Puertas secretas y cajones cerrados
¿Cómo dar cuenta de la mirada y los silencios femeninos, del persistir de su misterio, a la manera de puntos suspensivos? El cine puede hacerlo, puede filmarlo. Aún cuando existan -y existen- pautas premeditadas para la interpretación, para la puesta en escena. Siempre hay algo más que escapa y que dice y que la cámara registra. No se trata de palabras dichas sino, antes bien, de lo que no dicen. Tampoco de atrapar en planos-detalle miradas en raccord, de por sí bellas o sugerentes. El desafío es descansar en lo que anida, en su mostrarse inasible, en los gestos apenas.
Abrir puertas y ventanas tiene su sostén de argumento. Pero no es éste lo que de veras importa. No porque carezca de interés para el film -la abuela ha fallecido y las tres nietas, hermanas, habrán de convivir sin ella y entre ellas-, en todo caso mejor será indagar, reconocer, los espacios vacíos que aparecen, como grietas que recorren a los personajes, que los tensan, que les dibujan sonrisas de malestar, con contención, algo de mesura, entre reacciones violentas y gritos callados.
Las tres mujeres habitan la casa grande. Que la abuela ya no esté será información posterior, intuida de a poco, sin subrayados. La casa vieja, también, como gota de tiempo, sin nexo claro con el afuera: ¿cuándo transcurre la acción?, ¿dónde queda el "centro"?, ¿quién es la "pueblerina"?, ¿papá, mamá?, ¿adoptada?, ¿y el aeropuerto? Vivir entre paredes -toda la película se inscribe en este adentro- con discos de vinilo, juguetes escondidos, puertas secretas, cajones nunca abiertos. Todo dice sobre un tiempo pasado.
Por un lado, Marina (María Canale), presta a la organización, a evitar el declive del hogar, de equilibrio alicaído, de enchufe roto o de botón dañado (¿cuál de los dos es motivo del lavarropas quieto?); por el otro, Sofía (Martina Juncadella), de piel al descubierto, sensualidad manifiesta, mirada torcida, y teléfono celular nuevo (pero esto, claro, tiene un precio, y no es sólo económico); y finalmente, Violeta (Ailín Salas), de silencios prolongados, espontaneidad oculta, niña tratada como niña, capaz de volar para, por fin, hacer música (y dar un corolario de canción, aunque también con un "no entendí" dicho de manera justa).
Por todo esto, nada de moraleja ni de frases dichas. Sino de entramado irregular, tanto como lo que puede y no puede suceder entre tres personas, en una casa grande y vieja, y con un hombre que aparece para provocar un deseo de ventana oscura. El, el único capaz de entrar y de salir libremente -"¿vas para el centro?"- de este caserón pantanoso, que parece haber engullido a sus tres tristes mujeres en un lamento de dolor que, cuando encuentre su remedio, sabrá cómo poner fin a la melancolía.