el erotismo que electrifica a esta película sino que además es toda una lección de mirada de género. Los cuerpos femeninos devuelven desafiantes –con acciones, con identidad, con conciencia, con sexo– las miradas que los cosifican. No se puede madurar y afirmarse solamente con el cuerpo, pero el cuerpo no se puede negar, disimular, anular. A veces necesitamos abrazar y ser abrazados: convertir esa emoción en algo visible cinematográficamente, en algo casi palpable, es un ejemplo crucial de talento para la construcción cinematográfica de Mumenthaler, que se llama como se llama pero con su acercamiento dedicado, personal y detallista al cine, con su trabajo a conciencia, indica con claridad que no cree en milagros.